Letras
La medida del otoño

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“Y en mitad de la siesta se levantará el Bien, y será como la mañana. Y te acostarás y no habrá quien te espante. El ojo del malvado se consumirá y su esperanza será agonía del alma”.

Job, 11: 17-20

Vinieron cuando la luna cortaba el paso de las casuarinas. Yo les dije que de todas formas ustedes iban al galope, porque la tierra martillaba de caliente cuando me acosté a pensar que podía dormirme. Vas a cerrar los ojos, vas a rezarle a la Virgen y así hasta quedarte dormida, me dije. Pero los sueños son enemigos de los pensamientos.

Y esa noche todo lo que me habían contado de esos días del otoño volvía una vez, otra vez, ya se iba perdiendo en la lejanía pero no, otra vez volvía y volvía la misma vieja historia. Es hora de apagar el candil, dijo mamá que ya puede soñar desde que dejó que las cosas vinieran o se fueran según sus antojos, hay que ver que algunas cosas son caprichosas. Para mamá, todo era lo mismo. Hace tiempo dejó de pelear con las desgracias. Una debe de llegar a vieja muy cansada en este pueblo resignado.

No pude ver los caballos cuando ustedes se despidieron pero supe que galoparon sin cansancio en el retumbo de la arena todavía caliente desde que el sol de enero no paró de quemar un solo día, nunca termina de caer la luz quemada en las siestas de enero. Ya pasaron dos meses y sigue quemando, sigue latiendo de llamaradas aunque no se vean, se sienten quemándose. Yo les dije que ni aunque galoparan toda la noche sobre esa arena erizada podrían alcanzarlos. Uno de ellos me dijo: La distancia se acorta de noche. No sé cuál de ellos, eran muchos. Yo salí a mirar y en el callejón la arena seguía latiendo de calor a pesar de los cascos marcados como ojos oscuros. Todos tenían tacuaras y banderas rojas que ondeaban. Banderas rojas y tacuaras altas, ya sabrían ustedes lo que es ver esa revoltosa a medianoche y más si hay luna que quema como si estuviera el sol. De noche no pude ver mucho pero no hay necesidad de ver el rojo, se presiente porque donde está el rojo hay violencia, la sangre es roja y sin verla una ya sabe cuándo está escapándose por una herida. El fuego es rojo. El otoño es rojo.

Isabel me acompañó hasta la capilla en la mañana. Otro se acercó al que comandaba y le dijo “está mintiendo, deben haberse escondido en algún sitio acá cerca”. Miraba el pasto y escupía mientras el caballo mordía el freno, inquieto en esa noche pesada. El otoño es rojo, Ventura no estaba en la casa, el sol seguía derritiéndose en el aire encerrado porque mamá había atrancado puertas y ventanas y el olor dulzón del jazmín se esparcía por la casa oscura.

Cuando guardaba las cobijas de invierno mamá dijo: Todo se está volviendo viejo aquí. No me dijo ni a mí ni a nadie, habló para convencerse ella misma, el olor de los jazmines se volvió ruinoso, cuando mamá hablaba de tristezas nombraba muy despacio, apenas se podía escuchar lo que decía como si el tiempo también desgastara las conversaciones que también se van avejentando, una se acuerda entonces que los sueños no envejecen y entonces sueña mucho, envejece soñando como sucedió con mamá.

Tal vez por eso no pude saber quién eras cuando viniste esa misma noche, solamente supe que venían huyendo porque los cuerpos les sudaban el miedo. Yo misma tuve miedo y no dormí pensando que después del sol de marzo vendría otro otoño y el olor de los jazmines seguiría descomponiéndose en el aire escaldado. En el camino hacia mi casa el olor a los jazmines hacía presentir cosas desgraciadas, Isabel caminaba molesta, casi no miraba por dónde íbamos las dos.

Desde entonces no me gusta escuchar galopes de noche. Suenan como un corazón a punto de quebrarse, se llena de pena el pecho con ese ruido hueco, se presienten muchas cosas. Mamá quedó dormida en la mecedora seguramente, cerca de la alcuza. Seguramente por eso no supo lo que pasaba, Isabel corría al ver la humazón. Cuando más corríamos, más nos desesperábamos. Tuvo que forzar la puerta para entrar, llorando me arrastraba para buscar a mamá entre el humo que nos abrazaba, encontramos a mamá en la sala, todo ardía y las llamaradas atravesaban las paredes, se prendían a los travesaños como gatos enfurecidos, bajaban por los horcones hasta que todo cayó sobre nosotras: una lluvia de llamas.

En el techo se abrió una boca de fuego y más allá, los pájaros barriendo el cielo del atardecer: todo rojo. Las llamas rojas. El otoño rojo. El fuego subía, se lo podía sentir hirviendo en la sangre, los pastizales parecían muy viejos desde la ventana, ocres, ásperos como el viento del atardecer.

Supe que nunca pudieron alcanzarlos. Que iban a contratiempo. Mejor, así han de creer que ustedes todavía viven. Yo misma no me resigno a creer la verdad envuelta en el humo y el olor de jazmines como estoy. Y todavía creo que después del sol de marzo ha de venir de nuevo el otoño rojo como este atardecer que se desvanece mientras retumban los caballos de la siesta sembrando los redondeles de las pisadas que siempre se alejan. En este pueblo nadie vuelve, todos se van detrás de ustedes.