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Jaque mate

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Las blancas iniciaron la partida con un movimiento inusual. El peón, aquel ubicado frente al alfil de la dama, avanzó dos casilleros. Había visto ganar muchas veces a las blancas. Tomaban siempre el control central, acorralaban a la dama enemiga y terminaban, finalmente, atacando arteramente al rey. Sin embargo, tras aquel movimiento inicial, supe de inmediato que esa partida sería diferente a las demás.

Miguel era mi vecino y siempre lo consideré, además de un buen ajedrecista, el mejor de mis amigos. No sólo por esa disposición que tenía, siempre, para escucharme; sino además, por esa suma de habilidades con las que jamás dejó de sorprenderme. Y es que en Miguel todo se veía natural; su destreza para mover los trebejos, su habilidad para llevar la pelota pegada al pie, la facilidad con que arrancaba sonrisas a las muchachas del parque Villar.

Mi amistad con Miguel copó siempre la mayor parte de mi vida. Crecí a su lado y eso, entre mañanas risueñas y uno que otro momento triste, se encargó de ir amalgamando, de a pocos, nuestra compacta amistad. Recuerdo la tarde en que lo conocí. Regresábamos con mamá, del mercado, cuando en la puerta de la casa, sobre la grada que anticipaba el ingreso, lo vimos ahí sentado. Había tendido un tablero de ajedrez y, sobre él, los treinta y dos trebejos debidamente ordenados.

—¿Juegas? —preguntó.

—Un poco —le dije.

Él con las blancas, yo con las negras, iniciamos la partida. Fue la primera de muchas. Como era previsible, Miguel salió ganador, y quizás ese fue el inicio de aquel respeto que le guardé. Un respeto que se fue haciendo mayor conforme nuestra amistad creció. Un respeto que, además, empezó a convertirse en admiración cuando descubrí, que además de un gran ajedrecista, Miguel tenía una habilidad natural para deslumbrar a cuanta muchacha se le pusiera al frente.

 

Tras las primeras movidas, el centro del tablero, objetivo perseguido por las blancas, parecía hallarse bajo control. Las piezas negras se vieron, de a poco, sin capacidad de movimientos. Los caballos blancos, estratégicamente ubicados, cubrían el tímido avance de los peones enemigos. Como de costumbre, las piezas negras empezaron a verse maniatadas.

Fue con Trinidad la primera vez que lo noté. Yo tenía doce y él apenas trece, cuando vimos pasar, por primera vez, a aquel grupito de muchachas. Trinidad venía al medio, llevaba el cabello amarrado en una cola y cargaba una mochila amarilla sobre sus hombros.

—Te gusta esa chica... ¿no? —me preguntó.

—Sí —respondí entre avergonzado y sorprendido.

Entonces lo hizo. Movió su dama, me hizo el jaque mate respectivo y, como si fuera a hacer algo habitual y cotidiano, se puso de pie. Caminó hacia ellas y, con una seguridad envidiable, se les colocó al frente. Algo les dijo ya que las tres rieron. Él también rió. Luego se acercó a Trinidad y, en tono más serio, empezó a hablarle. Supuse que se refería a mí, ya que Trinidad volteó de inmediato hacia el lugar en el que me encontraba. Sentí su sonrisa quemándome el rostro y, con más cara de tonto que de feliz, sonreí también. Luego continuaron la charla, gesticularon sonrientes y, tras cinco eternos minutos, se despidieron. Miguel, por cierto, se despidió, una por una, de las tres. Luego, regresó a mi lado.

—Memoriza —me dijo—, 2743301. Repito, 2-7-4-3-3-0-1. ¿Memorizaste?

—¿Qué es? No me digas que... su...

—Sí. Su teléfono. Y tú la vas a llamar mañana. Exactamente a las siete y media de la noche.

Y me lo explicó. Miguel se había acercado a Trinidad y, sin darle siquiera tiempo a reaccionar, le tejió, en pocos segundos, una sencilla pero audaz historia. Le contó, con su genial capacidad de síntesis, que su amigo, aquel que estaba sentado frente al tablero de ajedrez, insistía en referirse a ella con el nombre de Trinidad. Y bueno, él estaba convencido de que no era así, de que ella se llamaba María, y quería probárselo. Le aseguró que habíamos tenido tal discusión por el asunto del nombre, que creyó que lo mejor era salir de una vez de la duda. Trinidad, sorprendida, le confirmó su nombre. Mira, pues, dijo finalmente Miguel, mi amigo tenía razón... ahora sí podrá llamarte por teléfono. Si no lo hacía era porque aún tenía la duda. En fin, no le volveré a discutir. Por cierto tu número es... y se quedó en silencio hasta que ella misma se lo dijo.

Aquella noche, exactamente a las siete y media, llamé a Trinidad. Miguel no necesitó insistir para que lo hiciera. No porque estuviera decidido a llamar, sino porque no hubiera sido capaz de contradecirlo. Si él decía que debía llamar, él sabía por qué lo decía. Y como siempre, tuvo razón. Llamé, conversamos algunos minutos y, siguiendo sus indicaciones, terminé por invitarla al cine. Ella aceptó. Miguel era infalible en el tema de las chicas y esa noche me lo había vuelto a probar. Aquel sábado fuimos al cine, paseamos por Miraflores y le invité un helado en el Quattro D. Meses después, y siempre con la ayuda de Miguel, Trinidad y yo terminamos por convertirnos en enamorados.

En cuanto a Miguel, él seguía en lo suyo. Conquistaba muchachas y se lucía frente al tablero o la pelota en los pies. Mientras yo andaba con Trinidad, él andaba con una y otra chica y no parecía conformarse con alguna en especial. Elegía a las más guapas y no había una que se resistiera a sus encantos. Todas caían. No necesitaba en absoluto de ser presentado ni, mucho menos, esperar una ocasión para conocerlas. Le bastaba verla, acercarse, decirle tres o cuatro frases que ya tenía preparadas, para que, ellas, envueltas y subyugadas, terminaran por darles el teléfono. El resto era aun más sencillo. Las invitaba al cine, las piropeaba de una y mil maneras, y así, cada una de ellas, en algún momento, llegaron a tener “los ojos más lindos del mundo” o “la más dulce de las sonrisas”. Todas, por supuesto, asumían ser su enamorada hasta que él, claro, se empezaba a aburrir, las dejaba de ver y así, sin explicación alguna, terminaba reemplazándola por una nueva chica. Si alguna “novia” le reclamaba algo, él se limitaba a decirle que ya no la quería. Luego, dejándola con una palabra en la boca o, con una lágrima en la mejilla, daba media vuelta y se marchaba. Lo hacía sin apuro, pero, además, sin preocuparse en absoluto del dolor que dejaba atrás, y disfrutando en su intimidad aquellas lágrimas que, orgulloso, se jactaría después, habían soltado por él.

Tuve, además de Miguel, otros amigos por aquella época. Amigos que también conocieron a Miguel y que terminaron admirándolo igual que yo. Sin embargo, a diferencia mía, ellos preferían evitar su compañía. Y es que resultaba imposible conquistar a una muchacha si Miguel se encontraba cerca. Bastaba que a Miguel le gustase alguna chica para que cualquier otro se viera obligado a desistir en su intención. No había, pues, posibilidad alguna de competir con él.

Las blancas avanzaron el alfil un escaque en diagonal. Así, con el avance de sus caballos y aquel último movimiento, no sólo consiguieron neutralizar a los peones negros, sino además, lograron ejecutar un enroque a tiempo. Este movimiento no sólo protegió al rey sino, además, permitió a la torre tomar posesión de la columna central. De esta manera, la dama negra, que ya empezaba a desplazarse, quedó momentáneamente inmovilizada. Tímidamente, pensando en un enroque desesperado, las negras respondieron avanzando una casilla el alfil. Una vez más las blancas se apoderaban del terreno de juego.

Las últimas semanas que viví al lado de Miguel, sin embargo, resultaron muy diferentes a las que me tenía habituado. Todo empezó cuando conoció a Marita en la fiesta de los Inurritegui. Marita, a diferencia de las chicas que solían rodearlo, no era ni siquiera bonita. No era que fuese fea, tampoco, pero era una de esas chicas a las que Miguel jamás habría mirado en condiciones habituales. Si lo hizo, en este caso, fue porque en algún momento de aquella fiesta, Miguel le gastó una broma; una de esas con las que las chicas soñaban, y ella, sin embargo, ni se inmutó. Dio media vuelta, caminó hacia la mesa, repleta de sanguchitos y pasteles, y, cogiendo uno de los panecillos de cebada que estaban ahí, mordió la mitad y le invitó la otra mitad a Pepe Cabrejos, uno de esos muchachos que, de no ser por lo ocurrido, habría permanecido en el más oscuro anonimato. Fue un movimiento inusual, algo que Miguel nunca esperó. Y fue desde ese día que Miguel cambió. No fue algo inmediato, es verdad. Ni siquiera fue evidente. Pero yo, que era su amigo, que lo veía a diario, lo noté desde un principio. La primera señal de que algo le ocurría a Miguel fue cuando, a mitad de una partida de ajedrez, me preguntó por Marita.

—¿Quién es esa chiquita que estaba en la fiesta de los Inurritegui?

Visto así, fríamente, aquella pregunta podría parecer intrascendente. Pero yo lo conocía demasiado bien. Miguel nunca preguntaba por una chica. Para él las cosas eran mucho más simples. Simplemente, si le gustaba alguna, se acercaba a ella y la conquistaba. Así de sencillo. Sin preguntas ni averiguaciones. Sin anuncios ni comentarios previos. Simplemente la conquistaba.

—¿Cuál de ellas? —le pregunté extrañado.

—La feíta —me dijo.

Así que le conté lo poco que sabía de Marita. Que estudiaba en el Fanning y que vivía a dos cuadras de la iglesia de San José, justo frente a la tienda de discos. Por lo demás, le dije, sé que para con los chicos del parque Colombia.

Supe que el viernes siguiente Miguel se fue a dar una vuelta por allá. Me lo contó Trinidad, que para entonces era amiga de Clara, una de las amigas de Marita. Es que llegó al parque, me dijo, y vieras cómo se pusieron las chicas. Porque ahí estaban todas. Las hermanas Donayre, la Carlita, la Sophie, la María Esther y la Marita. Y vieras el alboroto que se generó. La Carlita, por ejemplo, no sabía qué más hacer para llamar su atención. Y de la china Sophie o la María Esther, ni te digo nada. Estaban alborotadas. Y como Miguel se les acercó, peor. Todas le sonreían, le hacían fiesta y lo miraban embobadas. Todas, menos la Marita, que ni bien lo vio llegar, se fue a la bodeguita del gordo Pepo a comprar un chicle. Me contaron, siguió Trinidad, que regresó justo cuando Miguel se estaba yendo. Lo peor fue que Miguel, que ya se había marchado, regresó al grupito ni bien vio que Marita volvía de la bodega. El encuentro se hizo inevitable. Dicen que el pretexto fue la necesidad de prender un cigarrillo. Entonces, lo que hizo fue pedirle fuego a Marita. Imposible que escapara, Miguel la tenía arrinconada. Todas, alrededor, enmudecieron.

Por un momento, supuse que la dama negra caería en el cerco tendido por la torre y los dos caballos. Analizando el tablero, a la dama no le quedaban casilleros libres. Si se movía a la derecha, el caballo blanco acabaría con ella; si lo hacía a la izquierda, el otro caballo esperaba al acecho. De permanecer quieta, la torre no le perdonaría la vida. Una vez más, pensé, las blancas lo conseguirían. Miré el tablero con resignación. De pronto lo noté. Si la dama negra era sacrificada, entregándose a uno de los caballos enemigos, el alfil negro, aparentemente inútil y olvidado, quedaría en posición de atacar diagonalmente al rey blanco. Las blancas no esperaban esta jugada. Por primera vez se verían sorprendidas.

La única, sin embargo, que no enmudeció, fue la misma Marita. Sin inmutarse le señaló con el dedo la bodega del gordo Pepo y le sugirió, con fría cortesía, que vaya para allá. Luego se despidió de todas con un beso en la mejilla, y a Miguel, apenas, le soltó un insípido “chau”.

Según Trinidad, a Marita, como a todas, le encantaba Miguel. Sin embargo, era incapaz de soportar que no hubiese una sola chica que se negara a sus embates. Ella, por orgullosa, por complicada o simplemente porque no soportaba su altanería, estaba decidida a sacrificarse con tal de darle una lección a Miguel.

La historia de lo ocurrido en el parque Colombia, que me contó Trinidad, la escuché de boca del mismo Miguel. El simple hecho de que me la haya contado, denotaba, de por sí, el extraño cambio que venía sufriendo. Fue entonces que nuestras partidas se hicieron más continuas. Lo hacía, sin duda, para poder tener con quién hablar sobre Marita. A ratos, a mitad del juego se distraía y empezaba a mencionarla. Lo hacía, a veces, con un tono despectivo, como si fuera poquita cosa o algo así; otras, a cambio, sólo me decía que le provocaba tenerla al frente, los dos solos, a ver si era tan autosuficiente como presumía. Yo lo escuchaba sin decirle mayor cosa, sólo preocupado por ese mal humor que empezaba a notar, por primera vez, en él. Los días que siguieron al de aquel encuentro, Miguel los dedicó a averiguar sobre Marita. Se enteró, entre otras cosas, que no tenía novio ni que nadie, tampoco, la pretendía. Supo, también, que meses atrás había tenido un romance con un muchacho de su escuela, que por alguna razón había abandonado la ciudad. Poco a poco, Miguel fue averiguando cada detalle de su vida. Supo, así, que salía rumbo al colegio a las siete de la mañana, que tomaba un bus que la llevaba directamente hasta el Fanning y que, los martes y los jueves, se quedaba a practicar el vóley junto a sus demás compañeras. Llegó, en apenas un par de semanas, a conocer cada uno de sus movimientos. Amigas, cines a los que asistía los sábados, tiendas que visitaba. Y conforme más sabía de ella, más planes hacía para conquistarla. Por lo menos, eso fue lo que me contó la tarde aquella en que jugamos una de las últimas partidas de ajedrez.

—Necesito verla —me dijo—. Necesito que me de unos diez minutos a solas... sólo eso.

—¿Te gusta? —le pregunté.

—Qué va, sólo quiero hablar con ella. Invitarla al cine, conversar, estar un rato a su lado. Conocerla un poco, nada más.

Yo lo tenía claro. Miguel se había enamorado. Miguel no era así. Jamás, por ejemplo, hubiera hecho planes para ir con una chica al cine. Es verdad, había llevado a varias chicas al cine, pero sólo para buscar la oscuridad y un buen momento a solas. Ahora, sin embargo, era diferente. Él quería hablar con Marita. Envolverla, cercarla, evitar que se le escapara. Pero sobre todo, y especialmente, necesitaba estar unos minutos a su lado.

—Llámala por teléfono. Invítala —le sugerí.

—¿Me puedes conseguir su número?

—No te preocupes. Hablaré con Trinidad. Ella me lo dará.

Y me lo dio. Y Miguel llamó. Nervioso y preocupado, con la voz temblorosa y tras docenas de intentos frustrados, llamó. Y Marita le dijo no. Y fue un “no” tajante, seco. No, no puedo. ¿Pero... quizás otro día? Tampoco. Si no te gusta el cine, podemos ir al centro comercial. No, tampoco; no quiero ir al centro comercial. ¿A la heladería, a los videos juegos? No, no y no. ¿Y... te puedo llamar la otra semana? Si quieres...

Y llamó la otra semana, y la otra, y la otra y la otra más. Y Marita le dijo que no una y otra vez. No, no, no... hasta que empezó a negarse a través de su hermana e, incluso, hasta fingió su voz para decir que no estaba, que había salido y que regresaría muy tarde. Ya para entonces Miguel había dejado de ser quien era. Había perdido la calma, estaba nervioso y no podía dormir. De pronto no le interesaba mujer alguna a excepción de Marita. Empezó a perder el apetito, sufrir de insomnio y una tarde que preferiría olvidar, lo vi llorando frente a su casa.

La dama negra se había entregado al sacrificio. Este movimiento inesperado, sin duda, había sorprendido a las blancas. Las piezas blancas, que inicialmente se paseaban jactanciosas entre los peones negros, apenas si encontraban recursos para defenderse. La torre, que se había encargado de eliminar a la dama negra, había dejado abierto, en su movimiento, un flanco por el que el alfil negro podría acechar las posiciones enemigas. Las blancas, atónitas, empezaron a replegarse.

Los últimos días, antes de su definitivo adiós, fueron especialmente tristes. Ya no aparecía por mi casa ni tampoco se le veía jugar fútbol o salir con alguna muchacha. Algunas de esas chicas guapas, que alguna vez lo quisieron y hasta lloraron por él, encontraron, por fin, una razón para agradecer el no haberlo vuelto a ver. Bien hecho, decían unas; se lo merece, decían otras. Cuentan, las amigas de Trinidad, que lo de Miguel, además de triste, daba la impresión de ser patológico: esperaba la llegada de Marita al Fanning, desde las siete y media de la mañana y, se quedaba ahí, sin probar bocado, hasta que la veía salir. Lo hacía a diario y de lunes a viernes. Unas veces hasta las tres de la tarde y otras, los martes y los jueves, cuando Marita se quedaba jugando vóley, hasta las siete de la noche. Dicen que los primeros días, aunque flaco y ojeroso, iba bien vestido, con los zapatos limpios y hasta oliendo bien. Un mes después, sin embargo, apenas unos cuantos lo hubiesen reconocido. Miguel era un ser espectral. No se cambiaba de ropa, llevaba el pelo largo y descuidado y, estaba claro, había perdido por lo menos entre seis y siete kilos. Sus antiguas “novias”, enteradas de su estado, a veces pasaban por ahí sólo para burlarse de él. Una mañana salí a su encuentro. No creía lo que me contaba Trinidad. En cualquier caso tenía que verlo con mis propios ojos. Y lo vi. Y lamenté haberlo hecho. Lo lamenté por él y lo lamenté por mí. No pude evitar acercarme y darle un abrazo que apenas contestó. Vamos, le dije. Ven conmigo. Juguemos una partida de ajedrez.

—Será la última —me dijo.

Y jugamos. Él con las blancas y yo con las negras. Supe, desde el primer movimiento, que esa partida sería diferente. Supe, también, que muy pronto lo lloraría por última vez.

Las blancas habían perdido el orden. Las negras, inicialmente replegadas, iniciaron un ataque desde los flancos, motivados por el primer jaque del alfil. Poco a poco, las piezas blancas fueron cayendo bajo el ataque de las torres enemigas. Los caballos negros también hicieron estragos en la defensa rival. Los alfiles y una torre se pasearon frente al rey blanco haciéndoles sentir su renovado poder. El rey, desprotegido, empezó a escapar de su inevitable fin. No fue mucho lo que pudo hacer. En tres jugadas, la torre negra limitó el movimiento del rey a una sola fila. A la siguiente movida, el caballo negro, apoyado por una torre y un peón avanzado, hizo, sin oposición alguna, el esperado jaque mate. Por primera vez vi ganar a las negras. Por primera vez, vi caer al rey blanco.