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De que vuelan, vuelan...

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Estaba despechada. Pero no por lo que Reinaldo le había hecho sino por lo que había dejado de hacerle. Pascale abandonó la habitación del joven tirando un sonoro portazo. Las lagunas glaucas de sus ojos rebalsaban de lágrimas.

—Y entonces... Veo que se han hecho amigos —comentó sarcástica misia Jacinta, asomándose por su ventana al instante siguiente. Caballo viejo retumbaba en la radio.

—No tanto —le respondió el joven, lacónico, para no darle cuerda. Ella era la dueña de la pensión, la única con ventana al pasillo y entrometida como nariz de sabueso. Bastante era ya para Reinaldo la incómoda proximidad de los cuartos (si uno estornudaba, el vecino le deseaba “¡Salud!”) y que, inopinadamente, le impusieran joropos llaneros y gaitas zulianas a cualquier hora del día o de la noche.

—Buenas noches, misia Jacinta. Que descanse —cortó el inquilino.

—Buenas noches, mijo. Dulces sueños —remató pícara, guiñándole un ojo.

Estaba prohibido tener mascotas, pero Pascale se las arreglaba para alimentar a seis gatos callejeros, todos machos y ariscos, que atraía a sus dominios con un tobo repleto de boquerones. Los felinos ingresaban a su habitación por una pequeña ventana, muy alta, que daba al baño. Misia Jacinta lo sabía... ¡Y cómo no saberlo con la pestilencia a meado gatuno y a pescado muerto que emanaba del recinto! Pero se hacía la tonta.

Reinaldo estaba recién llegado del Perú, trabajaba en una empresa de seguros y ahorraba una gran parte de su sueldo con la aspiración de retomar, algún día, sus estudios de contabilidad. Detestaba aquella pensión maloliente, mas su presupuesto no le alcanzaba para costearse otra vivienda mejor. “Uno puede arroparse hasta donde le llega la sábana”, decía metódico.

Pascale, por su parte, había llegado a Venezuela desde su Normandía natal hacía varios años, invitada por una prima, con la finalidad de distraer su mente y curarse las cicatrices de un catastrófico divorcio, allá en los barrancos de Cap Gris Nez. Esas vacaciones, planeadas para durar treinta días, se prolongaron indefinidamente porque la francesa hizo una excursión a Canaima y se quedó fascinada con la magia del Auyantepui, con la belleza del salto Ángel y con toda la Gran Sabana, en cuya exuberante flora y fauna halló una inmensa variedad de pétalos, hojas, cortezas, raíces, escarabajos y mariposas multicolores que le resultaron muy útiles en la elaboración de tintes naturales, tan apreciados en su oficio para el abrash o sombreado. “Toujours les nuances..! ¡Siempre los matices..!”.

Pascale se dedicaba a restaurar alfombras, especialmente persas, indias, turcas y chinas, muy antiguas y costosas, de esas cuyos intrincados y apretadísimos nudos sólo podían ser lazados por inocentes y pequeñas manitas infantiles. Sus clientes eran millonarios sifrinos —a quienes despreciaba por esnob pero trataba con hipocresía— y que hallaban chévere el marcado acento francés que ella tenía al hablar español.

El pleito ocurrido aquella noche se originó en una visita que Pascale le hizo a Reinaldo con el pretexto de agradecerle un libro de moda étnica peruana que él, gentilmente, le había conseguido. La intrusa llamó a su puerta sin invitación ni previo aviso y, cuando Reinaldo le abrió, se lo quedó mirando con unos ojos lánguidos, de color verde agua, que ella sabía administrar muy bien. Sostenía una damajuana de vino en la diestra y alzaba una tarta de cebollas con la zurda, así que el muchacho no tuvo más remedio que hacerla pasar. Sin perder un segundo, Pascale se apuró en colocar las délicatesses sobre una pequeña mesa, ubicada a los pies de la cama, y se instaló en uno de los dos banquitos que la velaban, haciéndolo desaparecer debajo de sus enormes y carnosas posaderas. Como buena francesa, acertó al elegir un excelente fermento de uvas y el pastel preparado por sus manos sabía a manjar de los dioses.

La conversación fue fluida y amena, tanto así que ambos se olvidaron de la incomodidad de los asientos. Hablaron sobre Olga Zaferson, la autora del libro, acerca de la técnica textil y la gran habilidad artística que los paracas habían demostrado a través del legado de sus mantos: los finos hilados con lana de llama, alpaca y vicuña; la perfecta urdimbre de sus telas; sus definidos, rutilantes e indelebles colores, amén de la bella iconografía geométrica que adornaba los tejidos y bordados de esa avanzada cultura preincaica.

Pascale creyó, entonces, que los astros le eran favorables, pero le falló el cálculo: algunos litros de vino, la exquisita tarte y dos horas de plática no fueron suficientes para adormecerle la conciencia, exacerbarle la libido y engatusar al atractivo peruano; soltero y sin compromiso, quien como único compañero sentimental tenía a un hámster, que criaba a escondidas dentro de una jaula. El tiro le salió por la culata a la francesa, porque, en vez de él, fue ella quien cogió una tremenda pea y se puso cargosa. Empezó, primero, a insinuársele y, después, a acosar abierta y agresivamente al desganado joven, a quien no le atraían las gordas, tampoco las mujeres mayores ¡y menos con olor a gato! Pascale llegó al extremo de colocarle la mano sobre su miembro viril. Reinaldo dio un respingo, se la retiró con fuerza y, prácticamente a empellones, le pidió que se marchara. Una estocada mortal había atravesado una vez más el maltrecho corazón de la dama normanda, a quien su marido había abandonado por una esbelta y joven trapecista del Cirque du Soleil.

De ahí en adelante, la sed de venganza de la despechada hembra abarcaba no solamente a Reinaldo y al ex esposo sino a todo el género masculino. Los primeros días evitaba cualquier contacto con su vecino. Al cabo de unas semanas, si se cruzaba con él por casualidad, torcía la cara y continuaba su marcha. Pero últimamente se sentaba ex profeso en una banca, al lado del tinajero, en el pasillo de la pensión, y se quedaba mirándolo desafiante, con unos ojos que ahora —tapetum lucidum y visión binocular— eran de pantera, de halcón cetrero. Andaba rabiosa, suelta y sin vacunar.

En un inicio, Reinaldo sentía incomodidad por la actitud de Pascale, pero luego, poco a poco fue volviéndose inmune a las vibraciones negativas de la resentida y eso a ella la ponía más furiosa aun. El hígado se le volvía pâté de foie gras.

Repentinamente, la comida empezó a caerle mal a Reinaldo. Los alimentos, hasta en su estado más simple y puro —como las frutas: la lechosa, la patilla, la parchita y el cambur—, le producían náuseas; exhalaba un fétido aliento y sufría de diarreas incontenibles. Después siguieron episodios de insomnio, de mareos y de rachas de mala suerte en todo orden de cosas.

—¡Te ha caído la pava encima, mijo! Necesitas un baño de cariaquito morao.

Misia Jacinta se convirtió en el médico de cabecera y en la madre sustituta del vulnerable joven. Le preparaba arepas, caldo de gallina e infusiones de malojillo. Aunque imprudente y fisgona, era solícita con el enfermo y sabia en lo concerniente a brebajes y hierbas medicinales que molía en su pilón. Sin embargo, Reinaldo no terminaba de confiar en ella y prefería no arriesgarse: mantenía a Fujimori —su pequeño roedor— escondido detrás de la cortina de la ducha, fuera del alcance de la vista de la vieja. Por nada del mundo renunciaría a su mascota, que fungía para él de vástago, hermano, confidente y amigo; era, pues, su alto pana. Había bautizado al hámster Fujimori porque tenía los ojitos rasgados y así apellidaba el recientemente electo presidente peruano de origen japonés.

Debido al exceso de trabajo, cierta noche Reinaldo retornó de la oficina bastante más tarde que de costumbre. Al ingresar a su habitación, se dirigió directamente hacia la jaula de Fuji para alimentarlo (le encantaba el jojoto), limpiarlo, perfumarlo, comérselo a besos y alisarlo con caricias. Pero, ¡cuál sería su amarga sorpresa al descubrir que el animalito había desaparecido! “Debe haberse escapado”, fue la primera conjetura que sacó con el corazón hecho trizas, pero acto seguido reparó en que la jaula estaba cerrada y que la traba exterior seguía puesta. ¿Quién podría habérselo llevado? Misia Jacinta tenía una copia de la llave de la puerta, mas no del candado que él le había añadido para asegurar la habitación, y que se hallaba intacto. Buscó desesperado debajo de la cama, detrás del ropero, destripó el colchón, y nada... En cuclillas, con cara de loco miró de soslayo hacia la ventanilla del baño y cayó en la cuenta de que esa abertura era la única salida —o entrada— posible, aparte de la puerta. Lo embargó la angustia, la desesperación; porque ni siquiera podía indagar abiertamente sobre el paradero de Fuji. Esa noche Reinaldo tampoco durmió, pero no pudo echarle la culpa a los ecos del Alma llanera ni a los retintines de las tonadas de ordeño que se filtraban hasta sus oídos.

—¿Y dónde has metido al ratón, mijo? —le preguntó para su asombro misia Jacinta a la mañana siguiente, cuando fue a alcanzarle una cachapa y una jícaracon té, y entró al baño para sacar una pastilla del botiquín. Aliviado con la verdad sobre el tapete, Reinaldo le contó lo sucedido. Afuera caía un tremendo palo de agua y la lluvia parecía lavarlo todo, purificándolo.

—Te ha hecho brujería, mijo. Fíjate en las almas gatunas que la rodean. Además, por la ventana de su baño, he visto que enciende velas negras y la he oído rezar en un idioma raro, que no suena a francés. En cualquier momento, uno de esos gatos tumba una vela y nos morimos todos achicharrados. Debes consultar con alguien. ¡Mira cómo estás, mijo! Te conseguiré los datos de Juanita, una bruja que, según me han dicho, es muy buena. Ya va...

Pero Reinaldo era escéptico. Pensaba que las fuerzas del mal no podrían hacerle daño si él no creía en ellas. Tuvo que ocurrirle un accidente automovilístico serio —del que, milagrosamente, resultó ileso— y encontrar en el estacionamiento, al volver a casa, un carrito de juguete de la misma marca, modelo y color, y con las mismas abolladuras que su destartalado Mustang rojo, para que él se preocupara, seriamente, de su integridad física, y se decidiera a recurrir a la bruja blanca.

—¡Fuera! ¡No entres a mi casa! ¡Llévate esa porquería! —le ordenó enérgicamente tras abrirle la puerta y observarlo ahí parado, sosteniendo el carrito dentro de una bolsa—. Tíralo al Guaire y di en voz alta: “El auto al incauto arroja hacia el río”. Luego, regresa —fueron las instrucciones de Juanita al desconcertado joven—. No es algo personal, chamo —le aclaró en tono conciliatorio, alargando la antepenúltima sílaba. Intentaba suavizar la descarga previa de artillería pesada.

Obediente, Reinaldo condujo hasta una quebrada, lanzó el carrito al rabión y repitió textualmente el conjuro indicado, mientras que el torrente se llevaba el objeto maléfico. Cuando volvió, Juanita le explicó que esa fuerza —harto maligna, enfatizó— superaba ampliamente a la suya, y que los “despojos” que ella hacía, con aguardiente y jabón azul, de efectos normalmente rápidos y efectivos, no servirían de nada en un caso como éste, que parecía de vudú; un “trabajo” haitiano. Le aconsejó viajar a Chivacoa, a unas tres horas al oeste de Caracas, y buscar a la Dama de los dos pulgares, una hechicera muy poderosa que contaba con seis dedos en la mano izquierda.

Preguntando en una “perfumería”, como llamaban allí, eufemísticamente, a los expendios especializados en artículos de ocultismo, Reinaldo logró ubicar a la misteriosa mujer, quien vivía en una ruinosa choza en la montaña de Sorte, a pocos kilómetros del pueblo y, quizás, también del infierno, debido al insoportable calor. “Tienen razón los de la capital: Caracas es Caracas y lo demás: monte y culebra”, caviló, ignorante de las maravillas repartidas por toda Venezuela.

—Te han echao’ polvo ‘e muerto —diagnosticó agorera, con voz grave—. Pero no te preocupes, que no morirás conduciendo un auto —lo tranquilizó.

La Dama de los dos pulgares no necesitaba un mechón de cabello, una prenda o una fotografía de la víctima o del agresor, sino sencillamente realpara hacer el trabajo. Le pidió en bolívares el equivalente a mil doscientos diez dólares, coincidentemente la misma cifra que, con mucho esfuerzo, había ahorrado el joven. Sin pensarlo dos veces, por lo desesperado que estaba, retiró los fondos en una agencia bancaria y se los entregó a la misteriosa mujer.

—Con esta plata le compraré, de tu parte, el tabaco, las piedras, las fragancias y los sahumerios que tanto le gustan a María Lionza, nuestra Reina Madre y Diosa suprema. A ella te encomendaré —ofreció la hechicera—. Esperarás seis días por su respuesta y, cuando se cumpla el milagro, deberás llevarle flores de mayo.

Reinaldo regresó a casa y, exactamente, al cabo del tiempo predicho por la maga, contra todo pronóstico racional la francesa se mudó de la pensión. Un negro fornido, más joven que ella, la ayudó a cargar sus corotos y macundales.

—¡Naguará! Lacatira que jamás quemaría petróleo, terminó yéndose, de la noche a la mañana, con un negro niche y debiéndome plata. ¡Tierrúa! En fin... Ya me tenía obstinada con esos gatos —espetó misia Jacinta, columbrando al camión de mudanza que se perdía en la oscuridad de la noche—. ¡Qué chimbos! Vivirán en un rancho hediondo en un cerro de La Guaira, donde ese balurdo trabaja como estibador —vituperó, chismosa y visiblemente indignada.

Un rabipelado se asomó entre las matas y la observó por un instante con sus ojos de linternas. Acto seguido, el marsupial se viró y se alejó caminando rápidamente por el filo del muro.

Reinaldo guardó silencio ante las maledicencias de la vieja. Su mirada abstraída, rápida y errática alrededor de las órbitas indicaba que su atención estaba focalizada en alguna otra galaxia. Ignorando a la mujer, casi como un autómata, el joven se montó en su automóvil y, diligente, rodó por El Ávila cuesta abajo hasta una floristería cercana para cumplir con su parte del trato. Mandó preparar un ramo. “Uno grande y bonito; el mejor”, precisó. Deseaba halagar a la divinidad benefactora, demostrándole su agradecimiento. “Flores de mayo en octubre”, agregó divertido y se encogió de hombros. Estaba feliz; se sentía liberado.

Una vez listo el arreglo floral, Reinaldo lo revisó y aprobó satisfecho; luego enrumbó hacia la autopista Fajardo, donde se hallaba erigida una enorme estatua en honor a la diosa. El denso y veloz tránsito vehicular formaba un sinuoso río de luces. Estacionó el auto en el hombrillo y, cargando el frondoso manojo, intentó cruzar la pista. Pero no lo logró: entre las flores, que le obstruían la visibilidad, demasiado tarde vislumbró con horror los potentes faros de una gandola que, rauda y feroz, se le aproximaba. El chofer tocó bocina, intensificó las luces, mas no logró detener el camión.

Con vertiginosa rapidez, una serie de destellos retrospectivos pasaron por la memoria de Reinaldo con la película de su vida y, en un déjà vu, vio a la Dama de los dos pulgares entregándole dinero a Pascale; a misia Jacinta, desangrando en su cocina una gallina mora amarrada por las patas; vio a Juanita y al estibador singando en Haití; y a Fujimori corriendo libre entre los maizales de Chivacoa.

El estrepitoso ruido del claxon y el chirrido de los cauchos despiertan a María Lionza. Lentamente, se incorpora y lame con la mirada unas orquídeas silvestres, quedándose absorta con los matices. Parpadea, toma una concha caracol y se la lleva al oído para deleitarse con sonidos más gratos. Luego, la deja en el suelo y, sensual, se acomoda la cabellera de algas, se trenza unas hebras y se amarra el pelo con una serpiente a modo de vincha; la única prenda que viste. Se pone de pie, se estira con delicadeza y camina hacia el lago. Más allá, junto a una cascada con helechos, abreva una danta fiel. Repentinamente, una manada de chigüires llega al trote y se sumerge, creando ondas en la superficie. Rodeada de mariposas azules, la diosa se acerca a la orilla, se inclina y, con sus ojos de acuarela —entre zarcos y esmeralda—, mira al mundo en el espejo de las aguas cristalinas. Descubre, entonces, el cuerpo inerte del apuesto joven.

—Oh là là! Una ofrenda —musita complacida—. Merci.