Artículos y reportajes
Ilustración: Thorton OakleyDe las armas y el hambre
La perversidad armamentista en América Latina

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I

En un momento en que el mundo vive una de las crisis económicas más grandes de su historia reciente, y el hambre sacude como nunca al planeta, resulta paradójico que en América Latina las grandes inversiones de los gobiernos de turno sean para la guerra. Brasil, el país más grande de la región, acaba de firmar con Francia un convenio por 12.300 millones de dólares para la compra de tanques, aviones y submarinos, cifra con la que se podría aliviar el hambre de por lo menos 200 millones de latinoamericanos y mejorar las condiciones de vida de 200 más.

Venezuela, la nación petrolera del cono sur, ha invertido en los últimos diez años un poco más de 12 mil millones de dólares en renovar su flota de aviones de guerra, en la compra de cohetes de corto y largo alcance, en la fabricación de fusiles y la preparación de su ejército para un conflicto que sólo existe en la cabeza del presidente Chávez. Mientras tanto, el país bolivariano experimenta la inflación más alta de la región, con un 14% a finales del año pasado, y un desabastecimiento de alimentos y otros productos que alcanza los porcentajes de un país en guerra. A lo anterior, se le agrega unos altos niveles de inseguridad y una cifra desbordante de muertes violentas que sólo es posible en una nación con un conflicto de orden público.

En Brasil, si es cierto que las condiciones de vida de la población han mejorado con la llegada al poder de Lula da Silva, también es cierto que las cifras siguen siendo escandalosas: sólo en Río de Janeiro la tasa de pobreza supera el 45%, y el número de muertes por arma de fuego está en el orden de tres por cada cien habitantes. Pero, aun así, en una reciente encuesta realizada por una firma española, la ciudad del carnaval más grande y extravagante del mundo se considera la más feliz del planeta.

Colombia, por su parte, invierte un 4% del producto interno bruto en el sostenimiento de un ejército que supera los 500 mil hombres. A lo anterior habría que agregarle los 550 millones de dólares en ayuda militar asignados por el gobierno de los Estados Unidos a través del Plan Colombia y el recaudo del llamado impuesto de guerra, que para este año, según declaraciones del senador Jairo Clopatofsky, miembro de la Comisión Legislativa encargada de los asuntos militares y las relaciones exteriores, debe estar en un promedio de 8 billones de pesos (3.300 millones de dólares, aproximadamente).

Para un país donde el desempleo sube en ascensor y la pobreza se transporta en tren bala, donde extensas regiones del territorio nacional siguen siendo dominadas por fuerzas irregulares, donde la presencia del Estado es sólo una ilusión y los campesinos, contrario a lo que publica la prensa, siguen reemplazando los cultivos tradicionales por los sembrados de hoja de coca, resulta sumamente aberrante una inversión astronómica en cohetes y bombas, en aviones y helicópteros, en fusiles y ametralladora, mientras que cientos de familias, procedentes de las zonas rurales, pueblan los centros urbanos y se toman los parques, el transporte público y los semáforos para ganarle una moneda al hambre.

En la última reunión de mandatarios de la Unasur, celebrada en Bariloche, Argentina, para debatir el uso de siete bases colombianas por parte de militares estadounidenses, una voz, quizá la más lúcida, fue la del presidente peruano Alan García, quien se lamentó de las inversiones astronómicas que los gobiernos latinoamericanos hicieron en el 2008 en compra de armas.

“Realmente es vergonzoso que presidentes que decimos actuar por el pueblo, hayamos comprado 38 mil millones de dólares en armas, dinero con el que se podría haber solucionado la vida de cientos de millones de familias en el continente”, expresó el mandatario. Y premonitoriamente afirmó: “De aquí saldremos a comprar más armas”.

Días después, en una gira internacional que empezó en Libia, pasó por Argelia, Siria, Irán, Bielorrusia, Rusia y terminó en España con un abrazo de reconciliación del rey Juan Carlos por aquello del “por qué no te callas”, el teniente coronel Hugo Chávez anunciaba, feliz, un convenio militar con Rusia por 2.200 millones de dólares, consistente en la compra de cohetes anticarro, sistemas de defensa aérea, fusiles de asalto y una nueva línea de tanques, todo con el pretexto de prepararse para un eventual “ataque del imperio” desde las siete bases colombianas que pronto entrarán a hacer parte de la nueva estrategia del gobierno Uribe para combatir el narcotráfico y la guerrilla de las Farc.

Resulta paradójico que mientras el canal estatal Telesur mostraba en sus pantallas las imágenes del presidente Chávez dando las explicaciones del alcance y del poder destructivo de sus nuevos juguetes, Globovisión, un canal que ha sido tachado sistemáticamente por el gobierno del teniente coronel de “golpistas”, “terroristas” y de ser “un instrumento mediático del imperio y la oligarquía”, mostraba a una mujer llorando frente a la morgue de un hospital la muerte de uno de sus hijos, asesinado en las calles de Caracas por delincuentes comunes por resistirse al robo de su motocicleta.

Hugo Chávez ha intentado justificar su polémica inversión en equipos militares —la más alta en la historia del país bolivariano— argumentando que la presencia de militares estadounidenses en las bases colombianas es una amenaza para la soberanía de su país, justificación que los venezolanos en su mayoría perciben, según una nota del diario El Nacional, como imaginaria. Pues si hay un problema que realmente les afecta es la inseguridad que campea en las ciudades principales del país y la escasez de algunos alimentos básicos en la canasta alimentaria, escasez que se ha profundizado con el rompimiento de los lazos comerciales con Colombia en un acto “irresponsable” del teniente coronel. Tan hondo y sensible es este problema, que el gobierno de la república bolivariana ha tomado la decisión de controlar el expendio de alimentos que entran al mercado para evitar la especulación de los precios por parte de los distribuidores.

El “congelamiento de las relaciones” entre dos naciones que comparten 2.300 kilómetros de frontera, originó en las ciudades limítrofes de ambos países una crisis que ha afectado tanto a los comerciantes como a los particulares que se benefician de la compra-venta de productos de todo tipo. La suspensión del convenio del suministro de gasolina por parte de Venezuela a las ciudades fronterizas colombianas, en un acto que algunos medios han calificado de “represalia política” por el convenio militar colombo estadounidense, ha disparado el desempleo en ambos lados de la raya y aumentado desproporcionalmente el precio de los combustibles y, por lo tanto, el de los alimentos.

 

II

Los nuevos roces diplomáticos entre los gobiernos de Colombia y Venezuela coincidieron con un alarmante informe de la Organización de las Naciones Unidas en el que se afirma que 1.200 millones de personas en el mundo pasan hambre, y con una declaración de emergencia nacional del presidente Álvaro Colom por la crisis alimentaria que atraviesa Guatemala, producto, en primera instancia, de los cambios climáticos que sacuden el planeta, pero igualmente por las condiciones de pobreza extrema en que vive un poco más del 50% de la población de ese país centroamericano.

Carlos Alberto Montaner, periodista y analista político cubano residente en España, cree que la crisis alimentaria y el aumento de la pobreza en América Latina son directamente proporcionales a los actos de corrupción de los gobiernos de la región. Según el Instituto de Estudios para la Paz de Estocolmo, en los diez primeros meses de 2008, los gobiernos latinoamericanos invirtieron 39.300 millones de dólares en la compra de armas a Europa y Estados Unidos, mientras que en el mismo lapso la pobreza de los países de la región aumentó en un 45%. A lo anterior, habría que agregarle la tensión y el nerviosismo que ha generado en algunos gobiernos los convenios militares que algunos países están llevando a cabo con grandes potencias mundiales con una larga tradición bélica.

Según el informe, Brasil ocupa el primer lugar en inversiones de equipos militares, con un presupuesto que en 2008 alcanzó los 16 mil millones de dólares, seguido de Colombia, Venezuela y Chile. A diferencia de Brasil y Venezuela, la inversión presupuestal de Bogotá está encaminada a fortalecer la seguridad interna, darle al Ejército Nacional mayor capacidad de maniobra en su lucha contra los grupos irregulares y el narcotráfico. Caracas y Brasilia, por el contrario, han elevado sus esfuerzos en la compra de armas para una eventual guerra exterior, pues lo que algunos analistas sobre el tema alcanzan a ver es una enorme y costosa parafernalia de tecnología bélica que incluye cazabombarderos, tanques, misiles dirigidos, submarinos nucleares y radares antiaéreos, que le proporcionarían a estas naciones una capacidad de destrucción muy superior a la de sus vecinos.

Influido por el verbo candente del mandatario bolivariano, Ecuador ha presupuestado para el año próximo una inversión en aviones de combate y radares antiaéreos que sobrepasa los mil millones de dólares. Bolivia, considerado por muchos como el país menos desarrollado del cono sur, va a invertir en armas y aviones una suma que se acerca a los 500 millones de dólares para recuperar, según el presidente Morales, la Fuerza Aérea Boliviana, la cual encontró totalmente destartalada. Lo mismo se podría decir de otros países de América Latina como México, que elevó en 2009 su presupuesto de defensa en un 23%. Lo increíble de esta irracional carrera armamentista que se ha desatado en la región, y que preocupa tanto por su costosa inversión como por la capacidad destructiva, es que hasta Daniel Ortega, quien maneja las riendas de una de las naciones más pobres del continente, ha anunciado su intención de modernizar el Ejército de Nicaragua, por lo que para el 2010 piensa firmar una acuerdo militar con Rusia.

La ola de críticas que ha suscitado la prensa de la región por la desorbitante inversión, y que ha tenido repercusiones en la política del hemisferio, ha llevado a algunos gobiernos a dar explicaciones sobre este tipo de decisiones. Nelson Jobim, ministro de defensa brasileño, aseguró ante la Comisión de Defensa del Senado, en Brasilia, que el convenio recientemente firmado con Francia busca la capacitación técnica que le permita a su país crear una industria armamentista. Y aseguró que Brasil no es una nación que compra armas en supermercados como sí lo hace Venezuela.

Hillary Clinton, jefa de las relaciones diplomáticas de Estados Unidos, ha expresado también su preocupación por la carrera armamentista en América Latina, y ha enfatizado sobre los convenios militares que está desarrollando el país bolivariano con Rusia y, en particular, con Irán, que tiene un programa de enriquecimiento de uranio del cual Venezuela aspira a ser parte. Y aunque el teniente coronel, a través de sus voceros, ha dicho que el propósito del convenio nuclear con Irán tiene fines pacíficos, las alarmas están encendidas, pues el hecho de que Chávez esté preparando el terreno para perpetuarse en el poder es motivo de preocupación no sólo para el país del norte, sino también para Colombia, que en los últimos años ha mantenido unas relaciones tensas con Venezuela a raíz, en primera instancia, de la incursión militar del ejército nacional en un campamento de las Farc en Ecuador, y luego por las siete bases militares que el ejército estadounidense utilizará en territorio colombiano.

Para algunos analistas como el mismo Carlos Alberto Montaner, la raíz del problema no radica en la cuantía de la inversión militar o en los equipos que se adquieran, sino quién los compra y para qué. La ya célebre frase de Nelson Jobim ante el Senado de su país, quizá explique lo siguiente: no es lo mismo un submarino nuclear en poder de países cuya democracia está comprobada como lo son Brasil y Chile, que al servicio de una nación con ínfulas de expansionismo y un proyecto político que beneficia más al caudillo que al pueblo. La retórica incendiaria de Hugo Chávez, sus constantes amenazas de enviar sus aviones de guerra a bombardear ciudades colombianas, las “explicaciones cínicas” del poder destructivo de los cohetes que pronto le entregará Rusia, no se pueden comparar con las frases de hermandad proferidas por Lula da Silva, o de reconciliación expresadas por Michelle Bachelet.

Las palabras, decía alguien, matan tan rápido como una bala y hacen más daño que una bomba. Resulta perverso que países como Rusia, China y España no miren más allá de los miles de millones de dólares que el teniente coronel les desembolsa. Sus palabras, de por sí, producen escozor. Y la guerra imaginaria que tanto enarbola en su diarrea verbal, pueda convertirse en una realidad que empobrezca más a la región. El hambre, entonces, se pasearía campante desde la Guajira hasta la Patagonia. Y Chávez habría cumplido su sueño bolivariano: unir a América Latina.