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“La máquina de languidecer”, de Ángel OlgosoEl mundo de detrás de los ojos

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Páginas de Espuma acaba de publicar el último libro del escritor granadino Ángel Olgoso, La máquina de languidecer, una colección de cien microrrelatos, de corte fantástico, sencillamente geniales.

A pesar de sus pretensiones de novedad, el llamado microrrelato supone en realidad una vuelta a los orígenes de la fabulación, ignoro si para cerrar fatalmente un círculo abierto en la noche de los tiempos. Los primeros moldes narrativos, como los primeros poéticos, fueron forzosamente de reducidas dimensiones, pues el contenido se confiaba a la retentiva del rapsoda y no al papel, y ésta tiene sus límites. Aquellas narraciones inaugurales se incorporarían a libros sagrados varios y darían lugar a las fábulas de la Antigüedad o, andando los siglos, a los exempla medievales. La moraleja pesaba más que el relato, sí; eran tramoyas alzadas para sostener una enseñanza útil. El refinamiento de la forma y la sofisticación del relato llegarán después, pues sí, pero sin necesidad de hacer grandes alardes de memoria hallamos excelentes ejemplos de ello ya en el siglo XIV italiano; en El Decamerón, sin ir más lejos. El microrrelato es, pues, una nueva etiqueta para un vino muy, pero que muy viejo.

Sigamos colocando puntos sobre las íes. En la actualidad, numerosos escritores están siendo tentados por los diablillos de la microficción, de acuerdo. No obstante, su gran predicamento tampoco debería llamarnos a error, pues no todos los cultores muestran el mismo grado de exigencia. Esto es un problema de la literatura en general, pero sucede que el microrrelato —al igual que cierta narrativa experimental— permite disimular las limitaciones, cuando no las carencias, de algunos aspirantes a literatos. No nos engañemos, digo. No todos los que escriben se muestran igualmente cuidadosos con lo que se traen entre manos; hay quienes se limitan a sumar palabras, líneas o páginas, convencidos de que basta y sobra para hacer de ellos escritores. Por suerte, hay otros que, como Ángel Olgoso, se preocupan hasta la obsesión con cada página, cada línea, cada palabra, y no dejan nada al antojo de unas musas que, como todos sabrán, son unas cabecitas locas y nunca están cuando se las llama.

Quienes se dedican a la escritura con un mínimo de rigor saben que, así en la prosa como en el verso, hay una palabra que expresa como ninguna lo que queremos decir, una palabra que no es intercambiable, y hay que buscarla. Los escritores pura sangre saben que dicha palabra funciona con mayor precisión en cierto lugar de la frase y no en cualquier otro, y hay que buscarlo. Sólo desde tales presupuestos es posible ofrecer páginas que sean como tapices en donde cada línea sujeta a la precedente y la siguiente, y es a su vez mantenida por ésta y aquélla, formando una trama inextricable. En La máquina de languidecer —una especie de Decamerón del microrrelato— se hallan ejemplos sin número de cuanto intento decir. Son piezas que hayan en la brevedad su razón de ser, miniaturas a las que nada falta ni sobra, rocío de un talento exquisito. Son una muestra más de la elaboración extrema del microrrelato olgosiano, así como de su personalísima concepción del género fantástico.

Y es que —también yerra quien así lo crea— lo fantástico no es igual para todos. Para Olgoso, lo bizarro no nace del deseo de fundar mundos imposibles dónde huir y esconderse, como hiciera el bueno de J. R. R. Tolkien, tan sobrevalorado. Nuestro autor sospecha que la realidad escamotea tanto como ofrece y, en cada pieza de La máquina de languidecer, intenta sonsacarle al cosmos una revelación, una respuesta o, al menos, unas líneas de poesía. En Olgoso, lo fantástico es el fruto de una desazón, un malestar, una melancolía; el lento roer de una carcoma existencial que va revelando el lado portentoso, no importa si terrible, del día a día. Lo fantástico es para él una búsqueda o un deseo de descubrirle o inventarle dobleces a la existencia, pues en esos pliegues entrevemos atisbos de algo muy nuestro, humano, demasiado humano —que diría Nietzsche—, irremediablemente humano.

Ángel Olgoso es un escritor que gusta de abrir ventanas hacia dentro (o troneras, si atendemos al tamaño de los microrrelatos). A él no le interesan las ventanas normales, ésas que se abren en las fachadas de los edificios a la grisura de cada día. Le interesa todo cuanto el hombre oculta, no lo que muestra; todo cuanto silencia, no lo que declara; lo que escucha cuando está todo en silencio. Le intriga el mundo de detrás de los ojos. Esos mundos, más bien, que están ya ahí trazando órbitas anómalas alrededor de nuestro corazón, los continentes y mares que se extienden hasta abarcar por entero nuestro pecho, esos ríos profundos que corren por nuestras venas desde hace milenios, el infinitesimal polvo estelar que se deposita en los pulmones cuando respiramos.

La máquina de languidecer ofrece en pequeñas píldoras, pero a manos llenas, las excepcionales dotes literarias de Olgoso. Una práctica y una actitud personal de independencia, además, sencillamente admirables. Y es que Ángel Olgoso escribe lo que le gusta, no lo que conviene. Otros menos dotados han llegado más lejos cambiando no sólo la piel, sino las entrañas mismas de su obra. Él no lo ha hecho. Y desde aquí le pedimos que siga así. Que no ceje. Que no ceda. Que siga así.