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Miguel DelibesMiguel Delibes

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Hablar de Delibes es hacerlo del campo, de la caza, de la pesca, del castellano, de su cielo, del adobe, del palomar, de las ratas... Me he enterado esta misma tarde, porque esta mañana me ha tocado faenas campesinas: dando de comer a las gallinas, llenando los sacos de estiércol para el huerto, que este año la cosa van con mucho atraso por la mucha agua y nieve. En casa me lo han dicho. Enseguida he visto por la prensa todos esos atributos que le conceden. A un servidor le hubiera gustado que hubiera sido para pedir por él el Nobel que no le concedieron. Puede que como se le notara que llevaba el pueblo en la cara, pues no le hicieran caso alguno. Qué le interesa a Estocolmo las truchas o las perdices, o los milanos, o las ranas, cuando no las ratas. Así, habrán pensado que darle esta categoría a un señor que va por ahí con la escopeta al hombro matando conejos y luego escribe cómo lo hace. Claro que, el que no sabe es como el que no ve. Y si esto fuera poco, habla de los castellanos; que para ellos deben de ser algo así como gañanes o pastores que se pasan todo el santo día con los merinos por las polvoreras, trochas y valles dando vueltas con el morral al hombro y rumiando pensamientos. Pues ellos se lo pierden, porque aquí no vamos a dar explicaciones de lo que no interesa. Lo primero que un servidor leyó de Delibes fue su Viejas historias de Castilla la Vieja. Y uno, que es de campo, de pueblo; es como si alguien le explicara con palabras lo que alcanzaba a ver con la vista. Después de aquello le siguieron La hoja roja, con la Desi y sus ocurrencias. Daniel, el Mochuelo. El tesoro escondido en las tierras de labor. La política local con el señor Cayo. Todos los cuadernos, de quienes estaban o hubieron de emigrar. Cinco horas con Mario, que en su versión teatral nos impactó con una Lola Herrera genial. Con Los santos inocentes nos introdujo en la España del cortijo privado, donde unas personas vivían a la par que las bestias, mostrando el señorito de turno lo europeos que eran. Supo incluso recoger el dolor de la desaparición de su esposa vestida de rojo con fondo gris. Las páginas dedicadas a la caza o a la pesca son inigualables. Nadie ha sabido contar esas emociones, esos instantes, ya sea en el río, con las truchas, o en el páramo tras la libre o la perdiz. Tanto fue así que su discurso de entrada en la Real Academia Española, luego se plasmaría en un ensayo de carácter ecologista: Un mundo que agoniza. Como castellano de pro, rindió varios homenajes a sus paisanos. El primero en el ensayo Castilla, lo castellano, los castellanos. Y con su ingente novela El hereje, a su tierra natal, Valladolid. Delibes podía ser cualquiera de esos arrieros que se encontraba uno en el camino, con la gorra y la bota de vino, que se paraba a charlar y a ofrecer un trago de buen caldo. Porque para comprender al labriego, al cazador, al hortelano, al jornalero, al pastor o al vaquero, no es suficiente con hacer el viaje, pasar o hacer alto en el lugar para yantar. Como tampoco se puede hablar de los cánticos de las aves, de sus nidadas, de sus querencias de oídas. Es necesario compartir la experiencia. Aguantar el rigor de la helada, el calor del verano, el viento gélido, el polvo del sembrado o la agonía de la lluvia, que le da por no caer, aunque se saque el santo en procesión. Y esto era: Un año de mi vida, lo que nos dice un hombre del campo que supo dejar en palabra escrita la luz, el color, la atmósfera de esta tierra yerma y polvorienta. Pero que además no era lego en conocimientos. Que sentó cátedra en el oficio periodístico, que estudió mercantil para ganarse la pitanza, que llevó la voz y el sonido campesino a la RAE, y que las universidades del saber supieron de su impronta, desvelo y su verbo. No en vano se le concedió el Premio Cervantes, que es como el Nobel, pero en España; o el Nacional de las Letras; o el de Narrativa; incluso el Nadal, con La sombra del ciprés es alargada. “Verba volant, scripta manent”, aludía Caio Titus en el senado romano para advertir de la fugacidad de las palabras. Al igual que la vida de Delibes se ha esfumado. Pero tenemos la inmensa fortuna de contar con la “scripta manent” de su ingente obra.