Letras
De la soledad

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Si fuese posible dibujar la soledad, ésta debiera tener los perfiles de la anciana que, sentada en la silla de mimbre, junto a la ventana, mira hacia la calle. Advierte la difusa línea vertical que rehíla y centellea; contempla la antorcha encendida que deviene en muchacha ceñida por el viento y el vapor de la calle; de lado y lado lugares de habitación sedimento de un cielo de tintas cambiantes según se desprende de los cerros orientales de Bogotá.

Para la anciana la muchacha es también agujero de bordes cenicientos, abierto a la existencia de una atmósfera isobárica e isócrona desde la cual partir de la línea vertical que fija su atención en los fulleros glúteos de quien sabe de equinoccios y eclípticas, de soles ecuatoriales y esferas celestes con los cuales el trazo rápido de arriba abajo se apaña erguido: línea de sombra necesitada de verterse en sopa espesa sobre la concha bivalva desbordada de moluscos. Y eso lo sabe la anciana que entonces se quiere trasmutar en lisura prensada de miradas lúbricas.

El viento lleva de un lugar a otro, papeles, polvo y humo de carros, al tiempo que pone de manifiesto en la vibración de la línea vertical y de la anciana las piernas de la muchacha. Al principio de una nueva cuadra, la línea guarnecida de ciudad empieza a definirse, ya no trazo vertical, hendija gris en la tarde, más bien brochazo firme y vigoroso sobre la tela del aire. Finalmente el brochazo se trasmuta en hombre. La mujer en la ventana, por su ceguera, lo detiene en sus ojos como chorro de luz rosada salpicada de puntos negros, grises y melados.

La anciana siente la soga de los años acumulados sobre el reino que la apaña premiándole su equilibrio. El aire en sus brazos y en su pecho caricia de hombre que hace tanto, mucho tiempo no tiene, no regresa o no la busca. ¿Qué posee en sus pliegues, en sus promontorios, en los socavones de su piel-alma para que se resista a ramilletes de brazos masculinos que se movilizan en las calles que ella se niega a recorrer cada vez menos para no saber el vuelo de una mirada sobre las prolijas telas que la cubren?

Ella, ahora, es cárcel y los barrotes tienen la dimensión de su miedo, de sus recelos hacia todo cuanto le huele a sudor de hombre. Potros con cascos de plata la pisotean toda vez que sale de compras, la mortifica el tintineo del metal de la herradura en las calzadas cada vez que su cuerpo, por rigores de concentración, selección y acumulación de viandas en los supermercados, la conduce por lo que a ella le parece un sartal de huevos de iguana que algún niño, apretado de abandono, arrastra con su hambre mugrienta por el solar de la casa y bajo mamoncillos.

Ella no ha comprendido que el agua se vierte o se recoge, toda vez que el hombre atrapa una mariposa, para emprender vuelo por el camino al néctar de los elementos que surten heridas y esperanzas compartidas. Agua para conjuntar sueños, somnolencias, hostigantes veranos o inviernos bajo la ducha que diariamente se lleva lo que pudo haber sido y aún es en tardes y mañanas apretadas de frío.

La ventana desde la cual la anciana abarca la calle está en un segundo piso de una casa y afuera de ésta un jardín que quiere serlo pero no llega a ello pues la mano de la mujer no posee la savia de los elementos que se enamoran del colibrí, del cucarachero, de la tórtola, del nido que se calienta de plumas y gorjeos que buscan acoplamientos.

La calle es rectángulo que cambia a aristas, a obtusas encrucijadas, varía cada vez que el hombre y la muchacha avanzan, él desnudo y ella con la falda metida en vientos que quieren levantarla. El sol viene dando tumbos desde vientos de casas cerradas, de andenes irregulares, de calzadas cuarteadas, hacia la mujer que acomoda sus nalgas para disponerse a descansar con los ojos puestos sobre la calle y su domingo a cuestas.

Hombre y mujer desprevenidos llegan a la calle, desprevenidos se van. Tal vez se alejan en busca de un amor o vienen de él. Tal vez han salido a empantanarse de soledad en lo incomplexo de ese domingo desasido de ellos.

Calle y almas llenan los ojos de la anciana. Ojos que van de la deriva de la muchacha que se inclina a recoger algo del andén, a la aleatoriedad del hombre que ve en las piernas de la muchacha prendas de tela que se rasgan y caen a sus pies de caminante insomne. Fumarolas de volcanes se arremolinan en esas piernas.

Colmado de desperdicios el pecho de la anciana; el viento tropieza y se arruga. Ella parece no tener nada que hacer con el surtidor de su silencio que se derrama sobre los muebles de la casa. Sus manos, quietas en el regazo, descansan de la ropa que planchar, de los platos que lavar, de la escoba que barrer. El tiempo es una superficie estriada sin canecas para la basura, sin canastas para la ropa, sin lavaplatos para limpiar trastos y trebejos, sin escobas para darle lustre al instante que la recoge arruga tras arruga junto a la ventana. Sus manos ya no moldean el fuego o la luz en la línea de los días y las noches acumulados en su carne que se seca. Desierto de cárcavas y en ellas la serpiente apaciguada. Osada en otro tiempo ya no tiene caminos para esperar.

No recuerda temblor alguno cuando el hombre la miró. No sabe de una mano recia en su mano que, a tientas, buscara las paredes de sus gustos, los escondrijos de sus deseos, el despeñadero de su pasión. No supo de emociones que tantearan sus puertas para entrar en ella. No tendió puentes o hilos, no guió, como Ariadna, a un hombre para vencer laberintos y tensiones en las peligrosas astas de toros enfundados en pantalones de dril. Los lazos que confeccionó, para hacer posible la llegada del hombre, se pudrieron en algún lugar de su infancia, en la boca asustada de una madre que le dijo: Árbol y tierra aberraciones de los sueños.

El padre, la madre, dos hermanas y ella. Las hermanas se fueron con hombres para no volver a la madre; supieron que regresar es morir la carne en sopa de soledades y aroma de moho. El padre, en uno de esos días de no recordar, salió de casa; acaso otra casa le abrió puertas y otra mujer le permitió otros regocijos. Entonces ella y la madre para inventarse en los espejos fantasmas con los cuales estirar la cuerda por el interior de ellas mismas. Después, la madre, un ataque fulminante al corazón para recordarle que, a pesar de los años, la vida sigue siendo breve e ineluctable.

Ahora su soledad se compone de altivos y obsesivos odios al padre; ha creído siempre que éste maltrataba a su madre en largas noches de insomnio; atenazándola con sus piernas, hiriéndole el cuerpo a besos, las manos desarrugando monotonías acomodaba la serpiente en el nido. Luego la ponzoñosa voluntad hacia los maridos de las hermanas que la miraron aborrecer a los hombres, sin decirle nada, pues sabían cómo, en grado superlativo, cubría sus pechos y sus muslos con prendas y prendas de vestir.

Exenta de ser observada. Pírrica victoria para tenderla sobre la calle y luego recogerla para armar de nuevo su rompecabezas de salmos y silicios. Sola, en su soledad, la calle no sabe de ella, sin embargo ella sabe de la calle. No la saben ni el hombre ni la muchacha. Y está bien. No es necesario. Al deseo no le hace falta una viuda de negro.

¡Ay!, ella. Lo primero línea vertical, luego brochazo rosa y puntos oscuros; ay, se exalta, un hombre desnudo. Desnudos los pudores la avasallan. Tiembla contrariada, salta de la silla, el cuerpo se le escapa de sus ojos al saber lo que el hombre tiene detrás de la muchacha. Se precipita al armario y, urgida, extrae una manta; regresa a la ventana. De pie, sin sentarse en la silla de mimbre, el cuerpo del hombre se trasmuta en destello de luz que la penetra, agobia y somete a un intenso calor que se le explaya por el cuerpo.

Mira dentro de la casa como buscando la memoria de su madre en lucha intensa y sudorosa debajo de su padre. Acaso ella la pueda rescatar de la calle. Se piensa observada observando la desnudez que la atolla en el lodazal de sus fuegos apagados que ahora afloran para traicionarla. Agua sucia de valentías matadas antes de surtir sensaciones entre sus muslos; vientre donde no hubo espigas de trigo ni naranjos que florecieran frutos, olores y sabores de polvo húmedo y enamorado.

Tensa, arrebol en sus mejillas antes pálidas, se sienta, se levanta prontamente. La ventana abierta, de par en par las cortinas, la dibuja para los ojos de la calle. Lo último que desea. Tiemblan sus manos, tiemblan sus pasos para alejarse de la ventana. La carne húmeda se le curva; las emociones vienen saetas y se entierran en su sangre. Sus ojos sólo conocen hombres sin sexo.

Ella no untó su boca en otra boca; casas de estrellas sin firmamento. No se atrevió a pintar payasos en la pared; miedo de dibujar la cintura abajo, y algo más.

Obsesionada por hacer y que le hicieran el amor, se consumió en su propio fuego. Inventó su propia salsa. Imaginó a sus hermanas padecer a hombres y vio a su madre padecer a su padre, y en este tormento de querer llegar a ellos, se perdió en el camino que va de la sala a la alcoba. Su signo, la cobardía, la negación de todo cuanto pudiera estar marcado por el dolor que infligen otros. El presentimiento más fuerte que el hecho concreto, el espejo más real que quien ahí, frente. No quiso, así, echarse calvarios, prefirió a la madre, depender de ella, saber de ella. De este modo volaron por cielos paradisíacos sabiendo poco de sus mutuas soledades.

Ella, mujer de la ventana, no sabe de su poder para dar, para recibir, pero sí comprende su fuerza para negar, de no dar de su cuerpo lunas ni bicicletas bajo la luna. Ella ha estado en su cuerpo sólo para recostarse, para dormir entre la sangre y la piel y despertar en la baba espesa que limita con paredes y ventanas como desde la que ahora la deja mirar la desnudez del hombre detrás de la muchacha de piernas acarameladas.

Ella, apenas ha visto en televisión y en revistas el promontorio detrás de pantaloncillos. Ella ha sabido cómo su cuerpo se llena de cosquillas e hilos calientes que le enlazaban la cintura. Entrevero de muslos y luces correosas le hacen temblar las manos. Emancipados sus jugos íntimos bajan por sus muslos o se quedaban en sus pantaloncitos olorosos a ausencias de sudores herméticos. Ella no comprende que son señales de la carne, procesos naturales que el televisor le lanza desde el arco iris de la pantalla para sostenerla despierta.

La madre le dijo, no se acerque a los hombres porque la queman, porque le exprimen la flor de su roja ternura y, luego, adiós, en otra estación es posible que no nos veamos. Lo creyó, a pesar de que el matrimonio de sus hermanas no eran despedidas, no eran ausencias.

Está a punto de desvanecerse, de caer sobre el frío de su desmayo como un costal lleno de papas, zanahorias y remolachas, en un mundo oloroso a cebolla frita, a manteca recosida de cerdo. Se contiene, domina la náusea porque su cuerpo le dice que sí, que hay que mirarlo, que hay que saberlo dibujado milímetro a milímetro en la calle, todo él dimensión y fragor de sol en sus muslos, en sus hombros, en sus caderas, en su pecho de animal que husmea el aire para saber conducirse hasta la presa.

Sí, estragada y temblorosa se pone de pie; sus pasos chasquidos circulares en la sala, sus brazos parábolas para correr cortinas. Vacilación entre alejarse de la ventana o regresar a ella. Primero se acomoda detrás de la silla. Lucha su conciencia entre alejarse o quedarse en la ventana, culpándose de saberse mirada por otro en su propia casa. Sin embargo siente los ojos de la madre, están ahí para vigilarle su deseo, su incertidumbre.

Escapar sí, pero a dónde, la imagen está fija en sus ojos, en sus entrañas que le responden soltando quejas.

Sabe ahora que cultivó semillas secas, que hizo trampas al llamado de su pubis en sus manos, a roces de palomas entre sus piernas, a picotazos de pájaros carpinteros en las ramas de sus piernas, a su nido que, a gritos, pedía la llegada del polen hecho fuego. Entonces decide quedarse; pero no así, a la intemperie, no que el otro la vea, u otro, en la calle, o la muchacha de cuyas piernas el hombre va agarrado.

Para quedarse corre las cortinas; pero no pudo ver nada, así que dobla un costado y deja luz suficiente para asomarse y la luz le dibujó al hombre; finalmente ella mujer que mira desde la ventana a un hombre desnudo.

Mujer, anciana, cosecha multiplicada de deseos que la columpian desde la ventana a la calle y la llevan a caer al lado de la muchacha para hacerse muchacha que se detiene y espera al hombre que, lentamente, sumerge su desnudez en el cuerpo de la mujer; encendida casa de murrapo en la ciudad.