Letras
El guardián

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Tras él se iban cerrando todos los accesos.

—Apresúrese —le advirtió el empleado—. Es el último.

Por el pasillo solitario caminó aun más deprisa. La distancia iluminada le resultó opresiva; aquella soledad bajo la luz tan cruda le evocó un hospital o quizá una sala de autopsias. Al fondo, un metálico sonido de puertas que alguien cierra le produjo cierta forma de desasosiego.

Detrás no había más que vacío.

—Y todo por el libro. El dichoso libro —rezongó.

Al final de la cena el padre de Claudia había sacado un tema, los sesenta, y él, al que poco le importaban las batallas de mayo, ni que el mar rugiera bajo los adoquines, se mostró atento, con esa docilidad sociable y paciente que tanto agradaba a la familia. Un vistazo al reloj algo menos disimulado indicando el final de la velada, cortó de repente el monólogo del dueño de la casa, justo cuando éste había sacado a colación a un autor inquietante.

—¿Conoces algo suyo?

—No, no lo he leído —contestó.

—Buscaré una obra de él. Quiero que la leas. Fue un libro de culto por entonces... Lo busco y te lo llevas.

Mario empezó a impacientarse, quedaba poco tiempo para el último metro y los autobuses nocturnos tardaban bastante en pasar por allí.

Finalmente lo halló.

—Te gustará —le dijo.

Aceptó el libro que se le tendía con cierta desgana; le sonaba ese título pero otras lecturas más actuales centraban sus preferencias. Poco tiempo disponible, forzosamente tenía que seleccionar sus lecturas.

La tapa conservaba un toque áspero y las manos se le habían impregnado de un cierto olor a viejo, la rigidez que deja el papel cuando está mucho tiempo sin rozarse. Con él en la mano llegó al andén justo cuando el metro lanzaba el característico sonido que precede al cierre de las puertas.

Mientras se acomodaba en el asiento, reparó que enfrente, gafas redondas, pelo largo un poco descuidado, acentuada palidez y una expresión hierática, el único viajero miraba insistentemente sus manos.

El tipo, de edad indefinida, muy bien podía pasar por un antisistema, un rebelde sin causa o con ella, estaba consiguiendo que se sintiera incómodo.

—¿Sentirá curiosidad por el libro? Debe ser un lector habitual... A veces, disimuladamente, buscamos el título de la obra cuando alguien lee cerca...

 

2

Distraído fue pasando las hojas; una vieja postal cayó al suelo quedando muy cerca de los pies del hombre. El desconocido no hizo ningún ademán de inclinarse a recogerla, permaneció con expresión ausente, con la misma postura rígida y la mirada entre impersonal y obsesiva. Cuando se agachó los ojos le siguieron. Volvió a sentir una rara inquietud... Una imagen nevada del Central Park, y una fecha, 8 de diciembre. Palabras escritas apresuradamente en la alegre urgencia de un viaje de placer. La introdujo de nuevo entre las páginas. Anunciaron por los altavoces el final del trayecto. Ambos se levantaron. De pronto el individuo se volvió. Exhibía una extraña sonrisa mientras le preguntaba señalando hacia el libro.

—Salinger, ¿verdad?

—Sí, respondió. El guardián entre el centeno.

Algo acerado brillaba en el leve movimiento de la mano del hombre, cuando sintió de pronto aquel dolor agudo, insoportable, como un rejón de fuego clavársele en el vientre...

Antes de desplomarse pudo escuchar de nuevo, como flotando en el silencio ambiguo, la voz metálica que parecía venir desde muy lejos.

—Tanto tiempo aguardándote... ¿Recuerdas el Dakota; maldito..? ¿Recuerdas a John Lennon?