Artículos y reportajes
Mucha poesía y pocos poetas, en el bicentenario de la independencia

William Ospina. Fotografía: David Fernández (EPA)

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La historia de Colombia es la historia de una fantasía. Seguimos levitando; con los pies por encima de la tierra. Nuestro nivel de locura se aproxima a la catalepsia, es decir, a la inmovilidad total, a la extinción del alma nacional. Sin alma no hay movimiento, por supuesto. Nuestra nación sigue postrada, alienada, paralizada. Es una tragedia porque nos acercamos a los doscientos años de la llamada independencia de España, que realmente medio se concretó en 1819 con las batallas del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá. No es verdad que nos hayamos independizado el 20 de julio de 1810, es un decir de historiadores de enseñanza primaria. Si nuestra independencia se hubiera sellado en esa fecha, no tendría razón de ser la gesta libertadora de Simón Bolívar, que seguía sin concretarse en 1830, el año de su solitaria y prematura muerte y que empezó, precisamente, después de 1810. El grito de independencia de los terratenientes, comerciantes, intelectuales y juristas del 20 de julio, los criollos ricos, que querían el poder para ellos en la Nueva Granada, no es más que el comienzo de una encarnizada lucha de clases. Y el pueblo, como siempre, utilizado y acribillado por la revolución contra España. Vale la pena rendirle tributo, reconocimiento sincero, abrazo fraternal, a los soldados de esa época, a los que se alistaron dando cumplimiento al Acta de Independencia para proteger a Bogotá de una arremetida española. También a los que acompañaron a Bolívar y a todo su enjambre libertador. Sin duda, verdaderos colombianos. Esos ejércitos populares, revolucionarios, renunciados a la vida total de sacar a España de nuestros territorios, merecen todos los monumentos públicos. Si imagináramos siquiera por un momento, el cruce a caballo desde Bogotá hasta Quito, en la llamada Campaña del Sur, comandada por Bolívar, entenderíamos el sacrificio. Ahora hay grandes autopistas, vehículos raudos, restaurantes en las vías, hoteles lujosos donde se suspende la travesía, armas de largo alcance, aviación militar, artillería moderna, trajes contra el frío, medicinas, termos y alta tecnología en los teatros de operaciones militares. Las bombas lanzadas del cielo son de al menos 500 libras de pólvora. Un estallido verdaderamente universal. En esa época, la faena tenía otro precio. Era el verdadero compromiso, la entrega absoluta a la causa libertadora de esos miles de campesinos desharrapados que morían en las hondonadas, los precipicios y por el frío inclemente de los páramos. Esa reflexión es necesaria y justa.

Cuando era niño de escuela me hicieron dibujar a Camilo Torres y a don Antonio Nariño, para enseñarme la historieta aquella del grito de independencia. Desde luego, no pudo faltar don José Acevedo y Gómez, el famoso, trillado y no estudiado, Tribuno del Pueblo. El 20 de julio se conmemora en Colombia en forma superficial y estúpida, diciéndoles a las gentes que es día nacional y que deben izar una bandera. Claro que en los últimos dos años ha habido un cambio. Ya no importa poner la bandera en el balcón y la ventana sino salir a las plazas a escuchar a todos los cantantes vallenatos y a Shakira, Carlos Vives y Juanes. Esta es la nueva forma de celebración de nuestra historia.

Es bueno comprender que el 20 de julio de 1810 no se dio por historicismo espontáneo. Hay unas causas y también unas consecuencias. Es decir, tres momentos perfectamente articulados. Antes del 20, el 20 y después del 20. Hablemos de antes del 20 para ir hilando todo el carretazo que se maneja en estos días de aparente primavera independentista. España nos colonizó por cerca de trescientos años. La transculturización fue total. Su brazo ideológico lo constituyó la Iglesia Católica con sus conquistadores, su Biblia y su Santa Inquisición. Lo demás, fue la violencia contra nuestras gentes, ejercida en todas las formas, desde la tortura hasta el sicariato de nuestros hombres insignes, no sólo con pistolas españolas, francesas o inglesas, sino con cuchillos y todo tipo de bayonetas. Los realistas o chapetones fueron bastante decididos a la hora de masacrarnos. Hacían cumplir las órdenes de su majestad o de su virrey a cualquier precio. Nuestra condición de vasallos nunca se puso en duda. Obligados a pagar impuestos, a ir a misa, a ser hipócritas y camanduleros, a no pensar, a no escribir, a dejarles los seminarios, los colegios y las universidades a los criollos, léase cundinamarqueses, caucanos o boyacenses, al servicio de la corona (la nueva clase social terrateniente y comercial, digna de recibir privilegios por su lealtad al virrey de turno); pero, también a morir en palacios de la Inquisición y descuartizados al estilo de José Antonio Galán, el líder comunero de la provincia del Socorro, de San Gil, Charalá y Mogotes. Es que los españoles nos hicieron duchos en el arte de la tortura antes de 1810. A José Antonio, a quien le incumplieron un acuerdo de paz que el virrey tiró a la basura al saber su asesinato, fundamentado en la baja de impuestos, en mayores oportunidades y trato justo para las gentes del Socorro y lugares aledaños, lo partieron y macabramente, lo izaron en maderos ubicados en varias localidades de esa provincia, para despertar terror en las comunidades que se atrevieran a protestar o levantarse de nuevo contra los amos españoles. Mucho antes que los paramilitares colombianos ya teníamos esos modelos para aniquilar a los opositores. Ellos nos dieron ejemplarizantes lecciones de muerte atroz, ajustadas a todas las exigencias del Derecho Internacional Humanitario. Si no hubieran muerto sus ejecutores y autores intelectuales, tendría ahí la Corte Penal Internacional mucho trabajo, ahora que rige en Colombia gracias al Tratado de Roma.

Es suficiente desplazarse a Cartagena y visitar el Palacio de la Inquisición, para aprender sobre desmembraciones y lamentos propios de Dante. Todas esas cosas ocurrieron antes del 20 de julio de 1810. Ahora bien, los vientos renovadores de la Revolución Francesa de 1789, la independencia de la América sajona de 1776, la traducción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano hecha por Antonio Nariño desde la clandestinidad, la crisis económica de España invadida por Napoleón Bonaparte y el imperialismo expansivo de Inglaterra, hicieron su aporte revolucionario. No fue, pues, el 20 de julio de 1810, una simple algarabía de idiotas veintejulieros en la esquina de la Plaza de Bolívar de Bogotá, porque un rico comerciante español, chapetón hasta la médula que orinaba azul de Prusia, no les prestó un florero, valga decir, una jarra para servirle jugo de maracuyá o tomate de árbol a don Antonio Villavicencio y sus amigos, cercanos todos a la corona de don Fernando Séptimo y católicos hasta la coronilla. ¡Eso jamás! Había unos antecedentes como acabo de explicarlo de la mayor seriedad y con muertos suficientes. Eso hay que decirlo a las nuevas generaciones, a los estudiantes, a todos los que estamos próximos a los grandes conciertos de Juanes y compañía el 20 de julio de 2010, fecha de celebración del famoso bicentenario de nuestra independencia, donde ya se han lanzado hasta globos aerostáticos en cantidad de cien por toda la capital de la república con el nombre de Vuelo de la Libertad y cumplido otras juergas populares con costos cercanos a los cien millones de pesos y constituido una junta bienhechora encabezada por el ilustre escritor del establecimiento, don William Ospina.

A propósito, qué lamentable el discurso del ilustre oidor de Bogotá, don William Ospina, al recibir el Premio Rómulo Gallegos, en Venezuela. Es verdad que su presidente Hugo Chávez ha dado muestras suficientes de ignorancia histórica, de falta de lectura, de mala formación. No fuera más que un hombre de tanta agresividad y desconocimiento de la historia, la filosofía y las humanidades, resultara ser el gran líder de los latinoamericanos. América Latina está sin líderes. No tenemos arcadia. Pero, ello, no lo habilita para decir lo que dijo. Es un discurso típico del arribista colombiano. ¡Claro! Don William sabe que en estos momentos tiene demasiado que perder y en consecuencia más le vale el silencio y la tartamudez histórica. Todo un viraje de la franja amarilla a la franja azul de metileno, como hubiera dicho don Mariano de Melgarejo, aquel del caballo que se orinaba en la cara de sus beodos ministros peruanos. La suya es una intervención erudita que no dice nada de la actual Venezuela por miedo a la izquierda y también por miedo a la derecha. Una camaleonada perfecta. Todos los autores mencionados en su discurso están muertos y, de Colombia, menciona sólo a García Márquez, por el sólo hecho de que él, el oidor don William Ospina, no está por encima de él. De no ser así, tampoco lo habría mencionado. No olvido que cuando ganó las elecciones Obama, esa misma noche el diario El Espectador estaba publicando un texto del oidor dedicado al ilustre líder de las negritudes norteamericanas. Tenía el artículo listo con antelación. Imagino que la Embajada norteamericana lo invitó a la posesión.

Pero, bueno, lo cierto es que el tal oidor no dijo nada relevante en Venezuela. No fue capaz de referirse a los conflictos latinoamericanos, a los tratados de libre comercio, a la instalación de bases norteamericanas en la independiente, hace doscientos años, Colombia; a la crisis aterradora de la economía y la sociedad venezolanas; a la ignorancia de Evo Morales; al analfabetismo de Daniel Ortega; a la pésima formación intelectual de Rafael Correa; al entreguismo descarado y arrodillado de Alan García, el presidente que en su primera elección y en plena posesión, cuando era consecuente, negó el pago de la deuda externa a la banca internacional; hoy, gran amigo de nuestro mandatario.

Producen risa estos autodenominados líderes latinoamericanos, cuando quieren reelegirse indefinidamente, es decir, ser tiranos. Lo escandaloso de todo es que lo hacen a nombre del Libertador. ¡Qué cinismo! Olvidan lo dicho por nuestro gran Simón Bolívar en el discurso ante el Congreso de Angostura: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle, y él a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía”. En fin, el suyo fue un discurso ahistórico, mediocre, agazapado, arribista, cuidadoso, propio de quien está empeñado en cuidar los privilegios que da el poder del prestigio y, también, por supuesto, en protegerse con el silencio.

Uno puede tener mucho prestigio como artista, el oidor don William Ospina lo tiene, pero puede ser, también, independiente, asistir a fiestas, emborracharse con el poder político, aceptar cargos diplomáticos, compartir con el establecimiento, conversar, opinar, controvertir; es decir, tener grandeza. Eso lo han practicado valiosos escritores y artistas del mundo, consentidos por el poder, pero, insisto, se debe conservar y defender la independencia. Esta es la forma de ganarse el verdadero respeto, no con el manoseo que gusta tanto a los intelectuales colombianos a cambio de que les otorguen alguna canonjía, llámese embajada o agregaduría cultural. Un artista puede ser independiente y gozar de los más altos reconocimientos del Estado. No pasa entre nosotros. La mayoría cree que para acceder al respeto tiene que renunciar a su voz, a su discurso, a su ideología. Eso ha hecho mucho daño en la formación de la nación colombiana. Ha destruido mucho nuestro criterio como nación civilizada. Ellos han hecho de su vida y de su voz, una verdadera renuncia.

De manera, pues, que cuando llegamos al 20 de julio de 1810 muchas cosas habían sucedido en los campos tributarios, jurídicos, sociales y violentos. Ahora bien, es bueno recordar que en el Acta de Independencia de 1810 nuestros revolucionarios criollos juraron seguir derramando la sangre por su majestad Fernando VII y por la religión católica, madre de todas las doctrinas colonizadoras en América Hispana. La nuestra fue, en consecuencia, una independencia a medias, un escarceo, un amago lleno de miedo, de terror. Y es lógico. No se crea que era un santito don Juan Sámano. ¡Jamás! Era un asesino del más alto perfil, excelentemente calificado. Esa turba chapetona española era sangrienta. Además, porque ideológicamente, desde los comienzos de la colonización, se impuso en los nuevos territorios la doctrina militar del terror, de la misma manera que en los tiempos modernos lo hizo la Escuela de las Américas desde Panamá. Es que nada es nuevo en estos lares.

Qué cosa tan aterradora debieron enfrentar nuestras gentes, nuestros líderes, nuestros campesinos y hombres del pueblo, en la llamada reconquista española. Nunca aceptó España la intentona de independencia de 1810. Recordemos cómo van cayendo uno a uno nuestros próceres. Asesinados, encarcelados, fugitivos, desterrados, despatriados; pero, finalmente, caídos. Camilo Torres, protagonista del 20 de julio de 1810, con un tiro por la espalda en 1816. Antonio Nariño en la Prisión Real de Cádiz. El sabio Francisco José de Caldas, fusilado por la espalda en el que es llamado hoy Parque Santander de Bogotá. Es memorable la frase del realista Pablo Morillo: “España no necesita sabios”. Zea estuvo también preso por cuenta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, con otros patriotas. Acevedo y Gómez, el llamado Tribuno del Pueblo (recordado por su famosa proclama del 20 de julio de 1810: “Si perdéis estos momentos de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes: ved —señalando las cárceles— los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan”), murió escondido entre los indios andaquíes, en las selvas del sur del país en 1817, huyendo del régimen del terror impuesto por Pablo Morillo. Igual suerte corrió Emigdio Benítez. Y así, es infinita la lista de persecuciones y asesinatos en la famosa reconquista. Y es que asesinos de la calidad de Pablo Morillo son difíciles de conseguir, pero vale la pena, para el régimen, conseguirlos. Ahora, ¿qué tal un José María Barreiro? La acción de Simón Bolívar y sus amigos fue, sin duda alguna, una verdadera gesta revolucionaria. Es que la independencia de España fue un baño de sangre de muchos años.

Cuando Bolívar libera a Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, tentado incluso a dirigirse a la Argentina a darle la mano a don José de San Martín, ha pasado por nuestro continente excesivo dolor. No olvidemos la muerte de su gran amigo y sucesor en la Presidencia de Colombia, Antonio José de Sucre, muerto también de un balazo por la espalda. ¡Ay, balazo!, exclamó el Gran Mariscal de Ayacucho en su último estertor. Bolívar sufrió demasiado. Si tuvo momentos de solaz con hermosas mujeres, fiestas populares a su llegada a tierras liberadas, fama, correspondencia importante y otras satisfacciones, es indudable que su alma estuvo cercada por el dolor de la condición humana. Nada más ver la forma tan vil como trató de asesinarlo el general Francisco de Paula Santander, ese agiotista desvergonzado que se atrevió a dejar el testamento más ignominioso que conozca la historia. De no ser por Manuelita Sáenz otra sería la suerte de la Nueva Granada. Nunca nos hemos preguntado qué hubiera pasado si Santander logra su cometido. Pero lo más grave de todo, es que muerto el Libertador de tuberculosis y, sobre todo, de tristeza (“La ingratitud me tiene aniquilado el espíritu habiéndole privado de todos los resortes de acción”, escribe en carta a José F. Madrid el 16 de agosto de 1819), el dolor siguió y siguió como una sombra cuando el sol declina, recordando al padre Choquehuanca.

Somos un continente de dolor sangrante, más que de soledad. Vinieron los egoísmos, las traiciones, las luchas intestinas por el poder en las nuevas clases sociales, los José Antonio Páez, grandes con la lanza y pérfidos en lo político. La carnicería entre centralistas y federalistas fue desgarradora en las tierras que recién habían expulsado al imperio español y sus asesinos. Así atravesamos todo el siglo XIX, de guerra en guerra, de cansancio en cansancio y de traición en traición. Mientras Mosquera asesinaba al general Obando, Bolívar se estremecía en su tumba del olvido en Santa Marta. Se desvanece por completo el sueño bolivariano de unidad, igualdad y fraternidad. En la mitad del siglo XIX tuvimos varias guerras civiles. Nuestra división fue total como nación. Hasta un poeta romántico como don Jorge Isaacs estuvo vinculado a las refriegas de la época. Ya en 1900 se arma la guerra de los mil días, entre los colombianos. En 1903, nuestra oligarquía vende a Panamá para complacer al gobierno americano, mientras el presidente Marroquín se dedica a pulir un verso en su hacienda Yerbabuena. Vale la pena recordar su respuesta a los críticos cuando se perdió Panamá: “¿Y qué más quieren? Me entregan una república y yo les entrego dos”. El cinismo es total, el odio por el pasado, la negación de nuestro heroísmo, del sacrificio por ser, por tener una voz. La burla de las burlas. En 1933 afrontamos la guerra contra el Perú que quiere quitarnos un pedazo en el Amazonas. Le toca al presidente Enrique Olaya Herrera. Llegamos bien descompuestos a los años cuarenta con intentonas de reformas agrarias como la Ley 200 de López Pumarejo. Posteriormente se desata la otra violencia, la del machetazo, el corte de franela, la izada del feto, la desaparición y la tortura, entre liberales y conservadores, entre rojos y azules. De triste recordación Sangre Negra, El Cóndor y El Guatín, entre otros personajes siniestros, hijos de la ignorancia y la actitud criminal de los dirigentes liberales y conservadores. El asesinato de hombres ilustres toma forma de nuevo. Cae en Bogotá a pleno mediodía, de varios balazos, el candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán. A los pocos años, con más de cuatrocientos mil crímenes en las ciudades y campos colombianos, se logra una pacificación mentirosa obtenida con traiciones y más asesinatos como el de Guadalupe Salcedo en Bogotá, atribuido por algunos historiadores al liberal Carlos Lleras Restrepo y otros políticos de alto rango nacional.

Llega el Frente Nacional con toda su carga represiva. Se impone la alternancia en el poder de los dos partidos tradicionales con exclusión de cualquier otra forma del accionar político. Se fortalecen las guerrillas nacidas en las filas del liberalismo. Terminado el Frente Nacional de 16 años en 1974, con Misael Pastrana Borrero, empieza otra violencia peor: la del narcotráfico. A los bombazos y estalladas de aviones de los años ochenta, se suma el activismo guerrillero que toma y destruye pueblos, secuestra y asesina soldados y policías. Y como si fuera poco, surgen los paramilitares, auspiciados por el Estado y enfrentados de manera sangrienta a las guerrillas. Son miles sus muertos. Fusilados, cortados con motosierras, desangrados en todas las formas, arrojados a fosas comunes. Miles de inocentes campesinos, obreros, estudiantes, sindicalistas, trabajadores, miembros de partidos políticos de izquierda, candidatos presidenciales, son víctimas del nuevo orden que se impone en el territorio nacional con el silencio del establecimiento, su cómplice solapado.

En esas condiciones, arribamos al siglo XXI. Bañados en sangre, separados, divorciados, lejos de cualquier ideal bolivariano de unidad y reconciliación. Nada ha cambiado en estos nueve años del prometedor siglo que fue recibido con luces multicolores anunciantes de esperanza. Se firmó un Acuerdo de Paz con los paramilitares que ellos mismos han denunciado como una traición. El accionar de las armas de todos los bandos crece en los campos y ciudades. La vorágine no se detiene. Sigue la agonía, el lamento, el canibalismo. Nada hemos avanzado. Lo contrario, retrocedemos con indiferencia, sin alma, sin sueños, sin magia. Sin ninguna capacidad de reconstrucción, de mirar al frente; sin deleitarnos en la ilusión y la esperanza, esas dos palabras hijas de los dioses.

Los actos de negación se nos repiten cada día. Seguimos crucificados, mirando hacia abajo, sin horizonte. O como murciélagos, observando apenas la sombra de la silenciosa noche. Unos verdaderos dráculas acostados entre la mortaja, huyéndole a la luz.

Ya no necesitamos poetas ensimismados, encerrados, escritores para adentro, rendidores de culto al malditismo. Estamos agotados de poetas malditos anacrónicos, renunciados al mundo, divorciados del hombre. Exigimos poetas para el mundo, pues el poeta tiene que ser ante todo un hombre.

Acaba de firmarse un acuerdo para la instalación de siete bases militares norteamericanas en territorio colombiano, que nos convertirá, gústenos o no, en un escenario geoestratégico para la confrontación regional. Bolívar no quería eso. Mientras tanto, se sigue escribiendo mucha poesía, publicando mucho libro, pero con pocos poetas a bordo. Es una realidad. Unos, escriben aserrín. Otros, plagian autores europeos de hace doscientos o trescientos años, para descrestar bobos, para copiarse como negativos. Y otros más, que ignoran dónde están parados. Los restantes, víctimas de una ignorancia, un narcisismo y una pedantería mariconas. Todo ello, mientras el oidor o regidor o comendador don William Ospina, escribe discursos inanes para señoras amantes del tresillo y publica elegías de varones ilustres de Indias que le permitan ser invitado a la Casa de América en España. Otra gran burla.