Artículos y reportajes
New York de película

Fotograma del filme “Manhattan”, de Woody Allen

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New York es una ciudad de película por partida doble; por la fascinación que ejerce sobre el visitante y por ser la ciudad más filmada del mundo. Muchas de sus calles, de sus edificios y perspectivas resultan familiares aunque nunca antes la hayamos visitado.

Al entrar en el metro tropezamos con un par de policías de azul oscuro casi negro, con gorra de plato, pistola en el cinto y esposas cromadas en la cadera, que nos impiden el acceso a una línea que se encuentra averiada. En el andén una mujer negra vestida de blanco de la cabeza a los pies se dirige a un funeral rezando en voz muy baja mientras un blanco ciego canta canciones de Junior y Alberto Cortés acompañado de música grabada. Cuando me dejo caer cansado en el asiento de mi vagón sufro un auténtico déjà vu. Ya he vivido esta escena, pero no como turista, sino como alguien que lleva viviendo muchos años en la ciudad y vuelve del trabajo a su casa. ¿Qué clase de trabajo? Con gabardina y trabajando en domingo sólo puede ser un detective. Como digo, New York forma parte de nuestra memoria colectiva cinematográfica.

Lo sorprendente de la ciudad es que, a pesar de todo, sus tópicos no defraudan. Un ejemplo de ello son las bocas de riego contra incendios. Aunque todos las hemos visto en las películas no puedo dejar de contemplar cómo se multiplican a espacios regulares por toda la ciudad. Parecen pequeñas esculturas urbanas de bronce. Me extraña no encontrarlas entre los clásicos souvenirs: taxis, estatua de la libertad, bola de baseball..., yo me compraría un llavero. Esas bocas de riego contra incendios también son una muestra de la firme determinación de la ciudad de no volver a quemarse. Desde luego no será por falta de agua o de bomberos, que son otro de los emblemas de New York. Los bomberos están muy presentes en la vida de la ciudad. Así como en otras sólo se les ve cuando pasan a gran velocidad con las sirenas encendidas para apagar un incendio, en Manhattan siempre hay un coche de bomberos aparcado en una acera o pasando tranquilamente por la calle. No se cortan un pelo. Se nota que les gusta dejarse ver. Son los héroes de la ciudad.

La presencia de la policía en las calles también es muy evidente. Supongo que cumplen una misión preventiva y ciertamente consiguen transmitir seguridad al visitante. La presencia de los bomberos también tranquiliza aunque, en su caso, es más difícil imaginar de qué forma pueden disuadir al fuego o a otras catástrofes de que hagan acto de presencia.

¡Qué calor!

A finales del mes de abril todas las zonas verdes urbanas están cubiertas por tulipanes y violetas. Pinceladas azules y amarillas alegran el granito uniforme de las aceras. Y durante un breve periodo de dos semanas los parques y jardines de la ciudad también se tiñen de rosa. Es el tiempo de vida de la flor del cerezo.

En la Avenida de Broadway a la altura del principio del Soho encuentro una obra de cierta envergadura y aunque su perímetro está acotado por una valla puedo asomarme a su interior. Me gusta ver lo que hay debajo de la piel de las ciudades. Las losas de granito de unos tres metros por dos y de un grosor de unos 40 centímetros que componen la acera son impresionantes y junto a los refuerzos de hierro que rematan las esquinas de las aceras están hechas para durar.

Todo es más grande: las avenidas tienen más carriles, los camiones son más grandes y mucho más largos, las aceras son más anchas y los edificios, como todo el mundo sabe, más altos. Pero no sólo son muy altos: también compiten en singularidad. Algunos de ellos lo consiguen sobradamente y tienen nombres propios como el Chrysler o el Flatiron, además sus portales son interesantes obras de diseño o espacios públicos abiertos a los ciudadanos como el Rockefeller Center. Claro que a otros les ocurre lo que a los perfumes cuando rivalizan por destacar, el resultado es un aroma pastoso que —ironías de la competitividad— los iguala a todos. Eso también ocurre en algunas avenidas de Nueva York. En ellas es preferible concentrarse en la vida que transcurre a pie de calle: los escaparates, las gentes de todas las razas, la variedad indumentaria, los quioscos de comida y refrescos, los puestos de flores y fruta, las pijas anoréxicas que pasean perros con árboles genealógicos más puros que los suyos y los “nails”.

Los nails o manicuras son el establecimiento que más abunda en NY. No me pregunten por qué, pero en cada calle de cada barrio hay uno o más de estos establecimientos. Algunos ofrecen además servicios como masaje en los pies, las manos, los hombros o la cabeza y se autodenominan nails & spa, otros son más humildes, pero todos poseen un gran escaparate desde el que puede verse su interior. A los clientes no parece molestarles que los vean entregados a los cuidados del masaje o la pedicura. Las guarderías de perros también tienen escaparate a la calle. En NY todo está más expuesto.

¡Por fin rompió a llover!

Las grandes aceras y la distribución cartesiana de sus calles y avenidas permiten andar por Manhattan sin temor a perderse. Claro que más que de paseo habría que hablar de marcha si se desea recorrer a pie sus barrios más señeros. Lógicamente también podemos desplazarnos en metro, autobús o bici. Pero a los voyeristas que disfrutamos con la marcha, la ciudad ofrece kilómetros y kilómetros de placer entre los barrios de Uptown (Harlem, Upper West y East Side...) a los de Downtown (Chinatown, Tribeca, Battery Park...), pasando por los de Midtown (Times Square, Chelsea...). Otro aliciente para el paseo es lo sorprendentemente poco ruidosa que es la ciudad.

El tópico de la prisa es verdad sólo hasta cierto punto. No corren más que en Madrid, por ejemplo. Los que parecen tener más prisa son los que responden al cliché de ejecutivo neoyorquino: blanco, caucasiano, delgado, vestido de diseño (aunque quizá con zapato deportivo) con una pieza de fruta en la mano o un café en un vaso de plástico tapado, pero se trata de una minoría en recesión demográfica. Los lugares donde encontramos mayor concentración de estos tipos son el distrito financiero y el domingo en la catedral católica. Cuando visitamos la iglesia la misa había terminado y una gran mesa alargada con té, cakes y pastas se extiende a lo largo de la nave central. No sé si es un día especial o se trata de una costumbre habitual. En cualquier caso, en torno a la mesa departen señoras y señores blancos mayores con un aspecto muy irlandés; ellas con vestidos de domingo y ellos con pajarita. Pero, como digo, lo que más abunda en la ciudad, siguiendo escrupulosamente las leyes de Mendel, son las distintas variedades de castaños, marrones, tostados, chocolate, caoba dorados y amarillos que colorean las pieles de sus residentes. Para nuestra delicia, además, hablan español.

¡Caramba con la lluvia!

Bueno, día de lluvia, día de museos. El MOMA, el Guggenheim, el Metropolitan, etc. Muchos de ellos están situados en la misma calle que bordea Central Park: la Milla de los Museos. Además de las extraordinarias colecciones de arte moderno que contienen, el Guggenheim es muy interesante por el edificio que lo alberga y el MOMA porque sus colecciones no se han detenido en las vanguardias del siglo XX.

Central Park se parece a los grandes parques ingleses de césped como High Park, pero también posee zonas ajardinadas que recuerdan a los franceses y al mismísimo parque de María Luisa de Sevilla, sólo que mucho más grande.

En Greenwich Village hay restaurantes y tabernas de muchos lugares del mundo, los restaurantes españoles sirven comida mexicana.

El clima es explosivo, al menos en primavera. De un día para otro pasamos de un calor asfixiante a los chaparrones con bajadas considerables de temperatura.

Hoy, nubes y claros.

Hay muchas personas trabajando en empleos de servicios (repartidores de propaganda, animadores a la entrada de los teatros, informadores del Metro, acomodadores en bares y restaurantes, seguridad privada) que no suelen verse en Europa, bien porque se ha prescindido de ellos o bien porque han sido sustituidos por máquinas.

Tenemos la fortuna de ser invitados a la celebración de una ceremonia religiosa en Harlem. Se trata de una iglesia de barrio situada en una primera planta con más aspecto de salón de actos que de iglesia. Son baptistas y, naturalmente, negros. Desde el principio hasta el final se comportan como amables anfitriones. No puedo evitar comparar la experiencia con la última misa católica a la que asistí en España, en la cual el sacerdote dio a entender que sobrábamos todos los amigos y familiares que no siendo creyentes estábamos allí sólo para acompañar a los niños que hacían su primera comunión.

Haber visto algún número de godspell en el cine o la televisión no le resta un ápice de interés y de emoción al espectáculo en directo. Lo que más impresiona no son los cánticos y la música sino la puesta en escena del sermón por parte del “predicador” acompañada en los momentos más dramáticos por el órgano o la batería. Al final todos los fieles lo rodean poniéndose de pie, contestando con gritos de aleluya y amén a cada una de sus frases. El sermón también está escrito en forma de diálogo entre el pastor y los fieles, y es repartido en unas octavillas al principio de la ceremonia. En ellas se pide un comentario sobre el sermón. Durante todo el tiempo se aprecia perfectamente el espíritu de comunidad y de barrio. Diría que el ambiente es más informal que en nuestras ceremonias, pero sería más correcto hablar de que sus formas son diferentes. De hecho son muy formales en el uso de la indumentaria, en el reparto de papeles, en las jerarquías, etc., pero eso no les impide cantar, bailar, saludarse y abrazarse. Los que parecen más aburridos, como en nuestro país, son los niños vestidos de domingo.

Cuando nos encaminamos al JFK para volver a nuestro país, comentamos con el conductor dominicano del taxi lo extraordinariamente amables que han sido todos en la ciudad con nosotros. Esto le extraña un poco a nuestro interlocutor que nos responde: “Lo de la amabilidad viene ocurriendo desde que comenzó la crisis económica. Antes cada uno iba a lo suyo. Algo bueno debía tener”.

En el aeropuerto no sufrimos inconvenientes especiales por la amenaza de gripe porcina que recorre el mundo en esos momentos, ni tampoco por la más antigua amenaza de atentados terroristas. Y como, a pesar de ser latinos, no tenemos aspecto de traficantes (aunque por si acaso me pongo las gafas de cerca que me dan un aspecto más respetable), tanto a la ida como a la vuelta, nos dejan cruzar la aduana sin mediar palabra.

Damos unas vueltas por las pistas del aeropuerto antes de despegar bajo una fina lluvia de despedida.