Letras
Canciones humildes

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Un niño

—Madre, anoche oí
a los ángeles cantando.

Raquel mezcla la harina
y el aceite.

—¿Ah, sí? ¿Y qué cantaban?

—Algo sobre la gloria
de Dios allá en el cielo
y la paz de los hombres
en la tierra.

—Ah.
Y no se detiene
la atareada mujer
en sus labores.

—Madre, y hasta he visto
a los ángeles.

—Claro, Samuel, claro, mi niño.
Atiza el fuego y sigue con su masa
de harina.

—¿Y en dónde fue todo eso?

—Cerca de aquí, en el portal de Isaac.
Una pareja se cobijó del frío
y anoche nació un niño.

—¡Samuel, tus sueños! ¡Cómo sueñas,
pequeño! ¡Cómo sueñas!
Y coloca pedazos
de masa en el rescoldo.
Pronto, el padre y los hermanos
de Samuel dejarán un momento
sus ovejas, vendrán hambrientos,
en busca de un bocado.

—Madre, anoche vi una
gran luz allá en el cielo.

—Seguro fue la luna, Samuel.

—No, madre, no. Era una
inmensa estrella.
Brilló sobre el portal de Isaac,
donde cantaban ángeles,

—Claro, Samuel.

Y mueve
los pedazos de masa junto al fuego.

—Madre, anoche, he visto milagros.
—Sí, mi niño.
—Los he visto.
—Los viste en sueños, Samuel,
quizás tenías hambre.

—Madre, he visto a los ángeles,
escuchado su canto
sobre la gloria de Dios,
allá en lo alto.
¡Y vi brillar la estrella!

—Por supuesto, Samuel,
mas, ahora ve a la fuente
y trae un poco de agua.
Los hombres llegarán
con hambre y sed,
tú ve, corre por agua,
la comida está lista.

—Te digo madre que anoche...

—Sí, mi Samuel. Eso fue anoche,
ahora, ve a la fuente.

 

El agua

Siente el cuerpecito
de Jesús,
que se hunde, tibio,
en sus ondas
cristalinas.

¡Ah, si pudiera quedarse
para siempre
con ese Niño,
que percibe
viene de lo eterno!

 

La piedra

La joven madre
ha posado su planta
en ella,
en esa leve piedra,
mientras iba por un cántaro
de agua
al riachuelo.

—¡Señora!
Si usted quisiera
grabar esa pisada
en este cuerpo,
inerte en apariencia,
que suspira
por esa eternidad
suya, Señora,
que apenas
ha dejado
breve huella.

 

El asno

Tenía en el pecho
como un saco de rebuznos.

No se atrevió
a sacárselos de adentro,
ruidosamente,
como lo hacía siempre.
Le daba pena
despertar al infante
dormido.
Era un sol
sobre el áspero
y seco pienso.

 

El buey

Si él, tan manso, tan sumiso,
pudiera hablar,
seguro que diría algo como esto:

“Y yo, Señora,
hoy no podré trabajar
y quién sabe si mañana
tampoco
y pasado mañana
y el resto de mis días...

¿Para qué hacerlo
después de haber visto
lo que los hombres llaman
la gloria del Altísimo,
y rumiarlo larga,
interminablemente?

Seré un mártir, Señora.
El primer santo
buey
del mundo entero.

Me darán y darán
de muchos palos,
pero ya nunca podré
dejarme uncir a un arado
luego de haber calentado
con mi aliento
al hijo del Señor
del Universo”.

 

El velo

Le había regalado Isabel,
su prima,
la mujer de Zacarías,
cuando enterada
de que esperaba un hijo,
Ella fue a visitarla.

La recordaba
vieja, feliz y embarazada:
“¿De dónde a mí que la madre
de mi Señor
haya venido?”.

Y se abrazaron,
llenas de ternura,
y en el vientre de la prima
estéril,
se agitaba el Bautista.

Al despedirse,
colocó tiernamente
en su joven cabeza nazarena
un velo fino como tejido
de la luz y el aire.

—Viene de lejos, dijo,
de algún lugar
cuyo nombre he olvidado,
y como ella intentara rechazarlo:
te va muy bien, mujer,
te hace más bella.

Y sonrieron, mientras
se separaban.

—Adiós, María.
—Adiós, prima Isabel.

Cuando Él iba a nacer,
allí en ese pesebre
donde comían las bestias,
la madre tendió el velo,
su tesoro,
sobre el heno,
a que el pequeño no tuviese
una cuna tan áspera.

 

El pienso

Las pajas han crujido,
ligeramente,
cuando la joven madre
reclinó
sobre ellas
a su Niño.

Mañana
serán el alimento
de bueyes y asnos
que duermen allí cerca.

¡Si supieran
que por unos minutos
o unas horas
han sido el centro
del mundo y de la historia!

¡Si adivinaran que
soportaron el peso
de Dios
en ese infante!

Mas lo ignoran,
muy humildes,
se quiebran,
se amoldan,
al cuerpo casi sin peso
del recién nacido,
como las nubes acunan
las estrellas,
dulce,
calladamente.

 

La música

Nacía
en una leve
flauta de caña,
pero el pastor
volcaba
en su tañido
el alma entera.

Se perdía
el sonido entre las sombras,
confundido
con el ruido
de las aguas,
con el grito
del viento
y la lechuza,
con el murmullo
del grillo y el arroyo...

Pero el pastor
pensaba
en ese Niño
al que cantaban
ángeles
en la noche,
y ascendía
en la música
de su sencilla flauta,
hasta los cielos.

 

El rayo de sol

“Perdón”, dijo y se abrió
paso entre las pajas
que cubrían
el techo
del establo.

Algo había oído
de la noche anterior,
de sus prodigios,
quería
ver al causante
del celestial
barullo.

Se quedó extático
ante ese infante
dormido en el pesebre,
lo besó dulcemente
y se volvió
para siempre
al firmamento.

Sintió que nunca más
podría iluminar algo
en la tierra,
pues había rozado
el Paraíso.