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“Cronos devorando a un hijo”, de Francisco de GoyaRehacer el tiempo, reiniciar la historia

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Rehacer el tiempo, reiniciar la historia: el gran mito, la gran ilusión del pueblo venezolano; también su gran engaño, la peor, la más trágica de sus farsas. Es algo que forma parte de nuestras más hondas y oscuras mitologías. ¡Reiniciar el tiempo! A la vez máxima esperanza y también máxima desolación; nuestro más bello sueño y nuestra más demoledora vulnerabilidad. Debemos ser uno de los pueblos del mundo con menos interés ante el tiempo creado y menos respeto ante las tradiciones instauradas. Debemos ser, también, una de las naciones que más frecuentemente se han propuesto la fantasía de recomenzar la historia en la voluntad de algunos inspirados hacedores: algo que, por un lado, pareciera haber sido siempre motivador, ilusionante; pero, por otra parte, se ha convertido en impulso que terminó por despojarnos de algo que, también al igual que todos los pueblos del mundo, necesitamos: un itinerario que nos cobije, una memoria colectiva hecha de continuidades e incorporaciones.

Nada identifica mejor las actitudes venezolanas ante el tiempo que esa extraña imaginería de épocas moldeables en las manos de unas pocas voluntades; absurda rareza que postula que un solo individuo, voluntarioso o idealista, iluminado o simplemente caprichoso, si realmente se lo propone, logrará rehacer la historia en su sola voluntad. Es una fantasía que nos acompaña desde los días de la Independencia. Desde entonces seguimos repitiendo esa visión. Es, quizá, el precio que los venezolanos hemos debido pagar por pertenecer a ese espacio que alguna vez Rómulo Gallegos, nuestro máximo novelista, llamó el de “las tierras de Dios”, donde, añadió, “aún circula el soplo creador”. El “soplo creador” también pudiera ser un vendaval destructor. Sin respeto hacia el pasado ni cercanía a tradiciones instauradas por un tiempo que es itinerario, una colectividad pudiera terminar por convertirse en sólo una suma de individuos y grupos domeñados por algo: acaso un caudillo provisto de verdades y sueños impuestos a como dé lugar.

Destruir para construir y olvidar para recomenzar: interminable convicción venezolana. Pareciéramos haber creído desde siempre que para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes: deshilvanado itinerario de restas, derrotero colectivo de violencias y olvidos que contempla el paso del tiempo como un inacabable vaivén de desolaciones y reinicios. Los venezolanos hemos aprendido a venerar el cambio. Nos hemos acostumbrado a creer, a esperar y a confiar mucho más en las voluntariosas iniciativas de algunos iluminados personajes, generalmente percibidos por encima, muy por encima de la tradición y de la ley, que en nuestras construcciones colectivas. Identificamos nuestras huellas mucho más con los deslumbrantes ademanes de algún carismático demagogo que con sólidas hilvanaciones de todos los venezolanos construyendo juntos el tiempo. Creemos que logros, aciertos y conquistas afortunadas, si llegan, deberán hacerlo desde fuera de las fronteras de la tradición, al margen de lo consolidado, lejos de lo establecido. Somos un país de rupturas más que de normas, de excepciones más que de cánones, de alteraciones más que de tradiciones. Pareciéramos haber apostado siempre al recomienzo continuo y al reinicio interminable de propósitos y sueños.