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Tomás Eloy MartínezLugar común la muerte

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Desde 1975, todo mi país se transfiguró en una sola muerte
numerosa que al principio pareció intolerable y que luego
fue aceptada con indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos.

Tomás Eloy Martínez.

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El momento antes de la muerte. El ahogo o los días de agonía, los de saberse en la puerta de las sombras o a la entrada del dolor más terrible. Este es un libro de muchas muertes que, como afirma su autor, fue escrito “para vivir un día o una semana, y perecer por olvido”. Pero no fue así, Tomás Eloy Martínez acaba de morir bien lejos del olvido, vengado por su talento, por los lectores y por los miles de difuntos que aún doblan campanas por quienes los llevaron a la fosa común de la intolerancia. O aquellos que sucumbieron en sus camas en medio de reflexiones y punzadas en la carne.

Y aunque no se trataba de su olvido, los muertos que escribió, los que sacó de la fiebre para hablarles, gozan de buena salud. O de señalamientos por haber sido parte de infamias terrenales. En el libro que recogemos del polvo están vivos, atenuados por los días, pero vivos, a pesar de algunos haber sido fabricantes de muertos.

Lugar común la muerte (Monte Ávila Editores, Caracas, 1979) respira a un costado del silencio de Tomás Eloy. Trazado metódicamente, su autor recorrió ciudades, pueblos, habitaciones, patios, estancias llenas de susurros... Tomás Eloy Martínez entrevistó, consultó páginas, lápidas, ecos y voces petrificadas. Se trata de un compendio de muertes donde entraron José Antonio Ramos Sucre, un Vicente Gerbasi biografiado desde la memoria; un Guillermo Meneses ubicado en otro lugar; Saint-John Perse, Martin Buber, Felisberto Hernández, Macedonio Fernández, Martínez Estrada, Juan Manuel Rosas, Juan Domingo Perón, así como eventos que promueven la destrucción humana como la bomba atómica y los testimonios de la gente de La Pastora sobre vivos y muertos. Y La Rubiera, aquel espanto en los ojos de los cuivas asesinados en el hato que aún se nombra en Guárico y Apure. Eso es este libro, que con el pasar de los años ha crecido en historias y páginas. La edición de Monte Ávila nos trajo hasta estos que hoy releemos para recordar a un hombre que legó talento y profesionalismo a un pueblo que aún se debate entre tantos lugares comunes, entre ellos el de la muerte cotidiana, la que se para en una esquina y silba el momento de su llegada.

 

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Estos “humores de la escritura” llegaron a nuestras manos el mismo mes de su publicación en Monte Ávila. Estaba aún Tomás Eloy en El Diario de Caracas, y aquí en Maracay la vida casi apacible se transformaba en crisis. Luego hubo otra lectura, menos creciente, más de sencillez por las líneas que ciegan: ya en los ochenta la muerte despegaba para instalarse como reina de bastos en el corazón de una nación que no sabía qué destino le esperaba a la vuelta de esa esquina vigilada. Y así fue.

Tomás Eloy Martínez entró en la vida y la muerte de Ramos Sucre. Buceó en sus secretos, en la angustia de un insomne que “Desde hacía seis meses vagaba de sanatorio en sanatorio...”. Era una enfermedad “de una tenacidad inverosímil”, como le escribiera a un amigo. Fueron días, semanas de viajes y clínicas, de paisajes y un cuadro permanente a través de la ventana del Consulado en Ginebra. Hasta que el frasco de veneno fue vertido en su garganta. La muerte andaba de puntillas. El poeta de Cumaná venció el insomnio para entrar definitivamente en el sueño definitivo.

 

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“...Hace quince días yo iba en busca de un hombre que estaba por morir”, escribe Tomás Eloy Martínez para iniciar el texto “Saint-John Perse desaparece”, que fue enriquecido años después a través de una entrevista con el poeta de Anábasis y Pájaros, que se llevó a cabo a instancias de Gloria Alcorta. Antes, para alcanzarlo antes de la muerte, Martínez tuvo que viajar al pueblo de Hyéres en la península de Giens. En un salto de la memoria el autor recordó la presencia de Perse en Buenos Aires, al lado de Silvina Ocampo, en el Festival de Cine de 1960. Lo describe silencioso, aún joven, de bigote negro y calva avanzada. Tomás Eloy lo oye: “Perse hablaba obsesivamente del mar aquella tarde: de la furia y de la fiebre con que el Atlántico castigaba la costa, y de las horas que había pasado contemplándolo...”. El viaje a la casa de Perse fue accidentado, pero dio con ella. La puerta de la casa la abrió la esposa, ama de llaves y mujer pendiente del más mínimo detalle y de los llamados de un hombre enfermo. Martínez se sentó frente a él: “El cuerpo se le batía en retirada”. Era, como afirma, un hombre que se apagaba. Crónica que despeja los últimos días de un hombre, como los de muchos que viajaron por este libro y se hicieron mito y realidad.

 

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Lugar común la muerte es el destino más humano que recuerde, luego de lecturas y muertes cercanas. Cada página de este libro se tropieza con una agonía distinta. La agonía de esperar el viaje definitivo. Como el de Juan Domingo Perón vigilado por López Rega, el brujo del dictador argentino y de la tragedia de ese país. El eclipse más oscuro de Macedonio Fernández. Los pataleos de Rosas. Cada muerte o agonía es un relevo, un cambio de clima interior. Tomás Eloy Martínez supo tocar la herida abierta del moribundo, desde lejos y desde cerca. Desde la mirada atenuada y desde la tentación de recoger las palabras que los personajes se llevaron a la tumba.

Un largo poema que desviste el instante en que las pupilas se contraen. Y así el corazón del lector, las manos tiemblan porque la muerte es tan individual que perfila el rostro y avisa en los dedos renegridos por la ausencia de circulación. Pero —sobre todo— porque quien la ve está en ella.

Nota bene: Tomás Eloy Martínez vivió la muerte tan cerca cuando fue atropellada Susana Rotker. Él le vio los ojos, se vio los ojos, se vio en la eternidad, como ahora, donde se encuentre.