Letras
Temporal

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Desde acá sólo alcanzo a ver las azoteas de un par de edificios y un anuncio publicitario de refrescos. Una lluvia temblorosa interrumpe eventualmente el concierto de cornetas que desesperado recorre cada esquina, cada rincón de la ciudad amenazando retazos de sosiego. El marco de la ventana da la impresión de estar contemplando una postal gris, la estampa de algo común pero desconocido que se reinventa cada segundo y nos envuelve.

Ella duerme a mi lado. Desde hace año y medio talla su silueta en mi cama. Igual que yo, el colchón se ha rendido a la presión ineludible de su cuerpo. La sábana deja huérfano su torso, y delineo con el dedo índice un camino desde su nuca hasta donde acaba la espalda. El desierto de su piel se estremece con el trazo, como una mimosa púdica que al tacto cierra sus hojas. La sensación de tener a la distancia de un beso lo que anhelé en silencio durante tanto tiempo, me hace despertar cada mañana con una sonrisa.

Así como está, dormida y semidesnuda, el tiempo fácilmente puede detenerse. Un inmenso reloj imaginario pararía en las once y cuarto sobre su pecho y cada manecilla acariciaría la cumbre de sus chatas prominencias. Sentir mis pechos rozar los suyos, encontrarse, amasarse en un furioso abrazo, es lo más cerca del nirvana que estaré en esta vida. Los números escurrirían desde la delicada cuenca que hacen sus senos dejando fragmentos de dorado metal a su paso. El tres se estancaría en la pequeña fosa que sirve de epicentro a la almohada de su vientre. El nueve encontraría hogar una cuarta más abajo, en la divina gruta donde rindo húmedo culto a mi única diosa. El seis y el doce se embarcarían en un fatigoso viaje hasta la punta de sus dedos; sus largas piernas son inabarcables, por más que procuro tornearlas como ebanista caprichosa a fuerza de lengüetazos. No necesito estar con ninguna otra mujer. Si la primera flor que cortas es la más hermosa del jardín, acaba la faena. Ahora sólo me ocupo de explorar sus pétalos y extasiarme con su polen.

La lluvia arrecia. Puedo adivinar los ríos cenicientos surcando las calles con ansias de mar, arrastrando olvidos, ambiciones, desechos. No es la ciudad la que nos hace perder la cordura con su lluvia inesperada arruinando nuestros planes. Somos nosotros, los reyes Midas del concreto, aturdiendo a la ciudad con nuestro corneteo, nuestras teorías, obsesiones y relojes, engalanando de gris progreso todo lo que tocamos.

Casi puedo ver sus sueños. Etéreos, salen por su oído izquierdo y anidan en sus crespos. Sus sueños, que ahora son míos, se materializaron en el instante que cruzamos la primera mirada vaciando la palabra imposible. Ahora construimos escaleras al cielo, nos damos baños de sol en nuestra nube-terraza y los domingos por la tarde tomamos el té con Lennon y Joplin.

El sol asoma. Escampa. La sábana ha descubierto un poco más que su espalda. Acerco mi cabeza a su almohada y mi mano busca el calor del nueve. Las manecillas se agitan y las cimas se contraen. El sueño me vence y, misteriosamente, el reloj echa a andar.