Su recuerdo más antiguo proviene de un pequeño cajón donde guardó —por primera vez— un regalo de cumpleaños que le dio su padre. Piensa que ha pasado casi un siglo. Tiene en sus manos las esferas transparentes, verdosas, y recuerda que la primera vez que jugó con ellas su padre lo observaba —pensativo, complacido— desde el fondo del patio. Todas sus cosas tienen para él un color especial, un aroma que las envuelve, un fragmento palpable de su historia. Por eso nunca pudo desprenderse de nada. Su habitación se fue haciendo más pequeña, su tránsito más difícil y complejo. Sólo él podía entrar y moverse en ese diminuto espacio colmado de objetos. Una angustia terrible lo invadía de sólo pensar que algunas de sus pertenencias tendrían que irse a la basura u otro espacio que no fuera el suyo. En su pesadilla más recurrente y aterradora, los límites de su habitación se hacían visibles, y se veía de pie, sitiado, cercado por los objetos, ocupando únicamente el espacio necesario; su padre lo llamaba desde la cocina y él, espantado, se veía en la obligación de tomar una decisión, deshacerse de varias de sus pertenencias para abrirse camino hacia su padre. Atesoraba todas las cosas que llegaban a sus manos, desde la más extravagante, como un reloj de pared con grabados de oro que heredó de su tía, hasta la cosa más intrascendente del mercado. Su espacio se hacía cada vez más estrecho, y cuando ya su habitación se hizo definitivamente impenetrable, los objetos comenzaron a invadir el resto de la casa. Pensaron que había perdido la razón, y entonces —por insistencia de sus padres— comenzó a ir a un especialista. Luego de algunos meses de consulta, ya tenía una larga colección de récipes médicos que jamás salieron de su casa.
Todos terminaron por irse de su lado, la casa los fue desalojando poco a poco. En los pocos centímetros de espacio que le quedaban, este hombre —solitario, silencioso— sólo podía escuchar sus pasos torpes, pesados. Se sentía sin embargo acompañado por los recuerdos que se desprendían de cada una de sus cosas, las repasaba una y otra vez, las contemplaba, las cambiaba de lugar para justificar sus presencias. En sus últimos años decidió no salir más de la casa, por una necesidad de repasarse se volvió tal vez un objeto más. Al poco tiempo lo invadió una fuerte tristeza, pues nada nuevo tenía ya que guardar. Sus cosas empezaron a callar, a guardar silencio ante sus pasos. Tenía la sensación de haber perdido algo, la necesidad de buscar entre aquellos escombros ese objeto olvidado que le quitaba la tranquilidad. Pasó años enteros escudriñando cada rincón de ese laberinto inanimado que era su casa, buscando sin saber cuál sería su destino, aterrado de no encontrarlo, de haberlo perdido definitivamente.
Su nombre escrito en un viejo cuaderno lo sacudió de repente, lo sintió como un golpe, como un temblor, como una caricia luego. Se dio cuenta entonces de que podía también guardar palabras, de que esa tarea —vasta e inagotable— podía devolverle aquello que había perdido. Sólo tenía que comenzar a nombrar, a decir. Una sonrisa desvió el curso de las líneas grabadas en su rostro; siempre habrá algo que guardar, pensó. Empezó con la palabra vocal, la escribió grande, con manos temblorosas, ocupando toda la página. Luego cada una de las vocales, repasando suavemente sus bordes, sus curvas, celebrando el milagro de poseer todo aquello que el espacio no permite. Debajo de la a las palabras árbol, acantilado, arena. Recuperó la voz y su casa se hizo más grande, sus paredes de vidrio, sus manos el mundo. Finalmente, se detuvo en la palabra tiempo, y un escalofrío inesperado le llenó las manos de sudor. Aterrado, completamente desconcertado, se quedó mirando cómo la hoja caía lentamente al suelo.
(de Qué impertinente manera de volver, 2007, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela).