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Biblioclastia y bibliocaustosMemorias del fuego
Biblioclastia y bibliocaustos

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I

Desde tiempos inmemoriales el fuego ha constituido para la humanidad tanto un formidable recurso energético como un instrumento de renovadas y sorprendentes aplicaciones tecnológicas, pero también ha sido objeto de adoración religiosa y elemento ritual de la magia, campos en los que ejerció y ejerce una poderosa fascinación como símbolo y talismán de poder superior a aquella.

La humanidad imaginó atributos flamígeros para sus dioses, como el fuego y el rayo, con tremendo poder destructor y aniquilador, amén de un misterioso poder purificador del Mal, entendido éste último, en los hechos, desde un elemental y oportunista lugar de poder político, económico, religioso o cultural que permite construirlo conceptualmente y atribuirlo al Enemigo: el Otro.

La historia, plena de violencia de todo tipo, está llena de fuegos purificadores, incluidas las quemas en la hoguera de hombres y mujeres vivos. El fuego destruyó y quemó tantas veces la Tierra, los hombres y sus obras, que ya la humanidad ha perdido la cuenta.

Una aplicación del fuego purificador, bastante conocida y recordada por los contemporáneos, fue el famoso bibliocausto de libros de autores judíos, comunistas, ateos, homosexuales y no arios del 10 de mayo de 1933 en Berlín, replicado simultánea y seguidamente en otras ciudades alemanas con creciente entusiasmo popular.

Poco después llegaría el Holocausto, y más tarde, la perplejidad ante lo increíble: los historiadores se abocaron a desmontar las estructuras del horror y la irracionalidad vivida, intentando plasmar en formas y niveles más amplios y profundos de significación y comprensión la tenebrosa complejidad de la condición humana, aunque sin poder cerrar definitivamente esa exploración ya que la historia es mucho más grande y misteriosa que el inventario, la clasificación y la radiografía de la facticidad reconstruida y de la de sus eventuales representaciones.

Develar y expresar en discurso sentidos históricos cambiantes en el tiempo no es tarea sencilla que se agote en moldes formulatorios, conceptuales o racionales, puesto que son amalgamas variables de razón, sentimientos, emociones y estados de ánimo encarnados, que giran como en una eclíptica imaginaria trazada por las rutas del corazón y el cerebro, y en la que para unos la primera víscera equivale al sol y la segunda a los planetas, en tanto para otros es exactamente al revés.

Los hechos y sus significados —por caso una hoguera “purificadora” concreta— tienen anclajes que se relacionan con la experiencia histórica y los alcances de la memoria individual y colectiva, lo que explica su densidad e intensidad, así como también su menor duración tras el paso de los años y su conversión en escombros de la memoria.

Tratándose de sentidos históricos, en cambio, su consistencia suele ser más etérea y difusa, por lo que su apropiación tiene, en consecuencia, una accesibilidad restringida y menos consciente, pese a lo cual logran tener una perdurabilidad aun mayor.

Mientras los acontecimientos constituyen particulares históricos, el paso del tiempo erosiona y degrada su facticidad originaria, como ha sucedido tantas veces en el pasado llevando al olvido muchos episodios de horror increíbles.

Pero si, con el transcurso del tiempo, los hechos se insertan y reconfiguran en enfoques comprehensivos de creciente amplitud, generalización y abstracción, y en moldes y formas sintetizadoras de la experiencia humana, entonces habrán de perdurar muchísimo más, aunque hombres y sociedades posteriores no sean plenamente conscientes de ello.

Tal sería el caso, entre otros ejemplos posibles, de los mensajes implícitos o escondidos en los mitos que se desplazan en el tiempo más allá de la memoria, es decir, por tradición histórica, o mediante climas históricos o sensaciones de época que en tiempos posteriores pueden ser traccionados inconscientemente desde el presente.

Y aunque en estos nuevos ropajes esos mensajes y sentidos no sean homogéneos ni uniformes en el tiempo ni en el espacio, siempre es posible exhumarlos y hacerlos visibles mediante la investigación histórica, precisamente cuando ya no son materiales estrictamente disciplinares (de la ciencia historia) sino culturales en sentido totalizante.

En lo anterior puede verse la diferencia entre lo histórico representado por el testimonio del pasado y lo histórico que se lleva con uno, pero no con uno como particular sino con uno como género, como una suerte de atavismo de carácter cultural —no biológico— que pudiera provenir de la noche de los tiempos.

Bajo nuevas formas y funciones los particulares históricos continúan viviendo residualmente en la experiencia humana convertidos en exponentes de la condición humana, algo que trasciende la memoria y aun la historia académica, algo que permite una mayor accesibilidad mediante la encarnación en sentidos históricos diversos y cambiantes en hombres, en sociedades, e incluso por la humanidad toda de tiempos posteriores.

Lo que llevamos dicho puede demostrarse relevando en los registros históricos e historiográficos múltiples evidencias de los cambios de sentido atribuidos —por caso— al fuego, por parte de hombres de tiempos distintos.

Vale aclarar que estos cambios no marcan una evolución unilineal ni un progreso moral. Antes bien, las contradicciones morales a la base de estos sentidos abundan, pero no hacen más que reflejar el carácter complejo y contradictorio de los seres humanos, tan capaces de producir a Torquemada y a Hitler como a San Francisco y Mahatma Gandhi, y volver a producirlos en otros tiempos y lugares y con otros nombres.

Una emblemática configuración de sentido respecto de todo acto de biblioclastia, o destrucción de libros, es la que Heine, famoso poeta judío alemán (1797-1856), expresara en 1820:

Donde los libros son quemados, al final también son quemados los hombres.

En esos versos Heine prefiguró al nazismo, al punto que sus propios libros también fueron quemados esa famosa noche de 1933 iluminada por el fuego, y fundamentalmente expresó el universal sentido de abominación del fascismo, es decir, de todos los fascismos posibles.

Ese sentido es independiente de las circunstancias que en su momento lo motivaron a él mismo a escribir esos versos, lo que explica su vitalidad en el presente y también hacia atrás.

Así, al vitalista sentido de afirmación de la germanidad que aquellas piras tuvieron para la mayoría de aquellos alemanes sucedió luego, en la posguerra y tras varias décadas de negación de algunas memorias, un unánime sentido opuesto, condenatorio de aquel oscurantismo, de aquella negritud pagana y esotérica, de aquel irracionalismo y antiintelectualismo nazi, caracterización con la cual nadie dejará de estar de acuerdo a menos que sea uno más de ellos, o de alguna de sus sectas afines, pero igualmente totalitario.

En realidad, la parte final del párrafo precedente es más un anhelo personal que una convicción firme respecto de que la humanidad no retrocederá una vez más. Tantas veces ocurrió que quienes creían estar del lado del Bien quemaron a Otros, convencidos de actuar correctamente, que debemos pensar que el fascismo —de izquierda o de derecha, lo mismo da— nunca está fuera de uno sino en uno mismo, tanto como están presentes en uno el Bien y el Mal.

En Argentina existen interesantes estudios sobre la biblioclastia practicada durante la última tiranía (la de 1976-1983), especialmente la Historia universal de la destrucción de libros, de Fernando Báez (2005)y Biblioclastia, de Solari y Gómez (2008).

El relato del horror biblioclasta de esos años aún no ha sido totalmente investigado, al punto de ser prácticamente desconocido. Son más conocidos episodios semejantes del nazismo que los correspondientes al Proceso de Reorganización Nacional.

El Proceso también contó con una configuración de sentido, escatológica por cierto, que difundía constantemente desde su privilegiada posición de poder cruel y omnímodo. Claro, no era nada original, sino todo lo contrario: era y es recurrente en la historia aunque cambien los dioses de turno. Veámoslo:

El 29 de abril de 1976, el jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, Gral. Luciano Benjamín Menéndez, ordenó una quema de libros de autores como (entre otros) Proust, García Márquez, Cortázar, Neruda, Vargas Llosa, Saint-Exupéry, Galeano, etc.:

“...a fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas... para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos”.

“De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”.

(Diario La Opinión, 30 de abril de 1976).

 

II

Después de tantas piras en Argentina —las que se conocieron, las que se han olvidado y las que permanecen ocultas— me asombra que no haya existido por parte de las dirigencias políticas y los intelectuales del poder el suficiente interés ni los consiguientes esfuerzos por conocer la verdad en relación con la biblioclastia ejecutada por la Revolución Libertadora, en 1955, tras el golpe de estado disfrazado con tan ampuloso nombre.

Ese año, y los siguientes, Argentina se cubrió de fuego purificador. Primero llegó la metralla y las bombas de la Marina contra la Casa Rosada y la Plaza de Mayo, con la muerte de centenares de personas, hechos que de ningún modo disculpan la respuesta desquiciada de Perón ni la quema de las iglesias porteñas —donde también se quemaron libros y emblemas católicos. Luego, la purificación por el fuego se extendió potencialmente en la amenaza de bombardeo a la Destilería de La Plata... si el “Tirano” no renunciaba.

Los “libertadores” asaltaron bibliotecas y escuelas y quemaron miles de libros escolares, manuales, revistas, ejemplares de la Constitución Nacional de 1949, retratos, folletos y cuadros; también asaltaron museos y universidades y destruyeron colecciones de grandísimo valor, incluida la Guía de Bibliotecas Populares, los boletines de la Dirección de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, el libro Toponimia patagónica, etc., y lo mismo hicieron con numerosas colecciones robadas en las casas de funcionarios peronistas.

En esas hogueras no figuraban los libros del nazismo ni los del comunismo. Se quemaba todo lo que mencionara las palabras Perón, Eva, Peronismo, Justicialismo, Tercera Posición, Plan Quinquenal, 17 de Octubre, etc., consideradas tabúes por el famoso decreto 4.161, que penaba con seis años de prisión y multa de un millón de pesos a quien las pronunciara en público y, si esto ocurriera en un establecimiento privado, con la clausura definitiva y privación de condena condicional y de excarcelación durante el trámite judicial.

Tras saquear el local de la Fundación Eva Perón, como si se luchara contra la peste, el fuego purificador arrasó con toneladas de sábanas, frazadas, colchones, almohadas, camas, medicinas, muebles, heladeras, cocinas, lavarropas, máquinas de coser, etc., cuyo destino era la ayuda social.

Los ángeles exterminadores —los “comandos civiles”— corrieron a los hospitales, sanatorios, hogares de tránsito, centros asistenciales, unidades básicas, ministerios y municipalidades, a la CGT y los sindicatos de Buenos Aires y de todo el país buscando materiales de la fundación, reconocibles por sus etiquetas y destinados a la gente necesitada, robando además todo dinero en efectivo que encontraban.

Igual que hicieran los nazis tantas veces en los años ‘30, en sus asaltos a hogares y centros judíos o que simplemente tenían presencia del pensamiento de los judíos, los comandos civiles arrastraban toda clase de objetos al centro de las calles, encendían hogueras y cantaban el Himno Nacional con patriótico fervor, saludado al final con disparos de sus metralletas Pam y Halcón, derribando luego los bustos y estatuas de Perón y Eva Duarte, arrancando placas de bronce y carteles con sus nombres en edificios, en calles, en instituciones públicas y privadas, incluso detonando explosivos en algunos edificios para borrar el nombre y la memoria.

Extraigo el intenso relato precedente de las páginas que escribiera un destacado y valiente argentino ya desaparecido, Raúl Bustos Fierro (“Desde Perón hasta Onganía”. En: revista Biblioteca, Nº 2, cap. XVII, Buenos Aires, 1968), a lo que añado la memoria individual y colectiva contemporánea de millones de argentinos que no reían ni festejaban en esos momentos.

Por supuesto, reconstruir significados históricos es relativamente menos complicado que producir sentidos compartidos y con alta representatividad en el presente, pero cuando en esto último hay mucha discrepancia es señal de que algo no anda bien.

¿Acaso no revelan aquellas prácticas de los comandos civiles un nazi-fascismo conceptual subyacente? ¿Acaso la biblioclastia de “la Libertadora” y la represión popular del ‘55 no tienen el mismo sentido que las del ‘76? ¿Acaso no había intelectuales respaldando con teoría y manifiestos a los pirómanos “libertadores” en ambos golpes de estado?

Vale recordar, entonces la obligación de todo intelectual; ¡qué digo, de toda persona de bien!: “Hay que decir siempre la verdad, pero toda la verdad”. Eso se llama coherencia.

Luego de que sean investigadas las piras de 1955, pero sólo después, propongo que se continúe con las encendidas por la Revolución del 4 de Junio de 1943, y por la del 6 de Septiembre de 1930, y por las que se hicieron constantemente en los sindicatos socialistas en las primeras décadas del siglo XX, y entonces sí se pase luego a las piras del siglo XIX.

 

III

A la luz de la experiencia pareciera que la memoria individual y la colectiva son bastante endebles, por lo pronto, en materia de genocidios. Si al menos fuera cierto que un nuevo Holocausto tapa al anterior, siempre estaría fresco el recuerdo del último agravio a la humanidad en una de sus partes. No es esto lo que sucede habitualmente.

La multiplicación y recurrencia de horrores seriales, así como de doctrinas e ideologías que los sustentan en cada caso, acaban por anestesiar el dolor y naturalizar el Mal, o lo malo. He aquí, pues, el momento en que el fuego “de los dioses” de turno, cuyo fin último era y siempre será aniquilar la memoria, habrá logrado su objetivo.

Hace muy poco, el 29 de marzo de 2009, la periodista Laura Castillo denunció en El Nacional, de Venezuela, la reiterada destrucción de libros producida en los dos últimos años por el gobierno de Chávez. Sin embargo, en Argentina casi nadie se enteró.

En la Biblioteca Nacional y en cientos de bibliotecas populares de Venezuela se destruyó una cantidad exorbitante de libros mediante el recurso de su desincorporación, eufemismo que más allá de legítimas actividades bibliotecnológicas pareciera reducir lo execrable de dicha acción al interior de su real contexto de represión político-ideológica.

Junto con libros de la más variada temática, como literatura española y venezolana, literatura infantil y libros en braille, desaparecieron fundamentalmente aquellos que, como explicó el director de la Biblioteca Nacional y responsable del programa de purificación y adoctrinamiento, tenían

la ideología de la dominación, es decir, la ideología capitalista. Lo sabemos, se trata de la “cochina ideología capitalista” que tanto hace sufrir al heroico pueblo venezolano y latinoamericano y sin la cual estaríamos en el Paraíso...

Repito nuevamente, este maquillado bibliocausto pasó prácticamente ignorado en Argentina. Los habituales defensores de la dignificación del hombre, los “intelectuales” de Carta Abierta y de otras sectas afines se llamaron a silencio como hacen con Cuba y con todas las dictaduras y totalitarismos actuales. ¡¿Dónde ha ido a parar la famosa transversalidad solidarista suramericana, bolivariana y amerindia de tanto pensador “comprometido”?!

Una vez más, la coherencia brilla por su ausencia. Una pira siempre es una pira, y la biblioclastia siempre precede al asesinato. Pero además también lo continúa... para reafirmar “los principios” anteriormente invocados y puestos en juego “en nombre de los pueblos”.