Letras
El banco de Gillson Park

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No debería ser tan complicado contar mi historia; sin embargo, lo es. Las palabras deberían fluir como el cauce de un río virgen pero hay represas que las bloquean. Es otoño y hace frío. En el aire navega el murmullo que cuenta que pronto la nieve está por llegar. Es casi diciembre. El césped verde está desapareciendo y el caminito de piedras gastadas que acompaño, rodeadas de hierbas, comienza a inundarse de hojas secas. El color verde gastado de mis partes de acero y la madera comida por el paso del tiempo delatan la cantidad de años que llevo aquí reposando en el mismo lugar. Desde mi privilegiada posición veo infinidad de personas deambular a la mañana, tarde y noche. Observo a los padres acompañados de sus hijos ir y venir los domingos celebrando otro mágico día familiar. Fui testigo de infinidad de actos por diversos motivos: feriados nacionales, festividades locales, acontecimientos deportivos y actos a favor de la vida. Soy un momento de descanso para las parejas juveniles enamoradas que pasean tomados de la mano, mirándose con pasión y sólo desean contemplase y amarse por unos minutos en tranquilidad. Represento un momento de meditación para los grandes pensadores que en el día a día se camuflan de personas normales. A veces pienso en las decisiones de vida que se habrán tomado junto a mí. Debe ser maravilloso tener la posibilidad de poder elegir qué camino seguir.

Mi residencia ha sido la misma desde hace ya 50 años, desde aquel momento en el cual me dieron vida: en el parque de Gillson, Willmette, ubicado en las históricas calles de Chicago, muy cerca del lago Michigan. La vista desde este sitio es espectacular aunque me esconda tímido entre los árboles. Oculta y casi indivisable se encuentra la marca de mi creador. Debo admitir que desconozco un poco su historia. Sólo recuerdo vagamente la oscuridad de su taller, donde pacientemente junto a su pequeño hijo unieron y pincelaron cada pieza con la misma pasión y tacto que un artista le dedica a cada uno de sus cuadros. Atesoro aquel aroma de la pintura mezclado con el poderoso olor de la madera recién cortada y pulida como si fuera el perfume más exquisito y caro que pueda poseer proveniente de la ostentosa y relumbrante ciudad de París. A veces no puedo evitar preguntarme qué habrá sido de su vida.

Creo que no podría vivir en otro lugar que no sea aquí, en la ciudad del viento (como muchos ya la han bautizado) aunque hay veces que tengo brotes de delirio de aventurero empedernido —cual el travieso Tom Sawyer de Mark Twain— y se prenden en mi alma chispas de curiosidad por hacer cosas diferentes. Nace en mí la intriga por saber qué se siente adentrarse en sitios nuevos, alejándote de las situaciones conocidas que vives día tras día, desarraigándote en forma física de tu lugar de origen pero no en espíritu. Me pregunto, ¿qué se sentirá? Supongo que dolerá pero creo que no tengo un factor de comparación. Hay veces que imagino mi vida en infinidad de lugares. Sueño con la historia de otras ciudades y me pienso vivido en ellas. Tejo imágenes de cómo pudieron haber sido aquellos momentos importantes de la historia o el simple día a día de sitios mágicos como Roma, Londres o Madrid. Pero todo queda en eso, sólo brotes de delirio que no llevan a nada y es imposible evitar que me ponga un poco triste por esa inquietud que se genera al anhelar esa libertad de poder ser diferente. Es domingo, ya está oscureciendo y la soledad de este instante no ayuda al espíritu.

Estos pensamientos me hacen recordar a alguien que conocí hace ya algunos años. A mi mente llega en este instante la historia de Luca, un joven muy peculiar que durante un tiempo muy breve disfrutó de la belleza de estas calles. Tenía alrededor de 25 años y era un espíritu nómada. Siempre se encontraba de viaje. Su lugar de origen no eran las tierras del Norte sino que, al contrario, provenía del Sur. Todos los martes, jueves y domingos recibía su visita. Se sentaba a meditar mirando con atención su rededor. Parecía ser un soñador que disfrutaba de los momentos de tranquilidad cuando la naturaleza cantaba su mejor canción al atardecer. A veces llevaba consigo un pequeño cuaderno en el cual escribía por largo rato, pero era su cámara quien nunca se despegaba de él. Tenía talento para apreciar la hermosura de un momento y capturar instantes que pocos privilegiados suelen apreciar y a veces pasan desapercibidos. Podría jurar haber visto que un día me tomó una fotografía cuando estaba distraído. Recuerdo que siempre cantaba al aire sus deseos y anhelos. Él deseaba recorrer el mundo. También, publicar sus cuentos y poesías. Era un escritor “puro de corazón” que aún permanecía oculto detrás de su anonimato y no había sido corrompido por la superficial ambición de ser famoso como aquellos que hacen llamarse escritores de raza. Por lo que podrás apreciar, Luca resultaba ser un personaje muy peculiar y multifacético. Era un artista que podía interpretar distintos personajes en una misma obra. Pero en realidad, lo que quería remarcar era la pasión que tenía por vivir y el deseo por experimentar sin tener miedos. Esa es la esencia que todos envidian alguna vez y ambicionan tener. Desconozco qué habrá sido de su vida, simplemente un día dejó de venir; sin embargo, hace no mucho, una pareja de turistas mencionó un artículo de una famosa revista internacional que trataba sobre la historia de un banco solitario oculto entre las maravillas de Chicago. Podría jurar que hablaban de mí. Podría jurar que hablaban de él.

Hoy es uno de esos días en los cuales la reflexión juega el rol principal. Hoy es un día más en tu vida y es un día más en la mía. Ya es tarde, pero escucho al viento gritar la noticia y soy testigo de su veracidad. Del cielo se ve caer una escarcha que parece bailar al mismo compás de la nieve que detrás de ella solicita permiso para arribar. Y una voz a lo lejos grita: “¡Allí está! Ese es. Es el banco de Gillson Park”.