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Casandra

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La ropa blanca tendida al sol me ciega. Me transporta al cielo con sus nubes de luz y al mar con sus intrusos navíos errantes. Transportan víveres y mi desolación. Ahí va él, mi Simón, ajeno al tiempo que lo separa de mi costa, indefenso ante el letargo de la marea que ha de arrastrarlo a su perdición.

Esperaré puntual en la orilla su regreso. Volverá, llegará nuevamente el navío a mi costa pletórica de caricias y susurros. Esperaré incansablemente hasta que vuelva, sin tregua, sin desesperanza, hasta la muerte, aun incluso ante la burla de la gente. Yo lo esperaré hasta que vuelva... Pero esto nunca sucedió. Pasó aquella mañana echando sus redes al mar, en espera de encontrarlo, limpio y fresco como era, hermoso, como lo veía. El mar siguió su curso, creció al caer la noche y por la mañana sus crestas casi la golpeaban contra los riscos de la costa. Pero Casandra permaneció firme, a la espera, con el velo cubriéndole la faz, de pie, como un árbol que extendía sus ramas hacia el sol. Pasaron varias noches, la marea crecía y decrecía, como el palpitar de su pecho, que parecía emitir un ruido como de pájaro herido que se resiste a morir. Nada, ni el viento monzónico pudo embestirla, y pasaron interminables cambios de estación que sólo consiguieron petrificar su figura enclavada en el muelle.

Me quedé ahí, mirando el profundo abismo que se tendía a mi vista. Pétrea, solitaria como una playa sin mar, pero erguida aún, indispuesta a lanzarme al fondo de mis cavilaciones y dudas, indispuesta a dejarte marchar. Las banderas ondeaban sobre las olas, verdes, amarillas, pero no las tuyas, Simón, que eran de un blanco insoportable a la mirada. Nunca más resurgiste del mar, que te devoró, y junto contigo huyó también mi razón. Quedé ahí como una barca derruida amarrada al poste del embarcadero, dejándome golpear por las olas y sumergiéndome de vez en vez en el sopor que ululaban las caracolas. Al final, una noche mis ojos vacíos se cerraron y dormí.

De la vigilia al sueño el paso es lento. Del sueño a la pesadilla sólo un salto... Y salté. Los demonios de la Moira me enseñaron tu navío destruido, tu cruz y tumba acuática, tu hermoso y frágil rostro tostado por la marisma y el astro rey, era ahora sólo un sumidero púrpura con los ojos abiertos. Y desde entonces sólo deambulo como oscura golondrina cautiva en un cambio perpetuo de estación. Alzo el vuelo apenas, y regreso al campo, prisión de espinas que atormentan mi dolorido corazón. Un demonio de ojos azules y cabellera ardiente, un vórtice de desolación, una bandera exigiendo tregua, un cadáver anhelando amor, y correteo las ropas blancas, las descuelgo, les exijo que me lleven al barco que aquella tarde nos perdió.

Miro, sólo miro. No he hecho nada más que mirar con mis ojos vacíos. Me oculto, me escabullo, me confundo con una serie de nombres y atributos que no atino a comprender y me dedico a mirar.

Las calles han perdido su forma, y lo que otrora fuera un camino recto se ha tornado un sendero sinuoso que me lleva ante los espejos de los otros ojos. Vago solitaria sobre el lomo de mi Moira y recojo la tristeza y la alegría de las cloacas y también aspiro su intangible e inmunda sencillez. Tu partida me deshizo, Simón, y aunque no fue culpa tuya que el barco sucumbiera ante el embate de la ola, te culpo a ti de mi delirio, de mi maldita condición. Desde que partiste he sido maldita, aunque maldito también fue mi nacimiento en esta villa, de esta madre y de aquellas concubinas de la prisión de amor. Desde el muelle hasta mi muerte se me ha impedido todo viso de cordura y ahora, con mis ojos vacíos y mi boca llena de palabras, sólo me está dado decir y gritar vergüenzas, desvaríos, mentiras y atrocidades en el tiempo y el espacio en que el linaje se ha desdicho y desdichado vaga en busca de otro pecho que le dé cabida. Y sí, Simón, maldito también seas tú en tu profunda morada, que los peces aniden en tus oídos y te griten mi vergüenza y mi desgracia, que tu culpa sea la misma que me ha conducido a esta triste condición, retuércete también en tu tumba con el recuerdo de mi amor...

 

A la luz de la luna sonámbula entre las callejas los pasos de Casandra giran, saltan de un recuerdo a otro y vuelven, siempre con cierta elegancia de loco, a rodar cuesta abajo hacia la insignificancia. Nada son para ella paredes o cercas, pues presurosa las traspasa, verifica y viola. Aprendió joven a no respetar intimidades ni frivolidades, y ahora, libre como el viento o los trazos luminosos de la luna sobre las sábanas, va Casandra ahuyentando el desamor y la tristeza que la acechan desde los quicios de las ventanas...

Tapatín ton tin, trip trap trop zzuuuum, suenan sus pasitos de insufrible amor; y la Moira, que la sigue a todas partes, a veces también la conduce presa de una terrible ansiedad hacia las puertas del mar que abraza a la ciudad. Allí, entre la vastedad del horizonte y la arena que la ata a tierra, va y viene con afán tratando de rescatarse la paz. A veces, a la sombra de su lúcido recuerdo, se pregunta si acaso la paz es un bien o un malestar. Se tiende sobre la arena y se cuenta cuentos que ha visto suceder entre las calles y bajo los techos de las casas, y descubre que detrás de toda paz existe un crimen o un secreto, que detrás de toda vida hay un pecado que le pesa sin remedio, que se oculta por vergüenza y que se niega por decencia, pues, en cierta forma, quién en su sano juicio aceptaría que no tiene la vida que ha deseado siempre, que no es feliz, que no ha elegido al punto su destino... Sólo ella, pero la muchacha de melena de fuego y ojos desorbitados está loca, y así nadie puede tomarla en serio, aunque aúlle, grite y se deslice entre las grietas que amordazan nuestras casas.

Aunque recorra sibilante los trasuntos a través de las cañerías donde todas las demás han dejado caer sus desgracias cual si fueran desperdicios. Casandra va, se interna en el hedor del recuerdo, saca preciados tesoros con los que luego reconstruye la historia de cada una de sus vecinas y se enreda con esas alhajas de podredumbre la cabellera, nido de sierpes y pensamientos. Le han visto volar sobre los tejados o quedarse estática sobre la pilastra de la fuente de la plazoleta de los desterrados, desde donde las sigue mirando inquisidora, petulante, sarcástica, soñadora y loca. Lanza hiel y miel sobre todas las transeúntes. Las miro, y ellas también me miran. Han de reconocerse idénticas a mí en forma y contenido, pues también ellas, seis como los íncubos, están atadas a uno más de los picos de la pilastra de la perdición y yo de ella soy el centro. Van, como yo, aunque no lo quieran, a tientas y desatinando en sus vidas, rozando con las yemas de sus dedos la dulce demencia de desear ser otra mujer. Cuando las miro de frente y les grito alguna verdad que las ofende ellas cierran las cortinas, se cubren los ojos y procuran no gritar, se ensordecen ante mi voz que mana certeza y van trazando también su propia perdición. Las miro a todas: la una, atada a un marido, otra encontrándose presa del deseo, la de más allá absorta por la maternidad... O bien, a ésa que se quebró en el ensueño de ser lo que no pudo poseer y a aquella ocultándose entre la razón y el deber ser. Borden, pues su tumba, pinten ya su desconsuelo, vístanse de encajes y arrepiéntanse, piensen y desaparezcan, den a luz un mortinato, asesinen de una vez por todas su legado y vengan a la pilastra de la plaza de los desterrados, únanse a mí y las huestes de ser, sin más, lo que se es...

 

Vivo en un círculo cuyo centro soy yo.

Vivo en una isla rodeada por mar, en una villa cercada por muros, entre unas casas circulares que van y siempre vuelven sin remedio a su origen. Me rodean unas casas que se pierden en sí mismas como remolinos que disfrutan devorar a sus habitantes.

Y a pesar de ocho casas que me rodean, yo, el epicentro de la desgracia, no poseo más que una gata. Vivo como las aves, y desciendo de mis moradas celestiales como ellas únicamente para devorar gusanos.

Mi elegancia al descender nadie la entiende, ni pretendo que así sea. Bajo porque tengo hambre, no para provocarte placer. Devoro gusanos, salamandras, ratas y como no ha habido hombre alguno que se preste a mi deseo, he tomado como amantes a los carneros, a los bueyes y a los asnos. Y luego vuelvo a subirme a las techumbres, me lanzo de un techo a otro evitando a toda costa caer en su vorágine. Sobre los techos, aunque nadie lo sepa, se abre un abismo, un vértigo inacabable.

Nadie sabe a ciencia cierta si la mía es o fue, en otros tiempos, naturaleza humana o bestial, pero dicen que antes de ser una maraña envuelta en mierda fue mujer.

 

Un demonio de ojos azules y roja cabellera. Un demonio montado en la Moira que por las noches canta las verdades no aprendidas de los habitantes de la villa. Ningún celador se atreve a cerrarle el paso o a mirarle a la cara. Temen que al mirarla de frente su mirada los transforme en cristal. Temen, que al mirarla, surja de su forma un rostro semejante al propio, que en lugar de aullidos emita sonidos de palabras.

Porque las palabras, si las tiene, tendrán significados, y quizás, sólo quizás, nos dirán verdades. Vaga, husmea, se esconde, horroriza, y hay que ocultarla en el lugar más invisible: la vista pública, la exhibición, el circo.

Lo demás, que es normal, ha de mantenerse oculto, cercado, sin que se noten sus remiendos, sin que se vean sus detalles magnificados. La forma más simple de contravenir la verdad es haciéndola un escándalo. Grita, Casandra, grita más fuerte, que tu alarido sea, como el mar para Simón, tu perdición.

 

Ajuar de novia, tejido en seda, tus manos son agujas que van asfixiándote mientras tejes sobre tu cuerpo tu historia. Ajuar de novia, de esposa, de amante, de sierva, de puta. Vístete niña de cuanto quieras, que debajo siempre se hallará la bestia, pero atada, asfixiada, apenas puede saltar de tu pecho como león hambriento. Pero el día que salte, saltará también tu vida por la ventana, y nada habrá de quedar de ella, ni su recuerdo. Salta, grita, rasga, mata... Alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que dejar el suelo y habitar entre los muertos o las aves de rapiña. Alguien tenía que usar el estercolero como credo, alguien tenía que darte validez de norma contraviniéndote. Y fui yo. Recién ahora me doy cuenta que también caí en tu juego, mi lucha, que creía tan mía, es sólo un mal creado por tus miedos...