Letras
El contrato

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A Angélica María...

Mi nombre es Federico Leal y desde hace más de treinta años mi negocio es brindar a los mortales un confortante viaje a la eternidad sin hacer caso de sus estratos sociales y mucho menos de sus pecados terrenales. Para mí, es igual el cadáver de un empresario al de un barrendero. No hago distinciones. Por eso la muerte me parece el estado más puro e igualitario de la humanidad. Pero no es una descripción de mi oficio lo que vengo a realizar aquí, sino a contar un extraño suceso que me ocurrió hace unos cuantos meses atrás; de antemano quiero dejar bien claro que no soy nada experto en esto de contar historias, pero mi compadre Lázaro a quien una vez le conté lo ocurrido me dijo que estaba de cuento, y por eso hoy estoy acá intentando escribir algo sobre aquel hecho que después de hoy no deseo recordar.

Recuerdo que fue una semana muy mala en la funeraria. Esa tarde, Pancho —mi ayudante— y yo estábamos sentados en una de las salas velatorias leyendo la prensa —específicamente la página de sucesos y de obituarios—, y de vez en cuando levantábamos nuestras miradas y nos decíamos con ese silencio cómplice de tantos años juntos: ¿Qué pasa en esta ciudad, acaso la gente no se piensa morir? (ustedes pensarán que somos par de insensibles, pero entiendan que de algo tenemos que vivir y en esta sociedad del lucro hasta la muerte es un negocio redondo). En eso estábamos, cuando de repente, milagrosamente, como enviado por Dios o Satanás, escuchamos unos golpecitos secos en la puerta de entrada y nos movimos hacia nuestros respectivos lugares de trabajo. Pancho fue hacia la puerta y yo hacia mi escritorio.

—Buenas tardes —dijo el hombrecito cuando Pancho de manera muy cortés, como siempre lo hacía con nuestros clientes, le abría la puerta y le daba la bienvenida.

—Buenas tardes —le respondió de inmediato Pancho, mientras el hombre aparecía ante mis ojos.

Era un hombrecito enjuto y bajito de piel morena. Tenía unos lentes de pasta muy grandes que le daban un aire de sabiduría. Tenía el cabello peinado de lado con exceso de brillantina e iba vestido pulcramente con una camisa de cuadros marrones y un pantalón color caqui muy bien planchado. Caminaba despacio y miraba a su alrededor como inspeccionando el sitio. Pancho y yo estamos acostumbrados a esa actitud de nuestros clientes, ellos siempre esperan dar una despedida digna a sus muertos y se esmeran en darles lo que en vida no alcanzaron a darles y nunca dieron. Pero estábamos tan de malas, que pensé por un momento (debido al maletín que llevaba en sus manos) que era un inspector del Seniat que venía a cobrarnos los impuestos atrasados y a clausurarnos el local.

El hombrecito llegó hasta donde yo estaba.

—Muy buenas tardes, amigo. En qué podemos ayudarle —le dije con ese tono que caracteriza a los vendedores, entre cordial y jala bola.

—Buenas tardes... necesito sus servicios velatorios, alguien va a morir dentro de poco y quiero estar seguro de que será velado dignamente. No escatime en gastos, eso es lo de menos, quiero el mejor servicio.

Me pareció algo muy extraño, porque en treinta años que tengo en esto de lidiar con la muerte ajena, he llegado a la conclusión de que nadie busca servicios fúnebres sino hasta el último respiro del familiar. Sí, ya sé que puede pensar que por qué entonces existen los seguros funerarios y que esa es otra forma de adelantarse a los hechos, pero no es así, le pongo un ejemplo: imagínese a un hijo que sabe que su madre morirá dentro de una hora, buscando la póliza fúnebre y haciendo trámites en la capilla. Eso no ocurrirá nunca, porque ese hijo mantendrá hasta el último momento la esperanza y la fe de que su madre le ganará la batalla a la muerte. Entonces ver a este hombrecito en ese plan me pareció algo muy raro. Hasta llegué a pensar que era una de esas personas que asimilaban la muerte como un hecho más en la vida. Entonces sin darle más vuelta al asunto le dije:

—¿Señor, está seguro de lo que me está diciendo? —le interrogué fríamente.

—En lo absoluto —me dijo, mientras limpiaba sus lentes. Sus ojos eran de un gris verdoso bastante fuerte, a leguas se notaba que era miope. No me quedaba más que pensar que era uno de esos familiares adinerados y atormentados por la culpa, quienes se hacen cargo de todos los gastos fúnebres de un familiar en estado terminal.

—Entonces no hay problemas, firmemos el contrato, espere un momento y le muestro la hoja de servicios —le dije mientras buscaba en una de las gavetas los papeles de rutina.

—No se moleste en mostrarme el precio del servicio, ya le dije que no escatimara en gastos, sólo firmemos el contrato y ya, no tengo mucho tiempo, amigo mío —me dijo con una parsimonia y una tranquilidad como quien compra un carro y sólo quiere irse en él para disfrutar unas largas vacaciones.

—Pues entonces, no hay problemas —le respondí. No niego que estaba súper emocionado por el contrato, habían sido días muy malos en el negocio y esto resolvía la semana, porque muy pocas veces un cliente pide el servicio más caro, por lo general regatean o piden el servicio más económico.

Pancho, desde el otro lado de la puerta, me miraba un poco sorprendido por la excentricidad de nuestro cliente, y me hacía señas con la mano de que luego de firmar el fulano y extraño contrato, iríamos a tomarnos algo al bar de Luzardo.

—Aquí está, señor, sólo tiene que darme sus datos para llenar las planillas —le dije muy cortés.

El hombre no pronunció ni una sola palabra. Sólo se limitó a sacar su cartera y a extraer de ella su cédula de identidad.

—Ahí tiene... creo que con eso es suficiente —me dijo. En ese momento pude notar que el hombrecito tenía un tic nervioso en el ojo derecho el cual abría y cerraba sin parar casi sin control alguno.

Tomé la cédula entre mis manos y me dediqué a anotar los datos del contratante de manera rigurosa. “Adalberto Vinicio Bosan Freitas, cédula de identidad 5.675.896” —dije para mis adentros, y al terminar de anotar le extendí de nuevo la cédula al hombrecillo junto con el papel para que firmara. Sin revisar el papel, ni precio ni nada, firmó y del misterioso maletín sacó la cantidad requerida y me la entregó sin decir nada. Al ver que yo comenzaba a contar el dinero —aún no sé si notó en mí cierta excitación por el negocio—, me dijo:

—No se preocupe, está completo, ni uno más, ni uno menos.

Me le quedé mirando y con mucha pena guardé el dinero en la caja registradora y noté cómo sus ojos me miraban tristemente. Luego tomé una copia del contrato y se la entregué. La recibió cordialmente y dándome las gracias en un tono de voz muy bajo dio la espalda y caminó hacia la puerta, donde ya Pancho le esperaba como si fuese un marqués al cual se le rinden homenajes en su despedida. Entonces recordé que había olvidado preguntarle lo más importante: quién era el beneficiario de aquel sepelio tan ostentoso. Le llamé entonces antes de que saliera del local.

—Señor Bosan, señor Bosan, olvidó darme el nombre del difunto, o mejor dicho cuasi difunto —le dije.

Volteando lentamente, con la parsimonia que lo caracterizó desde el primer momento que apareció en el local, dijo:

—Por eso no se preocupe, señor Leal, de eso se enterará a su debido momento —me respondió fríamente.

Me pareció extraño que aquel hombre al cual nunca dije mi nombre lo supiera. Entonces, como quien siente que le dan una última estocada en todo el centro del pecho, me desvanecí y caí a este abismo del cual más nunca regresaré.