Letras
De los carruseles y esa sortija escurridiza

Comparte este contenido con tus amigos

Resplandeciente, con esos animalitos de mejillas rosadas y lleno de luces, el carrusel gira como quien no quiere la cosa, casi con desgano. Esa actitud entre indiferente y altiva actúa como un imán que tienta a subirse, aunque sea sobre el caballo más despintado o la tacita con el volante roto, pero subir y mirar cómo se confunden los árboles con la calle y la gente entre vuelta y vuelta, mientras el flequillo irregular se vuela para todos lados, tampoco mucho porque el vaivén es suave como mareo de tierra en sus últimas. Frente a esa jarra desbordante de tentación colorida, Milena no puede más que ceder a la tentación de quedar varada ahí, a unos pocos metros, descubriéndola en sus detalles más íntimos, adueñándose de ellos para siempre en una pictórica imagen mental.

Es un carrusel de unos cinco metros de alto del cual penden hilos trenzados de plástico que sostienen a los diversos animales fantásticos, carruajes y tazas. Hay caballos, leones, ovejas, todos con un cono plateado y translúcido que reposa sobre sus frentes —clara paráfrasis hacia los unicornios— y con amplias melenas. El techo estaba cubierto por una fina tela satinada que se volcaba por los lados, dando la apariencia de un toldo, debajo de ella se sucedía una seguidilla de luces con forma de bolita. La barra del centro estaba decorada con espejos que destellaban lastimando la vista cuando el sol los golpeaba perpendicular, con dibujos de esfinges en púrpura pálido y amarillo. A cada asiento le correspondía una correa de cordón blanco y negro; a la altura de los pies, se suspendían dos barras de metal —una a cada lado— para apoyarlos; y una funda acolchonada, bordada con lana roja y amarilla, se encargaba de proporcionar confort y seguridad a quien decida subirse. A la izquierda, la boletería verde con su techo irregular y puntiagudo; a la derecha, el carrito de Manuel —el caramelero, como solían llamar con afecto los niños— con sus algodones de azúcar esponjosos y sus manzanas rojísimas acarameladas, decoradas con una lluvia de pochoclos. El piso era de madera pero estaba pulido por los cientos de pies que pasan a diario y lleno de tierra y arena. Por detrás se dejaba ver la plaza, con sus bancos largos coquetamente inclinados hacia atrás, las hamacas, los toboganes, la gente que camina y las hojas que se mueven rítmicas sin dirección aparente.

Todo esto formaba un apacible conjunto, y en eso pensaba Milena hasta que un grupo de niños con guardapolvo verde cuadrillé la despegaron del trance al pasar por su lado, con los boletos en la mano. Estaba sola y aunque pasó sin pagar el ticket la dejaron subir, así que marchó contenta a sentarse sobre un majestuoso corcel lila con la cola trenzada. La campana sonó tres veces antes de dar inicio al apasionante viaje. Los chicos intercambiaban miradas cómplices. Como en un pacto secreto e implícito, todos sabían cuál era el motivo real que los empujaba allí a pesar de la fachada luminosa que viste al carrusel. Esa llave escurridiza que abría las puertas del paraíso una vez más, permitiendo mirar con una sonrisita despectiva a todos los que ya tenían que bajar: la sortija, que pendía jocosa de la mano de un hombre flaquísimo, con la barba enmarañada llena de miguitas de pan.

Si bien el paseo se sabe agradable, por sí mismo su valor es nulo. La sortija es la única y verdadera atracción. Ellos son un ejército entero que marcha junto dando la apariencia de un equipo homogéneo y en cierto punto lo son porque todos apuntan a lo mismo, pero por dentro, en todos brilla el deseo individual de vencer al resto, no tanto por el resto sino por uno mismo. Emprenden la marcha con las mismas bases, tienen la misma cantidad de vueltas para intentarlo y de los más de diecisiete que son sólo uno lo logrará. Las reglas son unánimes y claras, está prohibido contar con ayuda de los padres o levantarse del caballo para tomar la sortija. Aunque se destartalen entre risas mientras comen gomitas dulces, establecen entre ellos un vínculo solemne de fría cordialidad. Insondables mitos tejen el velo de misterio que acurruca a la sortija, milenios enteros descansan en su interior y la dotan de un misticismo que la vuelve inalcanzable y difusa, por más que la tengan en las manos. Y eso es lo tentador.

La primera vuelta pasó entre risas que se perdían camufladas en el au clair de la lune mon ami Pierrot prête-moi ta plume, pour écrire un mot, pero Milena no hacía caso a la música ni al paseo, tan compenetrada estaba en la sortija roja que se le escabullía de los dedos como crema de leche cuando intentaba tomarla. Las voces —agudas, chirriantes, diferentes— se acoplaban generando una sinfonía donde todo encajaba con una naturalidad asombrosa que nadie parecía percibir. Al majestuoso coro se le unía el rumor de las hojas de los árboles y el ruido a metal que producían los corceles al subir y bajar. Ella, tímida, escuchaba sin oír y guardaba un silencio sepulcral que alguno pudo confundir con miedo al encontrar en sus ojos un rastro vidrioso y fijo.

Uno de los chicos de guardapolvo cuadrillé ubicado a dos caballos y un sapo detrás de ella estiraba su brazo con énfasis y rozó la sortija. Emocionado, miró a su mamá que lo alentaba a seguir, levantando las manos con una sonrisa enorme que buscaba maquillar un claro mensaje donde se escribía con letra apretada que esa apacible calma tamizaba la presión que ella intentaba ejercer sobre él, y las pecas se encendían cada vez más en el rostro. Otra ronda y ahora la palpa con el índice, la acaricia. Sus mejillas despedían ya borbotones de destellos bordó. Sobre su brazo extendido cuan largo era se marcaban las venas apretadas. Tercera ronda, la sortija acierta su pequeña manita acalambrada. De sus labios secos y entreabiertos se escapa aire que había quedado atragantado desde que el carrusel inició su viaje. El hombre de barba le sacudió el cabello con simpatía mientras él, victorioso, sacudía el trofeo en alto y saludaba a su mamá que aplaudía y daba saltitos del otro lado de la valla.

Los niños fueron bajando uno a uno. Algunos se iban frustrados a sus casas; otros, los más fuertes, osaban columpiarse o hacer castillos con la arena húmeda. Milena no bajó y tampoco lo hizo en las siguientes rondas. Paciente, esperaba agazapada el momento de dar el zarpazo que la lanzaría a la gloria y luego, al descubrir que fallaba, enredaba sus mejillas entre las mangas del buzo azul que le quedaba enorme, buscando consuelo. La insistencia encontraba su punto de apoyo en lo placentero del viaje en sí, en el cosquilleo suave que subía por los talones cuando el unicornio subía y bajaba, mientras que el sol bañaba los párpados cerrados dejándolos translúcidos, susceptibles a la luz y los pies que se deslizan apenas sobre el aire caliente que ascendía del piso mezclado con una polvareda de tierra. Milena, apretando con fuerza la correa para no caer, dejó echar la cabeza sobre el hombro izquierdo. El poco pelo suelto que escapaba del tirante lazo que mantenía firme parte de su cabellera se le enredaba tras las orejas, tensando su piel. Con los ojos ya abiertos se incorporó y pudo ver cómo se confundían los diversos tonos de verde con la gente y los autos que pasaban por la calle, desdibujándose, mientras el carrusel seguía imparable sin dejarse intimidar por los bocinazos que sonaban de lejos y un calor tibio se enredó en su garganta. Volvió a girar y el sol que reposaba en el espejo se le incrustó directo en las pupilas aún dilatadas. El dolor se tensó hasta llegar a su cabeza y sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda. Así y todo, no resolvía bajar.

Volcó su concentración en torno a la sortija. Sin éxito repetía la maniobra de estirar el brazo un sin fin de veces, mientras el hombre de la barba con migas parecía cada vez más fatigado. Milena supo aprovecharse de esa debilidad y fue eso —o la repetición mecánica del gesto que culminó por perfeccionarlo— lo que llevó a que, en un descuido, le arrebate el trofeo, que apretó celosa sobre su pecho. El carrusel se detuvo y los niños bajaron. Ella tenía los ojos fijos en una de las luces que parpadeaba en el borde, junto a otras blancas que prendían y apagaban intermitentes dándole la vuelta. Como si la hubiese picado una abeja, brincó del carrusel. Se encontraba obnubilada por algo que creía debía parecerse a la satisfacción de un deseo largamente aplazado, pero que era a la vez diferente, muy diferente. Bajó la vista hacia la mano donde pendía la sortija. Las rodillas habían comenzado a flaquearle y con disimulo permitió que el trofeo se deslice.

La sortija rodó por sus piernas y golpeó el asfalto con una brutalidad infernal, estallando en cientos de miles de aguijones afilados que caían como lluvia de lava volcánica sobre las camperas, rostros y brazos desnudos de los niños, quienes al ver dibujarse sobre su piel un mínimo sendero de poco caudalosos ríos colorados, gritaban con terror. Los trozos que cayeron sobre el suelo fulguraban en el espejo, generando destellos de luz que destruían la vista. Los pájaros se movían frenéticos dejando caer algunas plumas que se mestizaban con los cordones de los zapatos. Todos empezaron a correr, incluso los adultos que atropellaban a los niños que corrían también buscando refugiarse detrás de las faldas de sus madres. Entre los dobladillos de sus pantalones y los ruedos de sus polleras se arremolinaban tornados de polvo. La gente comenzó a inundarlo todo, primero fue el turno de las esquinas, luego las calles. La escena era pleno movimiento y el mismo silencio ronco que refulgía en medio de gritos ahogados, enredados con las bocinas de los autos que frenaban de golpe haciendo sonar también al pavimento.

El hombre de la barba con migas miraba al cielo denso y gris con un dejo de resignación. Milena descubrió que, en verdad, jamás había querido dar otra vuelta.