Letras
Prosas breves

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Declaración de intenciones

Amigo mío: no sé bien si imaginabas que preveo, en nuestras próximas vidas, seducirte. Es con la esperanza de lograrlo que en nuestras próximas vidas estaré atenta a volver a conocerte y tratarte, tempranamente, acaso en nuestras respectivas adolescencias. Ansío que en nuestras próximas vidas sostengamos nuestros buenos humores. Habré de preferirte más crítico que en ésta, menos voluntarista y bien pensado. Opino que mi influencia será rotunda, por no decir arrasadora. Y el así inferirlo me hace feliz.

Amigo mío que habrás de quedar en nuestras actuales vidas, ya en curso y muy avanzadas, en amigo mío, te acaricio el alma con mi confeso platonismo, en este larguísimo mensaje de texto, que dentro de unos minutos te alcanzará en tu celular y, deseo, te sorprenderá. Es entonces, mientras me despido, cuando juguetona y anónimamente te saludo con afecto.

 

Turno

Fue al cabo de procurar sacarme el compromiso de adelante pronto cuando sólo logré un orgasmo chiquito, un orgasmo aprendiz, literariamente adusto y liviano. La decepción y la mufa me inclinan a dormitar. Y a soñar. Siento mucha necesidad de sentir que tengo. Llegará mi turno. No hay nada como disponer de todo un santo día no laborable para entregarse a los renovadamente castos, sempiternos y pasionales brazos de Morfeo.

 

Transformaciones

Desde la esquina del antiguo bar Ramos me sonrió sin detenerse, o deteniéndose algo, lo usual, sola, pantalones azules (no de jeans), blusita, a punto de cruzar Montevideo. Interrumpí el paladeo de un Reval, desocupé la mesa pegada al ventanal, y de pie pagué al mozo la consumición y le agregué propina. Calor, impecables pantalones verdes, camisa con charreteras, la seguí hacia Paraná, y como retomando una conversación vivaz la empecé a conocer. Yo todavía tenía buena mi dentadura, así que la lucí, y de paso, los hoyuelos. Cenamos en Pepito cazuela de pulpos y popietas de pescado en un rapto de sólida y confluyente inspiración marinera. Estaba —me transmite— en una impasse sentimental con un señor nacido en la misma década que su padre, estudiaba psicopedagogía, trabajaba en computación, vivía en Belgrano, frente a las barrancas; me proporcionó todos sus números de teléfono. Tras copa helada compartida, nos introdujimos en un cine. ¿Cómo no metaforizar señalando que éramos dos brasas durante la proyección, si justamente éramos dos brasas? Dirigiéndonos hacia Callao absorbí la información de que estaba menstruando. En el taxi que nos trasladaba a Parque Patricios me investigaba más —recuerdo— y me aprobaba. Dejamos de confluir cuando procuraba yo cerrar la puerta de calle de mi casa: su desacompasada avidez me avasalló como a un novato, pulverizando el júbilo, cediendo ambos a un coito rápido y desabrido. Cargando con la decepción y el enchastre (antológico), me di una ducha insuficientemente reparadora, mientras ella hojeaba, encima de cuatro pliegos de un toallón, apuntes de la materia Psicología Enmendativa. Soñé esa noche. Soñé que me ahogaba en una laguna de sangre espesa, y que ya muerto, mis miembros se descomponían hasta alcanzar una condición líquida, y aun siguieron transformaciones de un orden seminal multicolor. Muerto, moría un poco más, y hasta mis gusanos se asfixiaban envenenados y rabiosos.

 

El manjar de Narciso

Ese treinta y uno, mujeres del año lo llamaron para saludarlo. ¿Dónde lo pasaría? También su madre lo había llamado y, como a todas, aseguró que ya tenía un compromiso. Pensó en la que él habría de aguardar (“era hermosa estilo ave del paraíso”) a los categóricos e inclaudicables efectos de encamarse con la veinteañera por primera vez: “...voy a visitar a una prima de mi mamá. Es en Aldo Bonzi. Estoy con ella un rato y me voy a tu casa antes de las doce. Por las dudas, porque ellos no tienen teléfono, si hasta las once, once y cuarto no llegué ni te llamé, no me esperes, querrá decir que no pude...”.

Desacostumbradamente se vio un filme de cowboys por televisión. John Wayne. El Paroramic, encendido, mientras arreglaba unos libros desvencijados (Marqués de Sade, Poldy Bird, Carlos Gorostiza, “La historia de los medios de locomoción”, un cancionero de los Beatles). Planchó, barrió, ordenó el armario de la cocina. Hizo acople en dúo con Argentino Ledesma en una milonga, luego de pasarse ocho minutos cepillándose la dentadura tras masticar la pastilla revelante de placas y hacerse un par de buches. Había diferido tres semanas el inicio de ese plomizo tratamiento para su obstinada paradentosis. No era un jovencito. Se entretuvo con el cepillo empenachado en los intersticios. El hilo dental, importado. Estimular, estimular esas encías sangrantes con los palillos enfáticamente prescriptos.

Y arribamos a las ocho y cincuenta y cinco de esa noche, diez y veinte, once menos diez. Levantar el tubo: sí, hay tono. Asomarse a la ventana. Cuarto piso de la calle French. Y le constaba que funcionaba el portero eléctrico. Once y dieciséis y la alucinaba. “Ese reputo timbre que no suena”. Primero ponerse cómodos, después la sidra. El comienzo del año todavía podría ser una gloria. Estaba caliente... ¿como qué? Pero muy caliente. No iba a comer, trataría de recobrar la línea. Hacía calor, lloviznaba, tomaba agua con limón. Se abalanza hacia la mesita de luz y resulta número equivocado. Se abate. ¿Quién se hallaba más solo que él?

Con el humor requiete in pache (requiescat in pace!) alienta la alternativa de que ella se presente ya primero de enero y cero treinta. La llovizna cesó. Bocinazos. El corazón zangoloteante. ¿Qué se espera ya en los setenta minutos de año nuevo? Cumplidos los noventa, transfigurado, instala un rito. Se quita la remera, la dobla, la guarda. Coloca las zapatillas debajo de la cama. Desajusta el cinturón y con lentitud abre el cierre del jeans (Cristian Dior), se lo saca, le busca una percha, lo ubica en percha y en placard. Se mira en el largo espejo interior, erradica el calzoncillo. Primero a dos manos masajea, chiches y golpecitos sabios con tímida yema, la izquierda estirando la piel desde el escroto. Cambio de técnica con la derecha, correr y descorrer el prepucio. Fija la mirada en el espejo y nunca más acompañado. Descenso rabioso a la ignominia. Y al baño y al inodoro tan enhiesto, tan vertical el soliviantado, tanta contundencia para nada, el manjar de Narciso (“para el egoísmo ilimitado del niño todo obstáculo es un crimen de lesa majestad”), y allí derrama mientras oye a la demorada que grita: “¡Soy Norma, abríme!”, y golpea juguetona la puerta del departamento y toca el timbre, añadiendo: “Por fin, ya llegué! ¡Se me hizo tarde!”, y así las cosas, Norma espera que la puerta se abra.