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Yo maté a Edú

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Para Lety Martínez Pérez

Varios años después, aún palpitan los estertores de su cuer­pecito que en segundos quedó sin vida en mis manos. Yo maté a Edú. ¿Fui su padre, su madre, su nodriza? Edú fue mi primer hijo. Al menos así lo declaré, en mi ofuscación, al momento en que moría. ¿Por qué, tantos años después, su historia sigue tan viva? Quizá por la simpatía que despertó Edú entre quienes lo conocieron; quizá también por las condiciones de su muerte.

A Edú lo hallamos en la parcela que durante el verano de 1980 había rentado mi abuelito para sembrar maíz. Es el terreno donde hace años murió, electrocutado en fatal accidente, el difunto Agustín Ruiz Martínez. Hallamos a Edú durante los trabajos de beneficio a la milpa, es decir, cuando la planta aún no tiene ni un mes de haber brotado de la tierra. En los trabajos ayudábamos los nietos, como ya era costumbre.

Mi abuelito nunca tuvo un terreno propio en el estado de Morelos. Originario de Llano Grande, estado de México, juyó con la abuelita Columba Velázquez al estado de Morelos para formar familia. Llegó a Morelos después de la repartición de las tierras ejidales. Por eso no fue beneficiario del reparto y siempre tuvo que rentar terrenos para sembrar maíz, caña, jito­mate, algodón, arroz y otros cultivos. Pero la pasión principal de mi abuelito estaba en el maíz.

Por esas y otras razones, nuestra infancia y adolescencia estuvieron muy asociadas a las melgas de arroz, a los surcos de milpa o de la caña. Cuando limpiábamos la caña, a punta de machete, de los surcos salíamos como toros bravos, con pedazos de bejuco en la cabeza, y con las manos y la cara arañadas, como gatos en brama, por la agresiva hoja cortante de la planta. A las manos podíamos protegerlas metiéndolas en calcetines mugrientos y malolientes a pies de colegial adolescente, pero la cara quedaba sólo al amparo de la minúscula ala de un sombrero de palma.

A Edú lo encontró mi primo Rafa. Desde ese momento, el hallazgo fue un acontecimiento extraordinario, pues era la primera vez que podíamos tocar un conejo silvestre. Cargar un conejo no tiene chiste. Se pueden comprar cuantos se quiera, alimentarlos y venderlos después de su reproducción. De hecho, precisamente eso fue lo que hizo mi hermano Vidal, durante un tiempo, cuando tuvo la brillante idea de criar conejos en uno de los cuartos de la casa, aprovechando que sólo contaba con los cimientos, pues sólo estaba medio terminado el cuarto en el que nos apretujábamos todos, como jumiles. Tremendo rascadero hacían las conejas parturientas, sin contar con la pestilencia de sus orines.

Pero éste no es el caso de Edú, porque Edú era un conejito silvestre. Tan sólo ese detalle resulta significativo, porque, para nosotros, “conejo de campo” sólo significaba el lujo del guisado que se daba algún afortunado que había cazado a riflazo un infeliz conejo en el campo y al que saboreaba en chile-ajo, siempre con el temor de tragarse alguna munición escondida entre la carne. También los veíamos vivos, pero era poco frecuente. Esto sucedía en tiempos de zafra, durante las quemas de caña, antes de cortarla para llevarla al ingenio. A tremendas llamaradas no había animal que se resistiera. Salían despa­voridos, haciendo vivir a los cortadores la emoción de cazarlos a sombrerazos. Como sabían de la huida alocada de los animales, cortadores y curiosos se arremolinaban a las orillas de la zona de quema, por donde muy probablemente saldrían en estampida los conejos. En efecto, salían. Con piedras, machetes, mochas, sombreros, con lo que tuvieran en la mano, todos trataban de atinarle a los conejos que muchas veces salvaban el pellejo riéndose de la desesperación, de la euforia de ilusos que se pendejeaban recíprocamente por su torpeza de dejar ir entre las patas un animal que se supone estaría acorralado.

Pues bien, esto era lo que para nosotros significaba un conejo de campo. Por eso mi abuelito no dudó ni un instante cuando nos dijo que dejáramos a Edú a la intemperie, en las cercanías de su improvisada madriguera, recién destruida por el arado jalado por la yunta de bueyes; Edú quedaría aban­donado por su madre y expuesto a ser devorado por las hormi­gas, pues era tan chiquito que no creo que diera para más. Yo creo que alguna que otra víbora lo descubrió y no se atrevió a echárselo al plato, por temor a que la insignificancia de Edú sólo le despertara el hambre.

Mi abuelito sabía del riesgo en que se hallaba Edú y no le dio importancia. Detalle raro en don Nicolás Heras González, quien demostraba muchísima más sensibilidad por la vida de una milpa que por la vida de un conejito flaco y zonzo, que apenas si podía moverse. Más parecía ratón que conejo. Sólo el tamaño de sus orejitas nos indicaba que era conejo, no ratón.

Cuando mi abuelito llegó junto a nosotros, le notificamos el hallazgo. Sólo se limitó a decir: “Ay, pobrecito”. Le propusimos llevárnoslo y no aceptó. Dijo que de todos modos moriría. ¿Qué pasó por la mente del abuelito en ese momento para tomar una decisión que todos reprobamos, aunque nadie se atrevió a decírselo? Quizá pensó en la posibilidad del retorno de mamá coneja. Mi abuelito nos dio la espalda y se alejó. Rafa nos miró con malicia, esperando nuestra mirada cómplice. Puso una expresión como de la Mona Lisa, al tiempo que se echó a Edú en la bolsa del pantalón o de la camisa, no recuerdo bien, y nosotros reímos complacidos de su desobediencia.

Rafa se llevó el conejito a su casa. Elia, su mamá, no quiso o no supo cómo resolver el problema de mantenerlo. Como sabía de las inclinaciones animaleras de Vidal, mi hermano, a él le encomendó la custodia del conejito. Quién sabe qué arreglos hicieron entre Rafa, su mamá y Vida. La cosa es que, por la tarde del mismo día del hallazgo, poco después de haber regresado nosotros del campo, Vidal llegó a la casa echando gritos, como si fueran balazos, por el júbilo de llevar entre sus manos a Edú. Siempre llegaba así cuando iba con nuevas noticias. Muchos metros antes de que llegara, nosotros ya sabíamos que se acercaba porque era imposible no escuchar sus gritos, que nos hacían mirarle aproximarse desde lejos, vestido con huaraches, pantalón, sin camisa y con sombrero, en un estilito muy característico del ser masculino de Temilpa Viejo. Mi mamá decía que Vidal era una auténtica tarabilla, por la escandalera de urraca que armaba él solo.

En un dos por tres tuve a Edú bajo mi custodia. Había que hacer algo pronto. Disolví leche en polvo en un poco de agua y con un gotero de medicina yo zambutía la leche en el hocico de Edú. No le preguntaba si él tenía hambre. Simplemente le abría el hocico y le ensartaba el gotero para dejarle ir la leche.

Afuera de la casa había un montón de arena. Con la mano rasqué en la arena para hacerle una cueva a Edú. Yo metía y sacaba al conejito en la cueva porque él ni siquiera sabía que estaba vivo. A los pocos días, él solito salía cuando advertía que yo llegaba. Edú comenzó a convertirse en el conejito más bonito del mundo. Su pelo empezaba a completarse y su cuerpo se tornaba boludito. Entonces ya parecía conejo, sólo que muy enanito. Por eso llamaba la atención. Lo más gracioso era verlo saltar como conejito de juguete o mirarlo comer hierba. Era tan dócil que no se oponía a que alguien lo tomara entre sus manos. Por eso lo presumíamos tanto.

Yo estaba que no cabía con el espectáculo llamado Edú. A Vidal ya no le interesaba mucho. Sólo veía en él un gancho para conquistar chelas que ya ni viven en Temilpa Viejo. Y Rafa ya no supo más del conejito. Le llamamos Edú, sin mucho pensarlo.

Uno de esos días, con cierto temor por la posible reprimenda de la que podría ser objeto, le enseñé el conejito a mi abuelito, solicitando su aprobación. Mi abuelito peló sus dientes carac­terísticos y soltó una risita espontánea y gustosa como si quisiera decir: “Ah, caray, me equivoqué: los conejos de campo sí se pueden domesticar”.

Al principio, yo no estaba muy convencido de que Edú sobreviviera tan sólo con la leche en polvo que le suministraba. Sobre mis convicciones pesaban las del abuelito, para quien era muy poco probable que un conejo silvestre se adaptara al cautiverio. Para mi sorpresa, Edú comenzaba a dar muestras de vitalidad hasta que de plano el muy bribón toleraba la leche sin ningún escrúpulo y comenzó a comer hierbitas de campo. Parecía cosa de magia. Era ya un auténtico conejo. Yo seguía sumi­nistrándole leche como la primera vez pero, además, lo llevaba a un lado de las trancas que están cerca de la casa a comer hierba. Estaba, pues, salvada la vida de Edú.

Sin embargo, además de su pequeñez, su color no le ayudaba. Entre gris y pardusco, con mucha facilidad se perdía en el suelo o en la arena. Se salvó de un pelotazo cuando jugábamos fut en el patio, mientras él daba brinquitos de chamaquito juguetón por el suelo. Se zangoloteó con el pelotazo y daba la impresión de que no resistiría, pero se sobrepuso. Resistió también otro medio pisotón imprudente que afortunadamente no era letal y sólo lo lanzó como basurita. Era todo un compromiso convivir con un minúsculo conejito que fácilmente se perdía en el suelo porque daba miedo pisarlo en el momento menos esperado.

En el clima de desbordado contento daban ganas de presumirlo a todo mundo. Así que yo no estaba dispuesto a dejar de alimentar mi ego de salvador de almas conejiles. Una tarde, me dispuse a llevarlo a presumir con la familia. Yo vestía una playera roja, de cuello, con bolsas en ambos lados, pantalón de mezclilla, deslavado y unos zapatos de gamuza, de la línea Vagabundo, de la Canadá. Han sido los zapatos más traidores que he usado porque muy fácilmente me hacían trastabillar en piso resbaloso. Y por si eso no fuera suficiente, eran tan grandes que con un poco más de suerte bien podría meter ambos pies en un solo zapato. Pero ni modo de tirarlos. En ese tiempo, esos zapatos eran prácticamente un lujo que no podía despreciar. Yo nunca imaginé que estirarían tanto con las lavadas y tuve que aguantarlos hasta el final. Ese día, como de costumbre, puse a Edú en la bolsa de mi playera, conteniéndolo suavemente con una mano. Estaba a punto de salir de casa cuando recordé que olvidaba algo. Como todo escuincle, Edú era muy inquieto y cada día era más versátil, por lo que no quise arriesgarlo: podría saltar de la bolsa y caer al suelo. Así que yo mismo lo puse en el piso de tierra para ocuparme tranquilamente de mi pendiente. De pronto, sentí cómo mi pie derecho descansaba impertinente todo su peso en el minúsculo cuerpo de Edú. Aterrado, supe de inmediato que era él. Antes, nos había dado sustos parecidos que afortunadamente no habían tenido mayores consecuencias, pero esta vez era diferente. Yo no daba crédito a lo que veían mis ojos. Edú convulsionaba en el suelo, en los estertores de la muerte, con un ojo salido de su lugar y sus tripitas de fuera. No podía aceptar lo que veía. La vida de Edú se escurría en mis manos más aprisa que su sangre. Testigos impotentes de mi imprudencia, mi madre y mi hermana miraban, también cons­ternadas, el espectáculo. En mi desesperación, sólo alcanzaba a mover a Edú entre mis manos al tiempo que le gritaba: ¡mi’jito, mi’jito! Muy pronto su cuerpecito dejó de moverse.

Lo enterramos y yo me eché en la cama a llorar, a moco tendido, hasta conciliar el sueño, a ver si cuando despertara terminaba la pesadilla. La pesadilla no terminó porque después vinieron las recriminaciones de Vidal, cuando preguntó por Edú. Yo no tenía ganas de contarle lo sucedido y le dije que lo había llevado a comer hierba y que de pronto escapó entre las cañas, sin que pudiera darle alcance.

—¡Eres un pendejo! —me dijo Vidal, furibundo—. Si sabes que ni siquiera puedes correr, para qué lo llevaste al campo.

Las constantes transformaciones que ha tenido la casa han hecho perderse el sitio exacto en que Edú quedó enterrado en una cajita con una crucecita y algunas flores encima de su tumba. Estas transformaciones han enterrado también la originalidad de esa casa en la que, años atrás, vivimos parte de nuestra infancia, en el hacinamiento natural de una familia de ocho hijos que tenían que dormir, junto con sus padres, “atravesados” en dos camas, para medio caber.

Yo reviví a Edú como se revivía entonces la llama en el brasero, a soplidos, cuando estaba a punto de extinguirse. No fue sólo la leche en polvo la que le devolvió la vida. Fue también mi fe y mi deseo de que él viviera. Él correspondió a mi deseo sobreponiéndose a la lógica de mi abuelito. Y cuando la mayor dificultad había sido superada, yo mismo le arrebaté la vida, echando por tierra, con mi imprudencia, lo que había levantado a fuerza del fervor místico.

Del libro Nadie diga que es mentira (textos escatológicos, íntimos y algo desvergonzados), UAEM, 2010.