Letras
Síntomas de una casa tomada

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Para Julio y Gloria

El primer síntoma lo padeció la mesa de noche, durante mi niñez. Recuerdo perfectamente que dentro del cajón encontraba monedas de 10 y 20 centavos, billetes de 1 y 5 pesos, revueltos con un par de colillas de cigarrillo, hilos de varios colores, botones, algunas agujas sueltas, papeles con números de teléfono y siempre un recibo pendiente de pago. El periódico de cada día también ocupaba su lugar. La enfermedad se extendió cuando los periódicos decidieron irse quedando de a poco y ya la mesa de noche no pudo luchar contra ellos; en unos pocos días habían tomado el cajón y el piso que rodeaba la mesa. Se fue haciendo imposible el acceso nocturno a la cama. Los periódicos permanecían inamovibles a la espera de sus nuevos compañeros que en cualquier momento rodearían todos los flancos. Sin saber cómo pasó, la cama fue apresada junto con sus cobijas quedando bajo el mando de los periódicos invasores. No nos quedó más remedio que restarle una habitación a la casa; después de clausurar la puerta, hicimos desaparecer la llave y continuamos viviendo tranquilamente en un espacio más reducido que implicaba, para nuestra fortuna, menos oficio.

Al cabo de unos años el lugar que había sido nuestra biblioteca empezó a ser atacado por bolsas llenas de asuntos pendientes; costuras por realizar, cortinas para colgar, forros de cojines para lavar, recibos para revisar; Shakespeare y Cervantes sucumbieron bajo una pila de retazos de tela que esperaban reparar alguna prenda de vestir desgastada en el futuro, estoy segura de haber escuchado a Edgar Allan Poe pidiendo auxilio, asfixiado bajo unas almohadas sin estrenar. Sin mucho orgullo puedo contar que rescaté una biografía de Jacinto Benavente y un par de antologías de poetas huilenses que me había dado pereza leer.

Con dos habitaciones menos la casa seguía siendo habitable, aunque un poco oscura. Después de dejar la ciudad fueron pocas las veces que volví, y debo confesar que la comodidad sentida años antes había desaparecido por completo. No fue difícil prolongar el tiempo entre una visita y otra, incluso en varias ocasiones logré evadir con mucho agrado la obligación del regreso.

El día que en definitiva tuve que regresar me encontré con la imposibilidad de abrir la puerta de un solo golpe. Haciendo uso de la fuerza logré remover un montón de no sé qué, apostado justo frente a la entrada. Desde allí mismo pude contemplar lo que antes fue una sala y un comedor, perdidos bajo una montaña de botellas de gaseosa vacías. Reconocí el sofá protagonista de la única foto familiar. Sobre el tapete persa se asomaba un hueso de pollo abandonado por la carne hace tiempo. La mesa del comedor era cubierta por tal cantidad de platos con sobras de comida, que cualquiera habría sospechado el paso del más grande de los banquetes. Un artificio producto únicamente de la invasión y no de celebración alguna.

Era evidente que a la casa le faltaba el aire. Su respiración entrecortada hacía que el panorama fuera más duro de contemplar. La certeza de saberla entrada en una fase terminal que implicaba dejar morir con ella la memoria, me oprimía las sienes. Sin embargo, ya había llegado hasta allí, mi obligación era saber qué había pasado con el resto de la casa. La cocina presentaba el cuadro más crítico, con seguridad era desde allí donde al final todo sucumbiría. La estufa ardía en fiebre, la nevera temblaba de frío. Los seres más desagradables (léase cucarachas y ratones) corrían desaforados entre las demasiadas ollas mal distribuidas en el fregadero y atacadas por una costra de comida envejecida que daba la impresión de ser la piel que alguna vez ellas mismas habían comenzado a perder.

No habiendo mucho sitio a dónde huir, entré en la que alguna vez fue mi habitación y, antes de detenerme a examinar su condición, entre saltos me dirigí a la ventana, con ansias de observar el parque que alguna vez me dio tanta satisfacción, deseando ver los rostros de los amigos que tantas veces vinieron hasta allí proponiendo un juego o una escapada nocturna. No pude evitar sonreír al recordar cómo huían después de ser espantados por los gritos de los mayores por hacer visita “a deshoras”. Fue en esa misma ventana donde alguna vez creí estar a punto de ver la caída de un avión por el aterrador estruendo que produjo el bombardeo al Departamento Administrativo de Seguridad. Presa de mis pensamientos tardé unos minutos en percatarme del ataque padecido por la habitación. En medio de convulsiones y gemidos la pobre se descascaraba a pedazos consumida por la humedad; el olor a abandono hizo que me compadeciera. Me sequé con la manga del saco la única lágrima derramada hasta ese punto y en nombre de la casa. Abrí la puerta del armario en busca de consuelo y como si se hubiera estado conteniendo por años el pobre vomitó sobre mí tal montón de objetos pesados que me golpearon haciéndome perder el sentido. Minutos después viajaba hacia la entrada empujada por una ola enfurecida formada por los nuevos habitantes de la casa. Tan pronto como la puerta de la calle se abrió me vi lanzada violentamente hacia afuera y tras de mí la casa parecía resignada a seguir padeciendo quién sabe hasta cuándo. Me gustaba la idea de no volver a entrar en ella nunca más, pero pensar en cortar el mal de raíz me impedía irme con tranquilidad. Busqué entre mi cartera y lo único que hallé fue un periódico recogido del suelo minutos antes y una caja de fósforos sin estrenar. Sabía lo que tenía que hacer.