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El terremoto de Chile
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Empiezo a escribir esto a las 3:16 de la madrugada del domingo. A ocho minutos de que se cumplan 24 horas del terremoto de Chile. Estas primeras líneas vienen auspiciadas por la réplica número 97, y después de ayer, muchos creemos que la eternidad dura 180 segundos, y que esa expresión “el mundo se me viene encima” ya no tiene connotaciones metafóricas. Mi queridísimo amigo el escritor uruguayo Jorge Majfud me animó a escribir sobre esto y me dio un empujón ayer tempranito para que saliera del espanto, me “sacudiera el sacudón” e intentara decir algo, aunque él bien entiende lo que me cuesta.

Y uno quisiera decir muchas cosas, pero todo lo que se piensa se atropella en los dedos y todo este gran hecho se transforma en una larga lista de números angustiosos que empiezan a disparar los programas de radio. Porque después de corroborar entre el asombro y el espanto que uno está vivo, que el mundo casi casi pero finalmente no se derribó encima, que tu mamá, que tus vecinos, que tus amigos están bien, con terror pero bien, lo que viene son los números, muchos números seguidos de apellidos cortos y contundentes que lo aplastan a uno junto con el miedo: magnitud 8.5, 82 muertos, 2 puentes caídos, y empieza el rosario de cuentas tristes, que nos mantienen a todos en vilo: ya no son 82, sino 122, los puentes son ya 4 y todos, excepto el número terrible que preside la noticia, van en aumento.

Terremoto de Chile. Fotografía: Claudio ReyesLos números aumentan, se inflan, se contrastan con otros números, y el día se transforma en eso, en una sucesión de números trágicos y dolorosos: 500 veces más fuerte que el de Haití, 2 millones de damnificados, 300 muertos. Y ni qué decir de esos números cuyo primer apellido es Réplica y el segundo Calma. Esos los contabilizamos con sumo cuidado y detalle, porque en todo esto el miedo es una consecuencia inmaterial y difícil de dominar; paradójicamente, los crujidos de la tierra enojada van enseñándole a uno a controlar el ritmo de su terror, a mantener la calma para no salir arrancando despavorido, precisamente como nunca se debe hacer.

Los números nacieron a 90 kilómetros de Concepción, en el sur de Chile, en la Región del Biobío, en donde se localizó el epicentro, y desde allí siguen inflándose mientras todos los seguimos con dolor, con espanto e impotencia a través de los medios. La devastación, la incertidumbre de los que buscan a su gente, se sienten como propias, y como propio se siente el drama que nos envuelve desde ayer: a uno se le derrumba el corazón con cada imagen nueva que da cuenta de esta tragedia. Dentro de todo, este país se está conduciendo de forma expedita y medianamente ordenada. Por lo menos, esa es la sensación que queda. Aquí tienen experiencia en esto de los terremotos. 1960 y 1985 fueron años de derrumbe, y aun así el país se levantó.

Lucho para no brincar como resorte con cada remezón; la lección de humildad que una tragedia así nos da ya está más que aprendida, y también quedó corroborado lo mínimos, lo ínfimos que nos podemos sentir frente a la furia de la naturaleza. A las 8:25 de hoy nos sacudió una réplica de magnitud 6, según informan, y con el sacudón brincaron a mis pies unos papeles que quién sabe dónde estaban. Me cachetea un dejo de amargura cuando los recojo y veo, entre varios folletines, la invitación a una exposición artística: “El terremoto de Chile”, inspirada en el libro de mismo título de Heindrich von Kleist, el mismo libro que me ve todavía incólume desde mi biblioteca: uno de los pocos que no se derrumbaron.