Letras
Cada agosto

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Llegó a la plaza a las ocho en punto.

Los bordes recién pintados de los canteros, las murallas bajitas y las puntas de los camineros contrastaban con el verde musgo de los bancos alargados de madera. Saboreó el aroma del pasto recién cortado que un anciano vestido de verde emparejaba dificultosamente con su pesada máquina vieja.

Recorrió la plaza buscando un banco que tuviera todas las tablas puestas, para sentarse. En la otra esquina, un grupo de estudiantes hacía ejercicios, controlados por su profesora. El techo de enormes hojas de mangos dejaba filtrar los rayos solares tibios de agosto, y suaves lluvias de pequeñas flores amarillentas-pardas comenzaban a cubrir los ladrillejos.

Hacia el centro había un claro.

Allí, un banco azul (¿quién le habría cambiado su color verde tradicional?) lucía majestuoso debajo de un enorme lapacho invadido de flores rosa-lilas. La lluvia era intensa y agradable. Los capullos, mucho más grandes que las florecitas del mango, iban alfombrando el suelo en forma rápida. Vio al barrendero acercarse con su improvisada escoba de rama de palmera, para limpiar el suelo. Le pidió que no limpiara allí, que dejara a ese espacio llenarse de flores.

El banco azul la recibió con sus libros y sus sueños.

Se sentó a esperarlo con impaciencia. Prometió llegar antes de las nueve. Mientras, admiró los colores de las flores, lamentando que jamás una semilla de lapacho amarillo haya germinado en ese lugar. Imaginó a uno saliendo entre tanto verde, y compitiendo con el de flores rosadas.

No llegó a hora.

Valeria lo tenía a su lado sólo un día de agosto. Los encuentros se realizaban en lugares diferentes cada vez, desde hacía ocho años: en un bar, una plaza, una esquina apartada, un hotel. Ocho años de amar a escondidas y con cuentagotas. Se conocieron durante un viaje que ella hizo al Brasil para un curso de especialización en literatura de ese país.

Él la amó desde entonces.

Pero Valeria estaba atada a un amor antiguo, a sus cinco hijos y a su casa, levantada trozo a trozo con esfuerzo y alegrías. No podría tirar todo por una ilusión que duraría tres semanas. Sin embargo, disfrutó gota a gota de cada una de sus caricias, de su aliento quemando sus labios o sus pechos. Se dejó palpar centímetro a centímetro, desde los pies hasta arriba, durante largas horas.

Ni siquiera completó el curso.

Se inventó fiebres y malestares, desperdiciando la beca. Pero en realidad, la fiebre se había desatado en algún lugar entre el corazón y el alma. De pronto, la figura de Sebastián, que había sido su primer novio, el gran amor, el marido perfecto, se perfilaba difusa entre las sábanas arrugadas del hotel. En su reemplazo, la cara y el cuerpo de Enrique se convertían en el paraíso desconocido, del cual era imposible escapar.

Era el candidato perfecto.

Treinta y cinco años, soltero, corazón desocupado y uno de los escritores más prominentes del Brasil. Pero ella tenía una familia que amaba demasiado, Ni siquiera podría utilizar la excusa de ya no estar enamorada de su esposo, o de que él la desatendiera en forma alguna. Alargó su estadía una semana más porque le era imposible abandonar sus brazos.

Volvió a su vida anterior.

Aunque hizo lo posible por olvidarlo, no pudo. Él le empapeló la vida con palabras de amor que durante meses no tuvieron respuesta. Rompió las cartas, quemó los poemas, tiró las azucenas secas que le enviaba entre los libros, exprimió su corazón para que no continuara sangrando por él. Pero la sangre se regeneraba de inmediato, sin darle tiempo a morir.

Vino en agosto, sólo para verla.

Se encerraron en un cuarto durante diez horas. Ella olvidó su casa, sus hijos, su trabajo... Enrique tenía la capacidad de hacerle sentir que el mundo comenzaba y terminaba entre las paredes que los veían revolcarse en un torbellino sin fin. Pero al salir de allí Valeria recuperaba la cordura. Afuera estaba su verdadero mundo y la gente que amaba. No los lastimaría por nada del mundo, ni siquiera por él.

Pero él volvió todos los agostos de los años sucesivos.

Nunca le preguntó de la nueva vida que formó al lado de otra mujer, ni de su única hija. Sólo se dejaba amar, y lo amaba desesperadamente un día entero de cada año. Eso le bastaba para saborear de a poco los recuerdos de su piel rozándola, todo el tiempo que estuvieran separados. Era como “cargarse”, llenarse de él hasta volver a encontrarlo.

El sol comenzó a picar hacia el mediodía.

Lo recordó tal cual estuvo la última vez. Con su camisa a rayas celestes y la campera negra, los jeans gastados, el bolso de mano y los cuatro o cinco libros que lo acompañaban en forma constante. Lo recordó desnudo apretándola contra su pecho velludo, su rostro con la barba naciente rozando su cuello con tanto ímpetu hasta hacerle daño, hasta darle escozor y placer. Su boca buscando con desespero la suya...

No era hambre lo que sentía.

Sino un dolor muy profundo en el estómago. Le empezó a doler su tardanza. Su voz impaciente en el teléfono le había asegurado que ya no podía esperar ni un día más para verla. Fijaron el lugar, la hora. La hora que daría inicio a una día entero de devorarse palmo a palmo, uno al otro.

Pasaron horas.

Los ladrillejos se alfombraron por completo con las flores rosadas que se estaban poniendo azuladas, marchitas. Se hizo de noche y los otros bancos se llenaron de parejitas que se confundían en abrazos mañaneros. Más allá, algunos niños se columpiaban cantando canciones de gente mayor. Entonces pensó en sus hijos y recordó que no había dejado pautada la cena con la empleada.

No pudo irse.

Se sentía pegada al banco azul. Una fuerza superior le tenía atada, inmóvil. Se durmió recostada sobre sus libros y la cartera. Alguien, de madrugada, le tocó el hombro para preguntarle si necesitaba algo. Pensó que era él, que se había retrasado. No. Sólo era un vigilante que cuidaba la cuadra.

Amaneció sentada con los ojos llorosos.

Jamás faltó a una cita, entonces lo esperó. Un día, dos, cien horas... Soportó una llovizna, hambre, sueño. Soportó las miradas de la gente del barrio. Cuando miró hacia el piso vio flores amarillas entre las rosa-lilas. No es que hubiera florecido un lapacho amarillo, sólo se marchitaron las que días atrás, habían caído.

(del libro de cuentos Fuego que no se apaga; relatos de amor y desamor; Servilibro; 2009).