Sala de ensayo
José María Vargas Vila (izq.) y Amado NervoLos jóvenes sacerdotes de Vargas Vila y Amado Nervo: condenados entre el amor carnal y el amor a Dios

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“Symptoms of disease are nothing but a disguised manifestation of the power of love; and all disease is only love transformed” (La montaña mágica de Thomas Mann).

“Guárdate de la amistad de un loco, de un judío o de un leproso” (antigua inscripción en el Cementerio de los Santos Inocentes, en París).

“El abate Kempis era un poeta inofensivo. No pudo llegar a discípulo de Ignacio de Loyola. Nervo murió virgen. Hizo bien, Elí, el carpintero de Nazareth; infecundo, como la mula del nacimiento” (Vargas Vila en referencia a Amado Nervo, en Hombres de España y América, editado en La Habana, en 1925, citado por Rafael Gómez en “José María Vargas Vila”, 206).

Sospechamos, al leer la última de las citas, que el gran escritor colombiano no había leído en profundidad El bachiller, la novelita del escritor mexicano Amado Nervo publicada en 1896, precisamente el mismo año que Vargas Vila sufrió un accidente de barco en Grecia y se le dio por muerto durante una temporada. Quizá el nombre de Ana Daillez no le fuera familiar a Vargas Vila, pero esa mujer fue el gran amor de Nervo, y a ella le dedica su mejor novela, La amada inmóvil. Lo cierto es que existe una gran cercanía temática entre la primera novela del mexicano, El bachiller, y la tragedia que el colombiano escribiera en 1917, El huerto del silencio. A pesar de tratarse de escritores de caracteres tan diferentes, de vidas tan opuestas y de actitudes humanas dispares, un tema constante une a estos dos hombres que vivieron, más o menos, el mismo periodo histórico y murieron con doce años de diferencia.

La lucha más encarnizada entre la carne y el espíritu, la castidad frente a la pasión erótica, es la angustia que persigue a los atormentados protagonistas de las dos novelas. Sin embargo, la actitud de los protagonistas va a marcar el tono diferencial de los relatos. Tanto Nervo como Vargas Vila mostraron siempre en sus obras un interés por tratar el tema religioso, aunque el tratamiento que ambos escritores otorgan al asunto difiera ligeramente. El poeta mexicano había ingresado en una orden religiosa siendo joven pero en su madurez se caracterizó por una búsqueda espiritual mística de corte panteísta. El Divino, como se apodaba a Vargas Vila, no tuvo nunca reparos en mostrar un marcado desdén por la institución eclesiástica a la que consideraba una de las peores enemigas que obstaculizaban el progreso de las clases populares en los países latinoamericanos. Dado el interés de ambos escritores por todo lo que rodeaba el mundo religioso, no es sorprendente que los protagonistas de estas dos novelas sean sacerdotes o estén en vías de serlo. Sin embargo, y esto es lo importante, son sacerdotes atormentados carentes de un arrebato genuinamente religioso.

Cuando Felipe, el protagonista de El bachiller, le comunica a su tío que quiere estudiar teología, a éste no le sorprende en absoluto este deseo del sobrino pues “aun cuando el chico no era muy dado a ejercicios piadosos, no se distinguía tampoco por su disipación; y además, nadie en Pradera, venero de sacerdotes, podía asombrarse de una resolución semejante” (188). Tanto Felipe como Octavio se han visto abocados a la carrera sacerdotal por causas diversas que tienen mucho que ver con su constitución física y moral. En las primeras líneas de El bachiller se nos dice de Felipe que “nació enfermo, enfermo de esa sensibilidad excesiva y hereditaria que amargó los días de su madre” (185), es decir, que el atormentado joven está condenado desde el principio de sus días debido a su debilidad física. Felipe ha heredado el legado de la madre: extrema la sensibilidad, menguada la dote material. De ahí que, cuando muera la madre, el pobre Felipe deba ir con un tío suyo que vive en Pradela, ciudad de México que se nos describe como el lugar de los canónicos por antonomasia. Todas las fuerzas del universo se han aunado para que este joven dado al misticismo, aunque no sabemos muy bien si es erótico o místico, siga los pasos de la Iglesia.

Para Octavio, el protagonista de El huerto del silencio, las cosas se presentan mucho peores. La enfermedad que le aqueja es la lepra con todas las implicaciones de herencia y contagio que esta enfermedad conlleva. Vargas Vila ha escogido para su personaje uno de los males más antiguos de la humanidad, la presencia de la lepra en los textos bíblicos es constante, siendo la enfermedad más nombrada tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La causa de este mal ha estado siempre rodeada por un fuerte halo de superstición, llegando a creerse en el Medievo que era un castigo enviado por Dios como penitencia por algún pecado cometido. Los fenómenos que se presentan misteriosos e inescrutables han provocado desde siempre los recelos de los hombres, y más tratándose de enfermedades incurables. De la supuesta condenación divina a la humana sólo queda un paso. Nos dice Susan Sontag que “any disease that is treated as a mystery and acutely enough feared will be felt to be morally, if not literally, contagious” (6). Este miedo al contagio se triplica cuando se trata de un problema tan visible como la lepra, imposible de esconder, repulsiva al tacto y asqueante para la vista. Los estigmas que han rodeado a los leprosos a lo largo de la historia son incontables, el vacío físico y espiritual era aterrador para unos seres que eran forzados a vivir pegados a una campana para anunciar su proximidad a cualquier población. Y es que la piel, tanto o más que los ojos, es considerada el espejo del alma. Quién no recuerda al adolescente tímido y acomplejado por un rostro plagado de erupciones cutáneas, que lo hacían aislarse y apartarse de los demás compañeros. Un simple gesto de saludo, que se acompañe de un beso en la mejilla, como acostumbramos a darnos en nuestros “cariñosos países”, es penoso cuando se trata de rostros afectados por el acné. Al menos, las erupciones cutáneas suelen estar provocadas por causas externas y son más temporales y de menor envergadura que el mal de Octavio. Nada sirve de consuelo para el morador del huerto del silencio. Octavio vive recluido, junto a su madre, aislado de todos los demás hombres. El padre don Hilario es el único ser humano que ha tenido acceso a la casa desde los tiempos en que vivía el padre de Octavio, don Eduardo. Más tarde veremos cuáles son las razones menos santas detrás del piadoso comportamiento del santo padre. Lo más trágico de la situación de Octavio es que las posibilidades de curación física son nulas, en ningún momento aparece la figura del médico o se nos habla de remisiones de la enfermedad debido a tratamientos curativos. El padre de Octavio, desde su tumba en el Huerto del Silencio, es la sombra abismal que se cierne sobre Octavio y representa el destino inexorable del joven enfermo.

Tanto Octavio como Felipe son seres condenados por la herencia de sus padres. La madre, en un caso, o el padre en el otro, son las presencias de fondo en las vidas de estos jóvenes condenados desde su nacimiento. Las causas de la enfermedad de estos personajes no son exógenas como vemos en algunos de los relatos de la Pardo Bazán, en los que los protagonistas encuentran su perdición por causas que podríamos llamar ambientales, a saber, un viaje a París puede arruinar la moralidad más sólida y crear los vicios más iracundos así como las enfermedades más devastadoras en personajes que habían sido el puro retrato de la virtud. En el caso de Felipe y Octavio no encontramos ninguna acción mundana que les haya podido condenar. Octavio se nos presenta rodeado de tristeza hasta que descubre, brevemente, los delirios del enamoramiento, cuando Alicia Ellis y su madre vienen a vivir en la casita del huerto. Sin embargo, muy pronto sufre Octavio el rechazo de la mujer al enterarse ésta de la condición que aquejaba al padre de Octavio. Desesperado, se dirige el enfermo a don Hilario en busca de consuelo. La respuesta del sacerdote es contundente: “¡Bendito sea Dios! Él ha despertado tu corazón a la única vida que no muere; / antes de que este funesto amor viniera a perturbarte, ya habíamos hablado de que irías a concluir tus estudios en el seminario de la capital; / allí nadie sabe nada del funesto mal que ha diezmado tu raza; y Dios y los hombres te abrirán los brazos” (63). El seguimiento de la carrera eclesiástica se considera la única opción de salvación para este ser humano marcado por un sombrío pasado y un inexorable futuro. El sacerdote es conocedor de los designios inescrutables del Señor, y el derecho a amar y ser amado por una mujer no entra en los planes que don Hilario, y Dios, han trazado para el leproso Octavio. Las razones para apartarlo del amor son obvias, como el santo padre le hace saber a Mónica, la madre del protagonista:

Todas las tentaciones le acecharían; la primera la del amor...; y, ¿bajo qué forma? bajo la forma del vicio, porque la del deber no le es permitida; / el matrimonio, le está prohibido; / nosotros, no podemos permitir que haga una generación de enfermos, un lazareto de leprosos... (56).

Más adelante veremos la importancia que el asunto de la procreación tiene en El huerto del silencio y, de forma implícita, también en El bachiller. Cuando ambos jóvenes deciden consagrarse al mundo religioso, ya ambos han conocido los sinsabores del desamor y la hiel de la amargura. Sin embargo, ninguno de los dos ha tenido experiencia erótica alguna. Sus pasiones amorosas son puramente platónicas; en el caso de Felipe, y dada su especial sensibilidad, observamos la tendencia imparable hacia los extremos emocionales. Existe en el joven una inquietud y un ansia inexplicable hasta que “aquel espíritu, sediento de ideal, desilusionable, tornadizo en extremo, había acabado por comprender que jamás saciaría su ansia de afectos en las criaturas, y como Lelia, la de Jorge Sand, sin estar muy convencido que digamos de las católicas verdades, buscaba refugio en el claustro” (188). La vida sacerdotal se presenta como el antídoto a la pulsión sexual que late en los jóvenes y a la que, por una u otra razón, no pueden dar rienda suelta.

Pero, muy pronto, la amargura vuelve a posarse en sus almas y la batalla más encarnizada se cierne sobre sus cuerpos. El acto segundo de El huerto del silencio da comienzo, mostrándonos a un Octavio más viejo y con claros signos de su enfermedad. Doce años han transcurrido desde que había dejado su soledad en el huerto, doce años en los que probó las mieles de la fama, mientras era aclamado por los fieles y sus superiores. Sin embargo, el sueño acabó estrepitosamente cuando se descubre que está contagiado por el mismo mal que sufrió su padre. Es a su vuelta a la casa solitaria, en el Huerto del Silencio, cuando el hombre se da cuenta de la necedad vana de su oración y de lo ridículo de su vida castrada, encadenado al cuerpo ulceroso que lo sostiene. El hombre intenta rezar, pero el rencor contra un Dios que ha permitido todo el dolor del mundo cebarse en su cuerpo enfermo, puede con él: “Benedicamus Domino: / Bendito sea el Señor; / he ahí la voz que suena en mis tinieblas, sin poder llenar mi corazón; / [...] tú, pobre ser tremante, transido por todos los espantos, con el corazón atravesado por la espada invisible, ¿por qué cantas el cántico de gracias, a aquel que te ha hecho sentir el ardor de su cólera, y te ha privado del beso de su Misericordia?” (68). La rebelión de Octavio alcanza tintes apocalípticos, adivinamos en algunas escenas el papel simbólico del hombre enfermo como el Cristo sangrante que clama ante el abandono del Padre. Se pregunta Octavio qué tipo de Dios es aquel que permite el dolor indiscriminado: “¿Por qué el divino Nazareno, si era Dios, al curar al Lázaro, no curó para siempre al lázaro? / ¿por qué curó al Hombre, y dejó el Mal sobre la tierra? / salvar un Hombre, es bien poca cosa para un Dios; salvar los hombres, sería algo digno de él” (73). Las referencias al Lázaro bíblico son numerosas en El huerto del silencio, en realidad, se alude en el relato a los dos Lázaros que aparecen en el Nuevo Testamento. El Lázaro leproso y pobre, que comía las migajas bajo la mesa del rico Epurón, es aquél al que Jesús curó de su lepra; el otro Lázaro, el hermano de Marta y María, es aquél que fue resucitado milagrosamente por el Nazareno, éste último Lázaro fue santo pero no leproso. Existe una curiosa superposición de los dos Lázaros bíblicos, a los que se une la figura del Job leproso del Leviatán, cuando Mónica, la madre de Octavio, habla de su temor ante la reencarnación del padre en el hijo:

¡Ah! Señor Cura... nadie como usted sabe lo que yo he sufrido, lo que yo he llorado, lo que yo he implorado a Dios, en esta soledad, temblando de espanto bajo el espectro de Job, ante el horror de la llaga engrandeciente que devoró a mi esposo, que amenaza a mi hijo; vivir llorando sobre la tumba de Lázaro, con la angustia expectante, de ver alzarse el muerto bajo las facciones del hijo, con la única resurrección posible, la de su lepra; ¡Dios mío! Dios mío... ¿cómo salvar a mi hijo? (55).

Los dos Lázaros bíblicos, el resucitado y el leproso curado, se aúnan en la figura del padre leproso muerto. El temor de Mónica es que el padre y la enfermedad que sufría se reencarnen, simbólicamente, en el hijo; después veremos que no sólo la lepra, sino también los accesos demenciales, van a encontrar cabida en el cuerpo y la mente del hijo. La lepra de Octavio actúa como un cordón de seguridad que le impide cualquier contacto humano, las caricias le son negadas. La madre es el único ser humano que ha acariciado al hijo, y éste expresa el agradecimiento a una mujer que comienza a perder los tintes maternales para rozar las esferas eróticas: “Aquí, [vengo] a reclinarme en tu seno, que no tiene miedo de mi lepra, [...] en esta muda complicidad de todos los dolores, embellecida por el cuidado de tus manos; (besa religiosamente, apasionadamente, las manos de su madre y las acaricia en un gesto de adoración); ¡oh! ¡suaves manos, que dais caricias! ¡oh! ¡bellas manos, que dais consuelo!... ¡manos divinas, manos del Amor!...” (77). Mauro Torres hace un interesante y original estudio de la relación madre-hijo en la obra vargasviliana y, en referencia a El huerto del silencio, el autor hace una lectura muy particular:

El huerto del silencio es un lugar desolado, un lugar maldito, que simboliza, otra vez, el interior de Vargas Vila, azotado por los vientos que soplan desde el polo edípico, por instintos que arrasan la vida y la alegría, destructivos, egoístas. En este huerto del silencio, en esa soledad maldita, vive con su madre, en retraimiento autístico. Todos huyen del lugar como de algo pestilente. Las expresiones “nadie” y “nada” substancializan la situación: ¡nada y nadie!, excepto el hombre con su madre en la intimidad (236).

En cualquier caso, sí vemos la estrecha relación entre hijo y madre, como también vemos la cercanía entre Felipe y su progenitora: “Algunas veces, sin causa alguna, lanzábase al cuello de su madre, y con efusión incomparable la besaba y le decía: ‘No quiero que te mueras’ ” (185).

La lectura y los libros son la otra escapatoria a la atormentada lucha interior de nuestros desolados sacerdotes. Octavio reprocha a don Hilario el haberle mostrado sólo libros religiosos de un misticismo morboso que sirvieron para debilitar más su desolada alma. Únicamente en el Presbiterio de la parroquia, Octavio tiene acceso a una literatura liberadora que le ayuda en su propia labor literaria: “libros de belleza y de fuerza, que desgarraron mi Pensamiento y me dieron una nueva alma; / [...] el Obispo me amonestó; / y yo guardé mis libros; / y es aquí, [en el Huerto del Silencio] que los he abierto de nuevo, que me he absorbido en ellos, que los he devorado y me han devorado, y, que he olvidado en ellos, todo, hasta la crueldad de mi dolor” (82).

Las referencias literarias, en concreto, la teología y los libros escritos por los Santos Padres de la Iglesia, son también importantes en El bachiller. Felipe es nombrado bibliotecario y pasa sus días rodeado de las ingentes obras de religiosos como San Agustín, San Bernardo o Santo Tomás de Aquino. Se nos describe al joven como adicto a la lectura de libros que enseñan a alcanzar la perfección moral, la Imitación de Cristo o las Confesiones de San Agustín o bien la Introducción a la vida devota de San Francisco de Sales son compañeros inseparables del joven. Especialmente importantes para nuestro relato serán las referencias a la vida de Orígenes, el santo Padre de la Iglesia que se castró para evitar cualquier apetito sexual al considerar la castidad como la condición ineludible para alcanzar la perfección moral. La castidad es la obsesión constante para Felipe. La lucha entre la carne y el espíritu va a ser la batalla más encarnizada que se libra en la atribulada alma del joven sacerdote.

Es, ante el aludido asunto del amor erótico y carnal, que Octavio y Felipe comienzan a distanciarse. No vemos en El bachiller la actitud de recriminación hacia Dios que caracteriza a Octavio. Cuando Felipe siente la tentación de la carne como un ponzoñoso veneno que amenaza sus castos propósitos, el ruego a la Santísima Virgen es el único clamor desesperado que sale de la garganta del sacerdote. La figura que el joven cree ver es la de la muchacha que conoció de niño en la hacienda de su tío, Asunción. Las formas corpóreas de la mujer se presentan como una visión de pecado y tentación ante el atribulado joven, que había esperado una aparición gloriosa de la Santísima. Simbólicamente, la mujer lleva el mismo nombre que la virgen María en su ascensión a los cielos y, de este modo, Asunción es presentada en el relato como salvación más que perdición. Pero en su ceguera obsesiva, Felipe siente la corrupción moral de su debilidad y, ante el presentimiento de su próxima caída, alcanza un paroxismo próximo a la demencia: “¡Te juro por tu divino Hijo, que está presente, conservarme limpio o morir!” (193).

Muy diferente es la emoción sentida por Octavio hacia el amor ofrecido por Clara, la prima que entra en el Huerto del Silencio para acompañar y servir al sacerdote enfermo y su madre. Uno de los reproches más dramáticos que hace Octavio a Dios, a su enfermedad y a don Hilario, es el vacío que siente en un cuerpo que no ha conocido los deleites de la pasión amorosa: “Si el mal implacable no había de perdonarme, que me hubiera sorprendido después de haber arrancado a la Vida, siquiera una gota de miel” (81). Por eso, cuando Clara es capaz de besar los labios leprosos y de acariciar las manos ulceradas, Octavio no duda en darse por completo a ese sentimiento de plenitud nunca conocido. La muchacha había preferido servir a su primo leproso que pasar el resto de sus días viviendo una existencia estéril y yerma en cualquier convento. Clara, consciente de la condición de Octavio, se entrega voluntariamente a un amor que presiente como una dulce muerte: “Tuyos son mis besos; / tuyas mis caricias... / tuyos los perfumes de mi corazón... / tómame y devórame con tus besos sabios, / que muera en tus brazos; / qué dulce es la muerte, muriendo de Amor...” (163). La pasión amorosa ha transformado el carácter de Octavio, y descubrimos un alma en éxtasis y un cuerpo ansioso de probar los placeres de la carne, que le habían sido negados toda una vida. El amor y el placer erótico son los únicos que dan una plenitud vital desconocida al morador del huerto. Las acciones de Dios, y su mera existencia, habían sido puestos en tela de juicio por Octavio, ahora, la pasión amorosa será el nuevo dios para él. Las palabras de Jorge Luis Castillo, aplicadas a la novela María Magdalena, novela escrita por Vargas Vila alrededor de 1911, pueden ser ilustrativas para nuestro relato:

The novel shows Vargas Vila to be a child of his time; characteristically of this period, the sacred and the profane are reversed. Religion becomes secularized and rationalized and its mystical and irrational elements replaced by popularized versions of current theories of political philosophy. The profane element of erotic love, on the other hand, is elevated to a higher plane, one threatening ultimate perdition and offering super terrestrial salvation (604).

Ciertamente, el amor y el deseo de los jóvenes son sentidos como una salvación espiritual y una liberación física para Octavio; ni la carrera eclesiástica, ni los libros, ni el amor materno ofrecieron antes una plenitud semejante a la que el joven enfermo siente revivir en su cuerpo cuando es amado por Clara. Sin embargo, muy pronto la dulce muerte de amor de Clara y Octavio es conocida por la aldea y el sacerdote don Hilario. A partir de ahí, la condena de los jóvenes amantes no se hará esperar. La confrontación entre don Hilario y Octavio es uno de los momentos claves del relato ya que se observa claramente la ideología vargasviliana que ha venido sustentando la novela. Descubrimos la ambición material de don Hilario, detrás de su aparente preocupación por el enfermo y la madre de éste último, se encuentra el deseo de que éstos otorguen todos sus bienes a la Iglesia. La aparición de Clara, y la negativa de ésta a entrar en el convento, complican los planes del viejo sacerdote, pues, lógicamente, ella será la futura heredera de los bienes de la familia. La moralidad del Huerto del Silencio, tal y como es entendida por la Iglesia y los feligreses de la aldea, queda en entredicho; por eso, don Hilario llega hasta la casa para hacérselo saber al joven enfermo. La reacción de Octavio es contundente y se convierte en la voz de un Vargas Vila que siempre se opuso a la institución eclesiástica y la opresión que ésta ejercía sobre el pueblo. Octavio hace llamar a Clara ante la recriminación del cura de que la muchacha está en la casa contra su voluntad. La mujer afirma que no ha sido coaccionada e insiste, con unas palabras que constituyen todo un presagio, que sólo la sacarán muerta del lado de su primo. La idea que nos interesa especialmente es la crítica que Octavio lanza al sacerdote, le dice que no es un hombre, los sacerdotes no son hombres porque no crean vida: “El Amor de Dios no crea nada, no perpetúa nada; es estéril como el vientre de Sara, y como la simiente de Onán; / sólo el Amor, el otro amor da la Vida; él crea seres para la Eternidad; Dios está todo del lado del Amor, porque él extiende sus dominios y los perpetúa; / suprimid el Amor; / moriría el Mundo; / ¿sobre quién entonces, reinaría Dios?...” (124). Octavio cree en el amor que crea, que da nueva vida. Sin embargo, él mismo nunca podrá dar vida a otro ser, la aberrante idea de dar al mundo hostil que él siempre ha conocido, una criatura tan enferma como él, produce en el protagonista un estado de demencia que Mónica presiente similar a los ataques de locura del padre muerto.

El final del relato se nos presenta rápido y trágico. Cuando Clara comunica a su amante que se haya encinta, éste se transforma en un ser monstruoso que maldice a la mujer y a la criatura que ha sido concebida, con palabras que presagian el desenlace fatal: “La Vida... / es decir, la lepra, el contagio, la Maldición... / ¿eso te alegra? / (acercándose a ella con una cólera creciente y los puños levantados). / ¡maldito sea tu vientre, que concibió el Dolor! / malditas tus entrañas, fecundadas por los gusanos; / malditos tus besos, que florecieron en esa flor de lepra y de Exterminio. [...] Apártate; apártate... / hembra de Maldición... / no te acerques a mí... / yo era un muerto, y tú me has resucitado para dar Vida a algo más triste que la Muerte: al Dolor... / vuélveme a la tumba, o entra en ella...” (165-66). Unas horas más tarde, en un estado demencial, el amante acaba con la vida de la mujer acuchillándola varias veces en el vientre.

La locura demente es, también, el estado que mejor describe los sentimientos que se van engendrando en el alma de Felipe, cuando el joven regresa por una temporada al rancho del tío, para recuperarse del reuma y la anemia que lo habían enfermado en el seminario. La idea de fondo del relato se ve claramente en las palabras de Asunción, cuando ésta intenta convencer a Felipe de que abandone la clausura y la esterilidad existencial del monasterio: “¡Usted sirve para todo, es claro! Y yo he oído decir al vicario que por cualquier parte se va a Roma, es decir, que hay muchos caminos para el cielo, y, que el casado que cumple bien con sus deberes, sube derechito a la gloria. Usted es bueno y, ayudando a don Jerónimo, podía ser muy útil aquí entre nosotros sin ofender a Dios, antes haciendo bien a estas pobres gentes tan rudas, enseñándolas a vivir honradamente. ¡Vamos, niño, no se ordene usted!” (198). En la cabeza de Felipe se libra, en ese momento, una encarnizada batalla, y los ecos de su conciencia resuenan contundentes: “Naciste para trabajar y amar. En el Universo todo trabaja y ama. [...] La atracción, en el espacio, es el amor de astro a astro, y en la tierra el amor es la atracción necesaria que mantiene unidos a los seres. ¡Ay de ti si pretendes escapar a esa ley soberana!” (198). Unos minutos más tarde, cuando Asunción comienza a abrazarlo mostrándole su amor, el joven Felipe se castra con una plegadera. El libro que leía queda abierto en el capítulo que refiere la vida de Orígenes.

La misma idea de canto a la vida, al amor, a la unión erótica y a la ley universal de la creación, existe en ambos relatos. El mismo desenlace de muerte, de castración de la vida y de imposibilidad de futuro acaba las historias de las dos novelas. A las historias de los dos sacerdotes, les unen muchos más puntos de los que, quizá, Vargas Vila llegó nunca a sospechar.

 

Bibliografía

  • Castillo, Jorge Luis. “The Gospel according to Vargas Vila: Religious and Erotic Discourses within María Magdalena”. Romanische Forschungen, 111 (1999): 600-21.
  • Gómez, Rafael. “José María Vargas Vila”. Boletín cultural y bibliográfico, 16 (1979): 203-209.
  • Nervo, Amado. Obras completas. Madrid: Aguilar, 1967.
  • Sontag, Susan. Illness as Metaphor. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1978.
  • Torres, Mauro. Psicoanálisis del escritor. México: Pax México, 1969.
  • Vargas Vila, José María. El huerto del silencio. Bogotá: Panamericana Editorial, 1999.