Sala de ensayo
Juan BeroesLa idea de poesía en Juan Beroes (1914-1975)

Comparte este contenido con tus amigos

“La belleza expresa lo divino en lo sensible”.
Hegel.

“Privilegio del poeta que da a cada palabra su sentido más irremplazable, porque refiere cada palabra a su propio destino espiritual”.
Albert Béguin

Cuando el poeta en sus versos expone su idea de poesía obviamente ilumina, cual un relámpago, lo más sagrado de la aventura de su existencia escritural. Señala, así mismo, las rutas para cruzar por el secreto de sus odas. Puede dicho ámbito lírico ser obscuro de claridad o poseer el fulgor de la más cerrada noche. Tiende entonces las manos de las voces y sin proponérselo necesariamente reta, el vidente.

Revela la idea de poesía en el cantor —explícita o implícitamente— su creación, valga decir un corpus verbal nacido de su entraña espiritual, nuevo. Descansa el fundamento de su originalidad en la arquitectónica de sus pensamientos ensamblados mediante la rítmica, la musicalidad, todo ello inmerso en su personal concepción (del misterio) de la genuina roca de la belleza, de lo kállos, elaborado con escogidas (a veces muy amadas) palabras, sermo nobilis. Un sentimiento, en fin, dejado entre sus estrofas explícito o implícito, esta última modalidad expresiva exige, con respecto a la idea de poesía, un mayor esfuerzo intelectual por parte del estudioso o del lector interesado en el asunto.

En el poema —o en el poemario— la idea de poesía un rasgo aportativo descubre, novísimo, enriquecedor de la poesis. Si un viejo lector de poesía al final de su lata experiencia quisiera recogerlos (a esos rasgos) todos y conformar con ellos una poética, fracasaría: representan singulares visiones infinitas, se substituirían unas a otras, no siempre perceptibles con nitidez. Constituye por eso la genuinidad de la lírica, garantiza la dínamis de la poiesis, de la creación orientada a la belleza escritural sea cual sea su horizonte de complejidad.

Se da la idea de poesía sólo en el poeta, una anticipación por su misma virtud de idea. Define el ángulo de tiro desde el cual se coloca el trovador ante el poetizar. Fue inventada la poesía lírica occidental por los elegiacos y yambógrafos arcaicos griegos, desarrollada posteriormente a su plenitud en los siglos clásicos V-IV por Safo y Píndaro. Podría considerarse ese espacio desde los yambógrafos y elegiacos arcaicos hasta Safo y Píndaro el “inicio”, “lo inicial”, lo esenciante de la ulterioridad —presto estos nombres de Heidegger—1 de la poesía lírica occidental: lo “prístino”, el fundamento, lo original, la arkhé. Luego con los alejandrinos (siglos III-I) ya sí es el “comienzo”: la reflexión teórica y el historiar la poesía del “inicio”. Además en esta última etapa, la helenística, se empiezan a estudiar (la anterior Poética de Aristóteles se ocupa fundamentalmente de la tragedia) las raigales formas estructurantes del poema lírico, desde su veste exterior formal, el complejísimo mundo de la métrica, igual sus recursos expresivos internos —la metáfora, el hipérbaton, el antítheton, el oxymoron, la perífrasis, entre tantos otros— hasta el plural maderamen de las fábulas: el amor, la muerte, el cuerpo humano, el paisaje, lo bélico, el país nativo, la familia, lo social, los árboles, los animales, el mar, el cielo, los ríos, las piedras, la tierra, las estrellas, el sol, la luna, las diosas, los dioses, las divinidades, el dolor, la soledad, la alegría, la vida, en fin cerca de un centenar de aspectos cubrirían este rubro. Después de estos poetas griegos primigenios ya nada más se pudo aportar a la ódica desde la perspectiva de su configuración fenoménica. ¿Qué han hecho entonces los poetas ulteriores? Afirmo: hallar dentro de este antiguo universo de la lírica su propio, su singular ángulo de tiro, su idea de poesía. Da ella, pues, cuando se posee, la originalidad de esa personal creación.

El primer contacto con la idea de poesía en Juan Beroes sigilosamente sólo se manifiesta en una detenida lectura de sus composiciones, esta idea implícita lo significa su pathos pulchritudinis, la permanente emoción viva por ese misterio llamado lo kállos, la belleza (...“el inquieto encanto de lo bello”, en palabras de Kant). Buscó Juan Beroes en la primera etapa de su faena poética (12 sonetos, 1943; Clamor de la sangre, 1943; Libro de los sonetos, 1946; Cantos para el abril de una doncella, 1948) la belleza per-se del poema apoyada en un referente único, la mujer: la amada, la deseada, la añorada, la soñada. Una fémina silenciosa, sólo corporal, cual si la percibiera desde la distancia de su somaticidad y no desde su psique. ¿Qué señal en esos versos plasmaba? Aislarse tal vez en el silencio piadoso del arte ante el estruendoso ruido epocal: la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias inmediatas, sus fantasmas posteriores; en su entorno territorial, la apatía de un país al margen de las grandes decisiones de la historia de esa contemporaneidad. Canta quizás por eso el trovador, en esos opúsculos, desde el ángulo de tiro de una diáfana tristeza. Elevar las palabras a ese horizonte artístico no traducía en ningún momento un arreglo operacional (técnica versificatoria) aunque sí lo utilizó a manera de soporte. Mas en verdad todo ello traduce un primer intento de acercarse mediante la pulchritudo vaga a la esencia del espíritu. Poseía, además de sus herramientas escriturales propias de un gran vidente lírico, un asertivo sentimiento de la libertad cual condición indispensable para la creación absoluta, pura. Pudo por tanto dotar a sus versos de una asombrosa libertad composicional, de una ágil soltura en el hilvanado conceptual de su sintaxis lírica para poder tejer una red verbal capaz de aprehender al través de ella la sugestividad contenida en su talento de cantor, en su rica experiencia de mundo, en su intuición.2

“¡Era verdad, amor: vagaba antaño
su silenciosa túnica de espigas,
y por sus ojos de trigal cerrado
me lloraba una voz, rauda de fuentes.
Era verdad, amor: de aquellas manos
que tuvieron floridos los instantes,
me llegaba la luz con el murmullo
de un céfiro del cielo entre dos aires!
Era verdad, amor: su cabellera
que brisas tuvo de jardín suspenso,
por las lunas del césped transitaba
como líquido viento de frescura.
Y era verdad su paso y verdadero,
por sobre el alba de la noche pura
su pie tan suyo, rizador de cielo!
Ciertamente cruzó por mis canciones,
dormida en el cristal de su pureza.
Otro tiempo la vi... La vi otro tiempo...
Era verdad, amor... ¡Ay, qué tristeza!”

(“Canción para sus límpidas verdades”. JB, PC. p. 151).

Para cuando en 1948 edita Texto de invocaciones ya sí la idea del pathos pulchritudinis se ha enriquecido. Dialoga ahora el bardo con el mundo en torno constelado de otras realidades patéticas: la noche, la luna, las estrellas, el agua, las flores, los metales, los árboles, el viento, las mieses, los días, la soledad, los muertos, la vida, el olvido, la muerte. Sigue luego a este opúsculo uno de los pocos y grandes cánticos espirituales de la lírica venezolana, El retablillo de la Anunciación (1952): nada ha cambiado sin embargo en su concepción de la idea de poesía, ha volcado la cornucopia de su pathos pulchritudinis para levantar hermosísimas odas de hondo sentimiento cristiano sobre el tema señalado en el rótulo. Mantiene igual actitud intelectual en sus cristalinas y fulgentes descripciones de la sensualidad marmórea, a la máxima exigencia de la piedra transmutada por la inteligencia divina del hombre en arte, en sus Poemas itálicos (1956): lo conforman elegías en tributo a famosas esculturas, monumentos, a poetas desaparecidos, a las estaciones climáticas de Italia, a estampas geográficas de ese país, entre otras impresiones.

Produjo, en la vocación creativa de Juan Beroes, la lectura de los poemas de Andrés Bello un cambio profundo. Descubre el poeta, para nutrir su ódica, la Patria. Contempla y entiende con sus ojos de vidente la gran poesía no escrita extendida a lo largo y ancho de la geografía física, de la historia, de la botánica, de la zoología, de los ríos, del mar Caribe, de Venezuela. Realízase entonces la fiesta lírica, elegiaca, del encuentro entre su conciencia y su tierra, su maravilloso país. Escribe bajo esta numinosa emoción uno de sus poemarios más óseo, más denso, más trascendente en su identificación con el origen de su soma, de su carne mestiza, en su glorificación del deslumbrante espacio y del espíritu de su suelo nativo, Materia de eternidad (1956).

(...)
“regreso mi canto a ti, oh Patria plena, y te llamo
con la voz de mi origen compartida en el nacimiento,
y este laurel primario lo envío a tu distancia
llevado por la mano del viento que a tu hermosura precede”.

(“Invocación a la tierra elegida”. JB, PC. p. 303).

Se ha vigorizado así su idea de poesía: la esencia poética del pathos pulchritudinis con la nueva exaltación viva del pathos Patriae. Quedó de este reconocimiento, de este encuentro de conciencias, de la invitación o reto de Andrés Bello el libro más importante, de composiciones uncidas en una polifonía de voces soportes de múltiples sentidos en torno a Venezuela, del siglo veinte, Materia de eternidad.

(...)
“Tú bajas desde el sitio
donde pule la centella su piedra sulfúrea,
y te aproximas hasta abrir con tus rayos pluviales
el valle de las grandes hojas y las ebúrneas maderas” (...).

(“Orinoco, padre de las aguas”. JB, PC. p. 321).

Nunca en verdad Juan Beroes se detiene para dejar entre sus versos un pensamiento explícito sobre su idea de poesía. Sólo sus emociones, su pasión por la existencia en sus circunstancias subjetivas y objetivas, encabalgadas a una sorprendente sonoridad encantatoria, permiten vislumbrarla entre sus estrofas. Se acentúa patéticamente ello en su poemario Los deshabitados paraísos (1967): ensamblado en tres partes (I: “Paraíso edificado”; II: “Paraíso habitado”, y III: “Paraíso desatado”), vertebradas en cuarenta y cinco “cantos”, más la invocación y el cabo. Obedece la disposición en cantos, en laudes, a una de sus realidades esenciales, su melopeya. Volcó el trovador por esos cauces ódicos, a tropel, cual un oferente los recuerdos de su alucinada andanza por el país nativo, valga decir la comarca de los relámpagos de la memoria de la infancia y juventud de un poeta. Mas no sólo las remembranzas sino la permanente confrontación de éstas con la rudeza provinciana de ese acontecer de la pequeña historia. Desatadas todas estas vivencias al través de una eufonía con su resonancia interna, fuerte, densa, continua. Al extremo de ser ésta, la melopeya, sin marginar otros valores estéticos del libro, el sesgo más importante de ese opúsculo. Sostienen y transportan los rieles de la música todas las demás formas estructurantes de su escritura versificada. Hay, pues, en esta intención musical otra implícita idea de poesía: el pathos musicae. Abrumadora, sin dejar de ser en ningún momento hermosa. Un melos, una música para oírla en el pensar. Polifonía sustentadora de la pluralidad de fábulas, de mitologemas de Los deshabitados paraísos. Revela dicha vehemente musicalidad la hipóstasis tanto de la idea de poesía cual del sentido místico de esos textos líricos.

No se debe cerrar este escrito sin dilucidar el poema “Canción de la búsqueda inútil” (1963). Se advierten en sus seis pequeñas estrofas de tres versos cada una cuánto representó la poesía para la ascesis existencial creativa de Juan Beroes. Lo significó todo. Vida y poesía en Juan Beroes se identifican. Transmutó en paladinas frases rítmicas la oportunidad de su acontecer.

“Por mirarte el rostro,
yo seguí tus pasos
Niña-Poesía.

Para abrir tus ojos,
te grité mis cantos
Joven-Poesía.

Vaivenes redondos;
¿son esos tus flancos
Hembra-Poesía?

Céfiros de polvo?
¿dónde tus harapos
Diosa-Poesía?

Pupila en asombros
¿cómo ver tu llanto
Santa-Poesía?

¡Ay, camino solo..!
¡Te he buscado tanto,
Madre-Poesía!”.

(JB, PC. p. 455).

En ese entonces, en el país de las mil posibilidades de grandes posiciones económicas, políticas, sociales, sobre todo para una persona cultísima, con admirable formación universitaria, en la Venezuela de su época, bien al contrario, Juan Beroes se quedó sólo con sus versos. Fue un poeta absoluto.

 

Notas

  1. M. Heidegger, Conceptos fundamentales. Madrid, Alianza, 1994. pp. 34 y ss.
  2. Todos los poemas citados pertenecen a: Juan Beroes, Poesías completas. San Cristóbal, BAT, 1997. La paginación de los versos corresponde a este volumen.