Sala de ensayo
Edith WhartonLa edad de la inocencia
Edith Wharton y la escritura como ambigüedad

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the name had attracted him: “The House of Life.” He took it up, and found himself plunged in an atmosphere unlike any he had ever breathed in books; so warm, so rich (...). All through the night he pursued through those enchanted pages the vision of a woman who had the face of Ellen Olenska (Edith Wharton, The Age of Innocence, ch. XV, p. 138, Penguin Popular Classics, 1996).1

La inocencia

La edad de la inocencia (1920, editada por Penguin Books, Nueva York, y en español por Tusquets en una muy poco cuidada traducción), es uno de los muchos libros2 de Edith Newbold Jones (1862-1937), quien tomó el apellido de su esposo Edward Robbins Wharton; escritora conocida como heredera del estilo y los temas de Henry James, acaso injustamente, ya que tiene su propia voz y su propio estilo.

Tampoco parece acertado circunscribir su propuesta a la crítica social, lo costumbrista o el puro realismo.

La novela, fresco de una sociedad, es a la vez una experiencia estética e introspectiva, susceptible de ser pensada dentro de lo que hoy es denominado como cuestiones de género.

Veamos primero el contraste con otra escritora.

 

Lo femenino, lo masculino

El recuerdo de Sara Gallardo Drago y Mitre (1931-1988; tataranieta del general Mitre y nieta del naturalista Ángel Gallardo), que encarnó a una generación de escritoras (como Martha Lynch, Beatriz Guido o Silvina Ocampo) que significaron un hecho literario nuevo, vinculadas asimismo al campo periodístico, plantea la cuestión de la literatura y el género.

¿La literatura puede ser femenina, o masculina? ¿El género es un concepto con valor literario, o una construcción cultural asociada a la literatura? ¿No plantean las familias monoparentales y la pobreza un sentido de género mucho más crudo que relativiza estas visiones, asociadas a personas de una clase acomodada, pertenecientes, de manera accidental, al sexo femenino? ¿O una cosa no quita la otra?

¿No hay solamente literatura, que se origina en muchas personas, que no plantean problemas de género porque no pertenecen a las clases acomodadas?

¿Cuál es entonces la voz literaria de los excluidos?

No parece haber muchas respuestas.

Lo cierto es que los grandes personajes de Sara Gallardo (Enero, 1958, El país del humo, 1977, Los galgos, los galgos, 1968, Eisajuaz, 1971, y otros trabajos reunidos en el inhallable Narrativas breves completas, Emecé, 2004), fueron masculinos: “Sólo su primera novela, Enero (1958), que cuenta la historia de Nefer, la hija adolescente de un puestero rural que al quedar embarazada por una violación debe casarse a la fuerza, es narrada desde una perspectiva femenina. El resto de sus novelas no sólo son protagonizadas por varones sino que prácticamente se desentienden de la problemática de la mujer en la sociedad” (Patricio Lennard, El campo, el campo, Radar Libros, 28.XI.04).

“Qué bueno es este libro, parece escrito por un hombre”, dijo una vez su padre. Desde entonces, el rigor masculino fue la marca de su escritura, y el campo su escenario. No el campo de una evocación idealizada, ni el de la tradición, sino el terruño que contrapone pampa y desierto, civilización y barbarie, indios y cautivas.

El discurso femenino se borra conscientemente, pero se apropia de lo masculino y lo ejerce como si fuera un hombre. Pensemos por ejemplo en Emily Brontë, y el personaje de Heathcliff, de Cumbres borrascosas, que asocia los absolutos del amor, la fuerza, la rudeza y la masculinidad, condiciones salvajes e ineludibles, llevadas, por la gran escritora inglesa, a un grado de paroxismo.

Podríamos decir que (vista desde una perspectiva de género) La edad de la inocencia (The Age of Innocence) invierte la estética de Sara Gallardo, quien se apropia de la voz de lo masculino renunciando a lo femenino, para plantear una novela desde lo femenino, sólo para hacer evidente que lo literario siempre está más allá de las cuestiones de género que utiliza.

Hay varios ejes que trabajan The Age of Innocence: lo implícito y lo explícito; lo masculino y lo femenino; la descripción, cambiante o estática de los personajes; la relación entre el mundo visual de los objetos y los hechos y el carácter de los personajes; la convención y la libertad; el manejo del tiempo; y la invisible progresividad de la acción.

El narrador parece mostrar lo que ve, en un sentido realista, y muchas veces con un discurso visual, pero se produce una torsión: de un modo velado, describe ese mundo arqueológicamente (con una apabullante minuciosidad, más que nada en la literatura del período), refiriéndose a sus costumbres como lo que solía estilarse en la vieja Nueva York. El narrador trabaja permanentemente en esta ambivalencia: la minuciosa evocación de lo que fue, y la descripción realista de lo que es, dando la sensación permanente, de que lo que es, ya fue. Pero no todo lo que se ve es lo que es.

 

Lo femenino, lo masculino, lo implícito

La femineidad es un concepto múltiple: lo femenino (salvo en el personaje central de Ellen Mingott, la condesa Olenska) se configura como la voz de la tradición. Podemos pensar, entonces, en lo impensado femenino, aquellos rasgos que lo constituyen sin proponérselo, aquellos actos que hacen que la femineidad produzca, induzca, revele, suscite. A la vez, hay un límite muy tenue con el otro concepto de femineidad: el encarnado por Ellen, que desafía a las convenciones, pero que termina sometida a ellas. Aunque, en rigor de verdad, no podamos afirmarlo, y cabe la posibilidad de que su destino haya sido no un acto de sometimiento sino una libre elección.

De este modo, femineidad y subjetividad se mueven en el espacio ambivalente y tácito donde se desenvuelven las relaciones entre Newland, Ellen y May.

Newland Archer es el personaje central, pero todo lo que hay de gravitación para él, viene del universo de la mujer: May Welland, su esposa, la inquietante Ellen Mingott, prima de May, de quien está enamorado, las voces de personajes como la abuela Mingott o Mrs. Welland, que constituyen un espacio difuso y latente de férreos e inapelables valores implícitos.

En una lectura de la novela a partir de los hechos, encontramos una historia de amor entre Newland y Ellen. Hay sin embargo otra posible: que es Ellen quien elude el vínculo —idealizado— que trata de profundizar Newland; ya que no hay nada enteramente manifiesto en una textualidad que discurre por lo que dice y lo que no dice, y que es paradójica: lo visual produce la ilusión de que es posible verlo todo, pero no todo lo que sucede, sucede por lo que vemos, ni tampoco vemos todo lo que sucede.

Newland es el único personaje mostrado desde adentro, en sus pensamientos, sensaciones, en aquello que le sucede. May y Ellen son siempre vistas a partir del narrador que, en tercera persona, habla desde él. Pero las percepciones de Newland, su discurso interior, sus deseos, aparecen marcados por este mundo de lo femenino, nunca enteramente explícito, y que va expandiéndose, sutil e imperceptiblemente, tanto en el lector como en el personaje.

De este modo, los hilos de lo femenino (los personajes masculinos resultan secundarios desde el punto de vista de cómo gravitan con su carácter en la acción) son desplegados por una escritora a partir de un personaje masculino, encerrado en ese juego de espejos difusos que le devuelven imágenes de lo que es, y de lo que desea, a partir de lo que tiene y de lo que ama; dialéctica que le plantea además otro juego, entre el bienestar que depara el obedecer a las convenciones de clase y la libertad, con el consiguiente malestar que implicaría desobedecerlas. Sin embargo, es una condición existencial la que puede esconderse detrás de las convenciones de clase, propuestas como motivos.

La mujer, así, es portadora del deseo, de la convención y de una estética; luego se revelará que también lo es de la posibilidad de conocimiento y acceso a lo real.

El mundo femenino es, en uno y otro caso, hermoso, inevitable y anhelado, y puede reunir los opuestos de lo previsible, lo imprevisible, la libertad o la cautividad, y la percepción o la ignorancia de las cosas.

Es lo femenino lo que teje las redes.

La abuela Mingott, portavoz de estas redes, tiene el poder de encarnar estos mandatos y a la vez transgredirlos: una anciana obesa con ojos maliciosos, carnívora en sus ironías, cuyas muñecas aparecen orladas de pulseras de grasa, que rematan en minúsculas manos y cuyo rostro, hundido en la adiposidad, parece una pequeña mascarilla que espera ser rescatada por un arqueólogo. Cuando eleva su cabeza y ríe, su papada forma un movedizo oleaje; descripciones que recuerdan, por ejemplo, a las de Denevi en Redención de la mujer caníbal.

(...) but under the ancestress’s malicious eye he felt himself tongue- tied and constrained (Penguin popular classics, ch. XVII, p. 154).3

Es el personaje dual de la abuela quien observa sibilinamente:

She broke off, still twinkling at him, and asked, with the casual irrelevance of old age: “Now, why in the world didn’t you marry my little Ellen?”

Archer laughed. “For one thing, she wasn’t there to be married.”

“No – to be sure; more’s the pity. And now it’s too late; her life is finished.” She spoke with the cold- blooded complacency of the aged throwing earth into the grave of young hopes (ch. XVII, pág. 153).4

Por una parte, la abuela ha vivido desafiando las convenciones, valora esa cualidad en Ellen, y por otra les reconoce el poder de clausurar su vida. Lo cual coincide con la percepción de Newland, sobre la pobreza intelectual del mundo al que pertenece, cuyas reglas son férrea e inconscientemente protegidas. No es la única alusión al futuro, como muerte, profundidad o abismo.

“Newland! Do shut the window. You’ll catch your death.”

He pulled the sash down and turned back. “Catch my death!” he echoed; and he felt like adding: “But I’ve caught it already. I am dead – I’ve been dead for months and months.” (...). What if it were she who was dead! If she were going to die – to die soon – and leave him free! (ch. XXX, p. 298/299).5

La mirada adivinatoria sólo sirve para el sacrificio: si se obedece al deseo se es un expulsado, y si se lo acata, un muerto que yace bajo el peso de su propio futuro.

 

Planos de lo real

La película de Martin Scorsese (1993), que con tanta belleza y bastante fidelidad (opta por el esplendor narrativo y renuncia a la ambivalencia del texto) asume esta gran novela, permite apreciar el carácter visual y objetivista de la obra, donde los objetos prácticamente viven, pues cada uno tiene un sentido.

Sin embargo hay otro plano diferente al del visible, tan detallado en sus ambientes, vestuarios, paisajes y objetos, y la minuciosa presencia de lo literario en la atmósfera del personaje. La verdadera realidad no es la visible. Hay otro plano donde efectivamente transcurren las cosas, o no lo hacen. Ese es uno de los problemas: la constante duda acerca de lo que sucede interiormente en un mundo que parece muy explícito.

Newland ha desaconsejado a la condesa Olenska divorciarse, lo que se contrapone a los deseos de ella pero no a las pautas sociales.

Hay una actitud dual: al mismo tiempo que él, personalmente, aprueba el divorcio de Ellen, la induce a no divorciarse, acudiendo a una serie de lugares comunes de su clase. Newland es consciente de la estrechez de las normas sociales, pero son ellas las que producen su discurso:

“New York society is a very small world compared with the one you’ve lived in. And it’s ruled, in spite of appearances, by a few people with – well, rather old- fashioned ideas.” (...) “But my freedom – is that nothing?”

It flashed across him at that instant that the charge in the letter was true, and that she hoped to marry the partner of her guilt (...). “The individual, in such cases, is nearly always sacrificed to what is supposed to be the collective interest: people cling to any convention that keeps the family together (...). He rambled on, pouring out all the stock phrases that rose to his lips (...) (ch. XII, page 109/110”.6

Las convenciones exteriorizan su poder de coerción en el mismo acto en que sólo pueden ser enunciadas acudiendo a lugares comunes que muestran su falibilidad, y en que Newland apela a ellas para cubrir el silencio de Ellen.

No obstante, prevalecen.

La misma insuficiencia verbal que no puede enunciar y justificar, es la que hace a la convención algo cerrado, e inapelable. No obstante, Newland puede estar valiéndose de los lugares comunes sociales porque ha empezado a sentir algo respecto de Ellen, y desplegar una suerte de ingenua estrategia —destinada al fracaso— de dominación sobre ella. Todo el plano de las representaciones de Newland sobre la realidad, son imaginarios. Parten de una base real, pero ambigua.

Sin embargo, no la ha inducido a volver con su esposo, lo que sí se contrapone con las pautas sociales y los deseos de su familia. Es una entrevista que mantiene con Riviere, el enviado del conde Olenski, lo que le revela la existencia de una actitud familiar y tribal, de la que él ha sido excluido. Los ejes de ese universo no discurren en un texto que sigue a los sentimientos y la conciencia de Newland. La novela pasa a ser eso no escrito, tejido por el poder femenino, tan firme como no enunciado.

Objetos, escenarios, situaciones, son marcas del discurrir de los hechos. Sin embargo, la novela trabaja (a la manera de Henry James) sobre lo tácito, lo ambiguo, y lo no enunciado; elementos cuyo significado se sospecha por los personajes, y que en un momento se hacen explícitos, ya sea porque se habla de ellos o porque provocan algún cambio sustancial.

Una vez producida esta articulación, no hay retorno, algo avanza y se cierra sobre la acción de la novela.

Lo real, lo social, la ambigüedad, lo imaginario, quizás los motivos centrales de la novela, aparecen vinculados. En la escena final, cuando Newland, ya viudo, va a París y tiene la posibilidad de reencontrarse con Ellen, se dice:

“It’s more real to me here than if I went up,” (...) and the fear lest that last shadow of reality should lose its edge kept him rooted to his seat as the minutes succeeded each other (ch. XXXIV, p. 364).7

La realidad significa la posibilidad de que esa Ellen añorada durante toda una vida hubiera sido sólo una imaginaria. La ambigüedad hace soportable la vida, pero no soporta una confrontación que la reduzca a algo real.

De este modo, la soledad, verdadero tema de la novela, es un ámbito de meditación, de recuerdo, de refugio. Es en la construcción de este ámbito, social e íntimo, donde lo real interviene aportando motivos, escenas, situaciones producidas en ese proceso en el cual la soledad va consolidándose.

La realidad implicaría dos problemas: introducir lo que en verdad es, y que es lo que es por haber seguido una dinámica propia, o descubrir a otro real, que como tal, sería incapaz de entrar en esa soledad sin degradarla.

Los términos se invierten porque no es la última sombra de irrealidad sino de realidad lo que puede perderse.

Lo real lleva a encontrar cosas reales, y la imaginación a tomar por reales cosas que no lo son: ¿qué teme Newland perder entonces? ¿Fue real lo que vivió, pero tan lejano que ya no puede ser recuperado, o no lo fue y vivió como si lo hubiera sido, con una certeza ilógica que no puede perder en la confrontación?

En todos los casos es la soledad lo que permanece.

 

Los espejos

La imagen de Newland es también doble: conocemos su interioridad (lo total) y a la vez asistimos a las imágenes que los demás le devuelven (lo parcial) en un juego de espejos.

Tenemos así la imagen de uno de los espejos: la muda conspiración sabe que él no es fiable para hacer valer sus convenciones y creencias, que no es uno de ellos, y lo excluye. Ha perdido un atributo, que es el de saber que hay cosas que no le son dichas, con lo cual su conocimiento siempre será parcial:

“Don’t you know, Monsieur – is it possible you don’t know – that the family begin to doubt if they have the right to advise the Countess to refuse her husband’s last proposals?” (ch. XXV, p. 255).8

El segundo de los espejos es el de Ellen Mingott, la condesa Olenska: le devuelve su imagen no convencional, el deseo, y la frustración del deseo (el deseo es siempre enfrentado a su frustración, y su código tampoco es enunciado con palabras:

What her answer really said was: “If you lift a finger you’ll drive me back: back to all the abominations you know of, and all the temptations you half guess.” He understood it as clearly as if she had uttered the words (...). They may have stood in that way for a long time, or only for a few moments; but it was long enough for her silence to communicate all she had to say (ch. XXIV, p. 245/246).9

Lo más propio y significativo es expresado sin palabras. El silencio dice, y a la vez es la introspección de aquellos pensamientos que no pueden ser dichos, territorio del discurso siempre interior del deseo.

El tercer espejo es el de May, quien lo hace sentirse hundido bajo el peso de su propio futuro, y más aun, muerto:

“How young she is! For what endless years this life will have to go on!” (ch. XXVI, page 268).10

Durante su estancia en Londres, Newland conoce a Riviere, a quien quiere invitar, pero May le dice:

“The little Frenchman? Wasn’t he dreadfully common?” she questioned coldly (...). “Goodness –  ask the Carfrys’ tutor?” (...). He perceived with a flash of chilling insight that in future many problems would be thus negatively solved for him (ch. XX, page. 203/204).11

May representa a ese mundo fuera de cuyas reglas es imposible vivir. Dentro de este espacio, es capaz de adivinarlo todo. Newland decide ir a Washington a ver a Ellen, pretextando una audiencia en la Corte por un caso de marcas:

“The change will do you good,” she said simply, when he had finished; “and you must be sure to go and see Ellen,” she added, looking him straight in the eyes (...)It was the only word that passed between them on the subject; but in the code in which they had both been trained it meant: “Of course you understand that I know all that people have been saying about Ellen, and heartily sympathise with my family in their effort to get her to return to her husband. I also know that, for some reason you have not chosen to tell me, you have advised her against this course, which all the older men of the family, as well as our grandmother, agree in approving; and that it is owing to your encouragement that Ellen defies us all, and exposes herself to the kind of criticism of which Mr. Sillerton Jackson probably gave you, this evening, the hint that has made you so irritable... Hints have indeed not been wanting; but since you appear unwilling to take them from others, I offer you this one myself, in the only form in which well-bred people of our kind can communicate unpleasant things to each other: by letting you understand that I know you mean to see Ellen when you are in Washington, and are perhaps going there expressly for that purpose; and that, since you are sure to see her, I wish you to do so with my full and explicit approval –  and to take the opportunity of letting her know what the course of conduct you have encouraged her in is likely to lead to.”

Her hand was still on the key of the lamp when the last word of this mute message reached him (ch. XXVI, page 269/270).12

La acción trivial de apagar la lámpara contiene otro transcurso secreto donde suceden dos cosas: la introspección, y aquello de lo que verdaderamente se trata la historia, y en esa alternancia May es muy ciega (no ve más allá de su clase), muy poderosa (todo lo adivina dentro de lo que ve), muy frágil (sufre por lo que ve) y muy fuerte (se sobrepone a lo que ve), y finalmente lo controla y al hacerlo, ejerciendo esa femineidad que es uno de los baluartes de su clase, devuelve a Newland la imagen de que en realidad está muerto y enterrado bajo el peso de su futuro.

Hay órdenes de realidad, y una posibilidad de conocimiento, que cuanto menos libre y más limitado, también resulta más agudo. Cuando Newland accede al conocimiento, es porque ya produjo algo nuevo que se le impone.

Frialdad, fragilidad, belleza, poder: la mujer abarca los opuestos.

 

Detrás del espejo

Pero hay otra imagen de Newland, muy sutil, como todo en la novela, que a su vez, se descompone: lo que piensa de sí mismo, y lo que el narrador deja entrever de él.

In matters intellectual and artistic Newland Archer felt himself distinctly the superior of these chosen specimens of old New York gentility; he had probably read more, thought more, and even seen a good deal more of the world, than any other man of the number (ch. I, page 6).13

Esta percepción es la marca de una ruptura: si se encontrase expresado en su clase, no se pensaría a sí mismo fuera de los atributos que la clase valora, y por consiguiente, no se vería distinto.

El narrador es la conciencia, la sensibilidad y los deseos de Newland, y estos elementos constituyen su experiencia más total e intensa. El personaje es un extraño, en la experiencia del amor, y en la intelectual. Ambas son soledad y ruptura. El ámbito de sus libros no lo convierte en intelectual, y la experiencia del amor no lo convierte en amante. Al encontrarse con su amigo Winsett, escritor frustrado y, único amigo suyo que aparece, el narrador dice que:

His conversation always made Archer take the measure of his own life, and feel how little it contained (ch. XIV, page 123).14

No hay una comunidad posible, aun la experiencia de la amistad está hecha de introspección y distancia.

El mundo femenino ve a músicos y a “gente de esa que escribe” (pág. 91) como dispersos fragmentos de humanidad.

Mrs. Archer and her group felt a certain timidity concerning these persons. They were odd, they were uncertain, they had things one didn’t know about in the background of their lives and minds (ch. XII, page 100).15

También la experiencia profesional como abogado, en el despacho de Mr. Letterblair, ejerciendo una profesión propia de los jóvenes de su clase, es decorativa:

(...) he arrived late at the office, perceived that his doing so made no difference whatever to any one, and was filled with sudden exasperation at the elaborate futility of his life (ch. XIV, page 124).16

No hay, entonces, espacios verdaderamente propios:

But once he was married, what would become of this narrow margin of life in which his real experiences were lived? (ch. XIV, page 125).17

Nadie es testigo del espacio de estas verdaderas experiencias.

Al final de la novela, el narrador hace un balance de la vida de Newland:

(...) even his small contribution to the new state of things seemed to count, as each brick counts in a well-built wall. He had done little in public life; he would always be by nature a contemplative and a dilettante (ch. XXXIV, page 349).18

Detrás del espejo, en el espacio de una imagen no devuelta por los otros espejos, hay sólo un ladrillo en una pared bien construida.

El mundo de la gente elegante y el de la gente inteligente discurren paralelos, sin mezclarse.

 

La casa de la vida

En varias oportunidades el narrador hace referencia a las cosas reales y verdaderas, por ejemplo, las que a Newland le sucedieron en su estudio.

Hay un mundo, entonces, que aunque tangible, no es real.

De esta irrealidad dan fe la secuencia final, en la cual, después de treinta años, ya casi nada queda de las convenciones que —de ser cierto el amor que pudo sentir Ellen por él— signaron su suerte, y sus encuentros con la condesa Olenska, en los cuales, a la vez que su naciente relación se plantea, va siendo marcada por todo aquello que la hará imposible.

Las cosas reales y verdaderas no suceden exteriormente, sólo toman de lo exterior algunos elementos, mínimos. Están reservadas a la experiencia interna, son intransferibles, se refieren a esa subjetividad que las convenciones sepultan.

Son graduales, imperceptibles, y vinculadas con lo tácito. En el caso de Ellen y Newland, no es posible determinar si en verdad existe su amor y, si es así, cómo se origina y en qué momento deja de ser una especulación, para convertirse en un vínculo. Éste puede existir o no, si existe es sutil, como la relación, y está hecho de renuncia, silencio y distancia.

Se trata de un vínculo que se transforma en tal al negarse. Son el silencio y la distancia los que van adquiriendo un significado. De este modo se hace irreal e ideal, nada lo alimenta, y por eso puede diferenciarse de lo real, y al hacerlo, adquirir su sentido de sólo ser posible en la negación, y absolver a quienes lo tienen del peso de lo real.

Finalmente subsiste en algo que por haber sido dado casi independientemente de hechos exteriores termina por ser una suerte de nostálgica abstracción, desvinculada de la vida, y al mismo tiempo, más real que ella.

For a long moment she was silent; and in that moment Archer imagined her, almost heard her, stealing up behind him to throw her light arms about his neck. While he waited, soul and body throbbing with the miracle to come, his eyes mechanically received the image of a heavily-coated man (...). Madame Olenska had sprung up and moved to his side (ch. XV, page. 133/134).19

Sobre estos momentos, en que la relación entre ambos va haciéndose perceptible, se cierne una cercanía siempre amenazada. Los instantes provisionales, amenazados por algún imprevisto, un motivo baladí, una ruptura del diálogo mudo que va estableciéndose entre ambos, se desenvuelven con una intensidad propia.

The silence that followed lay on them with the weight of things final and irrevocable. It seemed to Archer to be crushing him down like his own grave-stone; in all the wide future he saw nothing that would ever lift that load from his heart (...).

“At least I loved you –” he brought out (ch. XVIII, p.170).20

Lo que surge de estos instantes es un modo de vida futuro. Los personajes deberán vivir, en lo sucesivo, con el peso de estas limitaciones autoimpuestas, que se evidencian en el mismo acto que aquello que los une que es, en el fondo, un silencio, un estado interior.

En los momentos en que Newland asume que su vida es una cautividad, se produce un desdoblamiento.

Durante la celebración de su matrimonio, piensa:

“Darling!” Archer said – and suddenly the same black abyss yawned before him and he felt himself sinking into it, deeper and deeper, while his voice rambled on smoothly and cheerfully (ch. XIX, p. 187).21

En Newland siempre hay una separación y una resistencia. Se encuentra separado de su mundo social y a la vez de la realización de sus deseos. En los momentos de mayor tensión, él mismo se divide: por una parte, a medida que más se empeña por acercarse a Ellen, se hacen más evidentes la imposibilidad de acceder a ella; y por otra, se ve a sí mismo actuar como si estuviera viendo a otro, y sorprendiéndose por ese modo de actuar.

 

Una ceguera brillante

May Welland, de un modo dual, es inescrutable y a la vez carente de subjetividad. Todo ha sido heredado, a nada ha debido oponerse, y por eso carece de una fuerza propia. Su espontaneidad es la simple conformidad con ese mundo:

No doubt she simply echoed what was said for her; but she was nearing her twenty-second birthday, and he wondered at what age “nice” women began to speak for themselves.

“Never, if we won’t let them, I suppose,” he mused, and recalled his mad outburst to Mr. Sillerton Jackson: “Women ought to be as free as we are – ”

It would presently be his task to take the bandage from this young woman’s eyes, and bid her look forth on the world. But how many generations of the women who had gone to her making had descended bandaged to the family vault? He shivered a little, remembering some of the new ideas in his scientific books, and the much-cited instance of the Kentucky cave-fish, which had ceased to develop eyes because they had no use for them. What if, when he had bidden May Welland to open hers, they could only look out blankly at blankness? (ch. X, p. 80/81).22

Aceptación, incapacidad de percibir, modos no conscientes de transmitir los mandatos de la sociedad patriarcal, son la condición femenina de una mujer que, como el pez de Kentucky, no necesita ver.

He wondered what Mrs. Welland would have said if he had uttered the words instead of merely thinking them. He could picture the sudden decomposure of her firm placid features, to which a lifelong mastery over trifles had given an air of factitious authority. Traces still lingered on them of a fresh beauty like her daughter’s; and he asked himself if May’s face was doomed to thicken into the same middle-aged image of invincible innocence (...) the innocence that seals the mind against imagination and the heart against experience! (ch. XVI, p. 144/145).23

La inocencia no es un estado de pureza ante algo, ni el acto de renunciar a tomar partido, es la ignorancia deliberada e indiferente, la insensibilidad. El estado de pureza que exige esta inocencia es el de no concebirse a sí misma como generadora de aquello que critica y no tolera.

Es una inocencia ciega, que es tal por no poder concebir su grado de culpa.

 

El misterio de la joven femineidad

El personaje de May presenta relieves cuando su mundo es puesto en peligro: antes de morir confiesa a Dallas, su hijo, que Newland había renunciado a alguien a quien amaba por ellos. Pone en palabras lo implícito, asume una circunstancia.

Al intuir que en el deseo de Newland por anticipar la boda parecía haber la necesidad de protegerse de una relación, le dijo con franqueza que podía abandonarla. Ante Newland, May adquirió —en el extenso pasaje en que parece independizarse de sí misma, elevarse, adquirir un poder inusitado en una franqueza que va más allá de todos sus códigos— una proporción épica, en la grandeza de ese renunciamiento, pero pronto la actitud desaparece en un rostro inescrutable, símbolo del misterio de la joven femineidad.

Son asociados así el misterio, la femineidad, la posibilidad (de que ella sepa, de él poder alejarse con ella y unirse con Ellen) en una red de cosas implícitas, nunca puestas en palabras, pero no por eso menos poderosas:

then she raised on him eyes of such despairing dearness (...)There was something superhuman in an attitude so recklessly unorthodox, and if other problems had not pressed on him he would have been lost in wonder at the prodigy of the Wellands’ daughter urging him to marry his former mistress. But he was still dizzy with the glimpse of the precipice they had skirted, and full of a new awe at the mystery of young-girlhood. (...) But in another moment she seemed to have descended from her womanly eminence (...). Archer had no heart to go on pleading with her; he was too much disappointed at the vanishing of the new being who had cast that one deep look at him from her transparent eyes (ch. XVI, p. 146/150).24

Al sentirse en peligro May adquiere una estatura diferente. Está más allá de sí misma, pero pierde esa cualidad apenas se siente a salvo. Al mismo tiempo, ubica el peligro en algo imaginario: una antigua amante de Archer, en lugar de en la atracción de éste por Ellen. La visión sigue asociada a la ceguera.

Hacia el final de la novela el narrador, vuelto hacia el pasado, independizado de Newland a quien sólo muestra reflexiona:

(...) and to his first photograph of May, which still kept its place beside his inkstand.

There she was, tall, round-bosomed and willowy, in her starched muslin and flapping Leghorn, as he had seen her (...). And as he had seen her that day, so she had remained; never quite at the same height, yet never far below it: generous, faithful, unwearied; but so lacking in imagination, so incapable of growth, that the world of her youth had fallen into pieces and rebuilt itself without her ever being conscious of the change. This hard bright blindness had kept her immediate horizon apparently unaltered (ch. XXXIV, p. 351).25

De algún modo el narrador toma partido: han quedado atrás las convenciones, ya nada subsiste de ese mundo, más que su recuerdo, y es posible asumir que todo fue en vano.

Sin embargo, también puede encontrar en eso una opción, una luz que ilumina a los ojos en su ceguera, aquella que libra al personaje de los riesgos de cualquier elección.

Pero May encarna el misterio de esa naturaleza femenina, que parece predecible pero que es desconocida:

As she sat thus, the lamplight full on her clear brow, he said to himself with a secret dismay that he would always know the thoughts behind it, that never, in all the years to come, would she surprise him by an unexpected mood, by a new idea, a weakness, a cruelty or an emotion (ch. XXX, p. 298).26

La visión masculina de Archer supone un mundo femenino que siempre será desconcertante: las reacciones de Ellen lo sorprenden, las de May no lo sorprenden, no alcanzan a traspasar ese umbral, actúan sin ser percibidas, son lo que no se supone que son, y no son lo que se supone.

En la ambigüedad de la novela si existe un sentimiento entre Ellen y Newland, son las acciones de May las que harán que uno deba alejarse del otro; pero si no existe ese sentimiento, la de May siempre será una percepción para Newland.

 

Del todo de nuevo

Si bien esa mirada femenina obliga y desinviste de masculinidad, o impone una masculinidad codificada, cautiva, es también la mirada femenina la que revela.

En cada encuentro con Ellen, Newland redescubre algo de ella que había, imperceptiblemente, olvidado:

“Do you know – I hardly remembered you?”

“Hardly remembered me?”

“I mean: how shall I explain? I – it’s always so. Each time you happen to me all over again.” (ch. XXIX, p. 289).27

Aquello contrapuesto al entierro en el tiempo que aún no transcurrió, y que, de algún modo, ya lo hizo, porque será invariable, y sin todavía estar es como si ya hubiera transcurrido, es la intensidad de aquello que lo rompe y que parece suceder por primera vez en cada oportunidad.

La idea de la vida se refugia en esta sensación de primera vez y nuevamente es lo femenino aquello capaz de conceder ese rango a la experiencia. Ser y no ser a través de la mirada de una mujer y de otra.

No obstante, la intensidad es engañosa: no tiene el poder de crear los hechos que sucederán, porque ellos obedecen a otra organización, una que es inescrutable, Newland siempre avanza, varios pasos atrás de lo que ya fue decidido para él:

Archer, who seemed to be assisting at the scene in a state of odd imponderability, as if he floated somewhere between chandelier and ceiling, wondered at nothing so much as his own share in the proceedings. As his glance travelled from one placid well-fed face to another he saw all the harmless-looking people engaged (...) as a band of dumb conspirators, and himself and the pale woman on his right as the centre of their conspiracy (...) to all of them he and Madame Olenska were lovers (...) the tacit assumption that nobody knew anything, or had ever imagined anything, and that the occasion of the entertainment was simply May Archer’s natural desire to take an affectionate leave of her friend and cousin (ch. XXXIII, p. 338).28

Así, todo lo decisivo se encuentra tejido por una trama silenciosa, fuera de las palabras, que va urdiendo una red sin salida. O puede que esta red sea sólo su registro, que en realidad, los mismos hechos respondieran a lo que parecen ser en apariencia.

El mundo de las convenciones es natural, no hay otra alternativa posible, y son las mujeres, que ignoran su cautividad a ese mundo patriarcal, las encargadas de activar los engranajes de su maquinaria indeclinable.

Palabras y silencios ponen en marcha mandatos sociales; gestos y descripciones narran a su vez otra historia, la de aquello que los personajes efectivamente sienten. Todos obran por un deseo que piensan correcto e inevitable, y al hacerlo son inocentes de ese mundo que todos contribuyen a gestar y al cual, de uno u otro modo, se someten.

Si May es definida a partir de una fotografía inalterable, no hay una sola descripción de una Ellen cuyos rasgos, como una especie de Proteo, adquieren la forma de los sentimientos de Newland, y de sus circunstancias.

El narrador introduce a Ellen en la novela, en una larga secuencia en que va centrando la atención del lector en el personaje, por el contraste que produce en los otros:

It was that of a slim young woman, a little less tall than May Welland, with brown hair growing in close curls about her temples and held in place by a narrow band of diamonds (ch. I, p. 30).29

Así la ve Newland al ir a buscarla a Skuyttercliff.

The red cloak made her look gay and vivid, like the Ellen Mingott of old days (...). Archer stood watching, his gaze delighted by the flash of the red meteor against the snow (ch. XV, p. 130).30

Ellen, a diferencia de las demás mujeres, es percibida en la gracia y la movilidad.

En la cena de despedida, suerte de oficio ritual en que las mudas convenciones han logrado separarlos, y última vez que Newland la verá, advierte que, de un modo contrastante con ese escenario:

(...) her face looked lustreless and almost ugly, and he had never loved it as he did at that minute.31

De este modo, en sus vestidos no convencionales, en su arreglo, y en la atmósfera que todo eso irradia, es una suerte de deidad inescrutable, capaz tanto de suscitar el deseo, como de frustrar toda expectativa, como si fuera lo único cambiante en un mundo que no puede cambiar.

Ellen es la presencia elusiva que se desliza por las páginas de La casa de la vida.

Newland persigue algo cuya esencia es no ser conocido. La novela es el relato de una ilusión, en pos de la cual transcurre la vida real, es la verdadera vida, o la verdadera vida consiste en la ilusión de deslizar esas páginas.

 

La ciudad

Nueva York, “vasta e inminente” (pág. 73), es también una ciudad que va mudando de las casas bajas y las granjas, a otras edificaciones, y más tarde, a otra configuración social.

Es también una ciudad lineal, sin tradición verdadera ni historia, siempre contrapuesta a la imagen de una Europa liberal, lejana a esos valores respetados.

¿En qué puede ser vasta e inminente la ciudad de los férreos mandatos?

No obstante, la ciudad siempre discurre. En ella se mezclan arraigo, historia (el último capítulo comienza en el mismo estudio de la casa de la calle 39, donde todas las cosas verdaderas para el personaje han sucedido) y las imposiciones.

Los otros escenarios: Boston, Skuytercliff, St. Agustine, tienen a Nueva York como referencia, y en la ciudad es donde también se refleja el paso del tiempo: aquel museo donde se encontró con Ellen es, treinta años después, muy diferente.

En la ciudad se extienden zonas desconocidas, donde hay experiencias también desconocidas, como la vida de Winsett y los escritores y artistas.

Europa es el vasto centro de un imaginario que se contrapone a la espartana Nueva York. En el continente reina la permisividad, costumbres diferentes a lo que las cosas deben ser. La imagen de una Europa cuya cultura no importa, es opuesta a la de una Europa donde la corrección no importa.

Como su autora, la novela discurre entre dos mundos: Europa y los Estados Unidos, y dos épocas: el siglo XIX y el XX.

Edith Wharton nació durante la Guerra de Secesión, y murió poco antes de la Segunda Guerra Mundial.

Posiblemente esta visión de un mundo dividido, valorice las experiencias más interiores.

 

Los objetos

Hay dos polos del objetivismo de la novela: la descripción minuciosa de cosas inscriptas en la vida de los personajes, y que a la vez pueden sobrevivirlos (como el retrato de May en el torneo de tiro con arco).

Muebles, estilos, vestimentas, son los marcos de las personas.

El otro polo está dado por la fugacidad:

She stood up and wandered across the room (...).Presently he rose and approached the case before which she stood. Its glass shelves were crowded with small broken objects – hardly recognisable domestic utensils, ornaments and personal trifles – made of glass, of clay, of discoloured bronze and other time- blurred substances.

“It seems cruel,” she said, “that after a while nothing matters . . . any more than these little things, that used to be necessary and important to forgotten people, and now have to be guessed at under a magnifying glass and labelled: ‘Use unknown.’ ” (ch. XXXI, p. 312).32

El museo donde Ellen y Newland se encuentran es un ámbito estático, neutro, donde nada es posible, porque contiene todo lo que fue y el sentido de lo que fue, que se reduce a un mientras tanto.

Los objetos son el botín del tiempo.

La intensidad de los sentimientos de los personajes se recorta ante este ámbito estático, pero no sabemos cuáles son verdaderamente esos sentimientos.

Fluye la vida, y escapa de las cosas, testigos de ese fluir, y de esas vidas inaccesibles para quien los ve. Ellos han perdido su forma, y la referencia que los unía a lo que eran, pero algo permanece, y lo que permanece es un símbolo de lo que ya no está.

Los objetos, cuando aparecen dentro de su propia circunstancia, la enmarcan y simbolizan. Están unidos a las personas, a lo que significan en ese contexto social. Los objetos estáticos representan la futilidad de esa experiencia. La cotidianeidad, abarcadora y plena, está destinada a desaparecer, a ser inescrutable, a convertirlos en rastros inútiles.

Aquello más anhelado e íntimo parece destinado a escapar, de una en otra página, de uno en otro tiempo, y a dejar huellas de su presencia. Esas huellas tienen que ver con lo dicho y lo no dicho, lo posible y lo imposible, el tiempo que fluye y la vez queda bajo la forma de pequeños e íntimos tesoros, testimonios de un momento en el que pudimos vivir algo real y propio, vestigios de aquella otra edad de la inocencia, en que pensamos que todo era posible.

 

Notas

  1. “el título le llamaba la atención: La casa de la vida... se encontró sumergido en una atmósfera distinta de la que siempre había respirado en los libros, tan cálida, tan rica... A lo largo de toda la noche persiguió a través de las páginas encantadas la visión de una mujer que tenía el rostro de Ellen Olenska” (Edith Wharton, La edad de la inocencia, cap. 15, pág. 121, Tusquets, 1995).

  2. Otras novelas importantes de su muy extensa obra son The house of mirth (1905), Ethan Frome (1911), The Custom of the country (1913).

  3. (...) bajo la mirada de la maliciosa matriarca, se sentía mudo e incómodo (cap. 17, pág. 134, Tusquets, 1995).

  4. Se interrumpió, sin dejar de sonreírle con los ojos, y, con la indiferente irrelevancia de la edad avanzada, preguntó: “¿Por qué demonios no te casarías con mi pequeña Ellen?”.

    Archer rió. “Para empezar, no estaba aquí para casarse con nadie”.

    “No, claro que no; lo que es aun más lamentable. Y ahora es demasiado tarde; su vida se ha acabado”. Habló con la fría seguridad de los ancianos cuando echan tierra en la tumba de las tempranas esperanzas (cap. 17, pág. 133).

  5. “¡Newland! Por favor cierra la ventana. Vas a coger un resfriado mortal”.

    Bajó la ventana y se volvió. “¡Un resfriado mortal!”, repitió, y sintió ganas de añadir: “Pero si ya he muerto. Estoy muerto... ¿Y si fuera ella la que estuviera muerta? ¡Si fuera a morir... a morir pronto... ¡liberándole!” (cap. 30, pág. 248).

  6. “La sociedad neoyorkina es un mundo muy pequeño comparado con aquel donde has vivido. Y, pese a todas las apariencias, está regido por unas pocas personas con... bueno, con ideas bastante anticuadas” (...). “Pero mi libertad... ¿no significa eso nada?”.

    Archer concibió por un segundo la idea de que la acusación era cierta, y de que la condesa pretendía casarse con su compañero de culpa (...). “En casos como éste, el individuo es casi siempre sacrificado a lo que se supone representa el interés colectivo; la gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia (...). Protege a los hijos, cuando los hay —prosiguió Archer, derramando el torrente de lugares comunes que acudía a sus labios (cap. 12, pp. 98/100).

  7. “Para mí es más real que si subiera”, se oyó de pronto decir; y el temor a que esta última sombra de realidad perdiera su fuerza le mantuvo pegado a su asiento mientras transcurrían uno tras otro los minutos (cap. 34, pág. 301).

  8. “¿Acaso no sabe usted, Monsieur (cómo es posible que no sepa), que la familia empieza a dudar acerca de si tiene derecho a aconsejar a la condesa que rechace la propuesta de su esposo?” (cap. 25, pág. 214).

  9. Lo que la respuesta de la condesa realmente decía era: “Si levantas un dedo, me alejarás de ti; hacia todas las abominaciones que conoces, y todas las tentaciones que sólo adivinas a medias”. Lo comprendió tan claramente como si hubiera pronunciado las palabras (...). Quizá permanecieron en esa postura un largo rato, quizás unos instantes; pero lo bastante como para que ella comunicara con su silencio cuanto tenía que decir (cap. 24, pág. 208).

  10. ¡Qué joven es! ¡Cuántos años interminables ha de durar esta vida! (cap. 26, pág. 225).

  11. ¿El francesito? ¿No era espantosamente vulgar? —preguntó con frialdad (...). —¡Dios bendito! ¿Invitar al preceptor de las Carfry? (...). Percibió en un relámpago de gélida introspección que en el futuro se le iban a solucionar negativamente muchos problemas (cap. 20, pp. 174/175).

  12. El cambio te hará bien —dijo May simplemente... — y no debes olvidar de visitar a Ellen —añadió mirándole directamente a los ojos... Fueron las únicas palabras que intercambiaron sobre el tema, pero en el código en que ambos habían sido adiestrados significaba: “Como comprenderás, sé todo lo que la gente anda diciendo de Ellen, y estoy completamente de acuerdo con mi familia en su esfuerzo por hacerla regresar junto a su marido. Sé también que, por alguna razón que no has tenido a bien comunicarme, la has aconsejado que no siga el camino que todos los hombres de más edad de la familia, así como la abuela, aprueban unánimemente; y que, precisamente debido a tu apoyo a Ellen, nos desafía a todos, exponiéndose al tipo de críticas que Mr. Sillerton Jackson probablemente te expuso esta noche, cuya sola sugerencia te ha puesto tan irritable... No han faltado sugerencias, ciertamente; pero ya que no pareces dispuesto a aceptar la de otros, te daré yo la mía, en la única manera en que la gente bien criada como nosotros puede comunicar cosas desagradables... y aproveches la oportunidad para hacerle saber a donde lleva, con toda probabilidad, el camino que le has animado a seguir”. Cuando la última palabra de este mensaje mudo llegó a Archer, la mano de May seguía aún en la llave de la lámpara (cap. 26, pp. 225/226).

  13. En cuestiones intelectuales y artísticas, Newland Archer se consideraba claramente superior a aquellos especímenes escogidos de la aristocracia neoyorquina; probablemente había leído más, pensado más e incluso visto más mundo (cap. 1, pág. 15).

  14. Sus palabras siempre hacían a Archer tomar medida de su propia vida y ver cuán poco contenía (cap. 14, pág. 109).

  15. Mrs. Archer y su grupo sentían cierta timidez con respecto a estas personas. Eran raras, impredecibles, llevaban cosas desconocidas en el fondo de sus vidas y de sus mentes (cap. 12, pág. 91).

  16. (...) llegó tarde a la oficina, percibió que lo tardío de su llegada no le importaba lo más mínimo a nadie, y se llenó de repentina exasperación por la complicada futilidad de la vida (cap. 14, pág. 111).

  17. Pero una vez casado, ¿qué ocurriría con el estrecho margen de su vida donde se vivían sus verdaderas experiencias? (cap. 14, pág. 111).

  18. Hasta su pequeña contribución al nuevo estado de cosas parecía contar como cada ladrillo cuenta en una pared bien construida. Poca cosa había hecho en la vida pública; siempre sería, por naturaleza, un ser contemplativo, un diletante (cap. 34, pág. 287).

  19. Por un largo instante la condesa guardó silencio; y en ese momento Archer se la imaginó, casi la oyó, acercándose sigilosamente a su espalda para echarle los esbeltos brazos alrededor del cuello. Mientras esperaba, alma y cuerpo pulsando por el milagro por suceder, sus ojos percibieron mecánicamente la imagen de un hombre con un grueso abrigo... Madame Olenska se había incorporado de un salto (cap. 15, pág. 118).

  20. El silencio que siguió cayó sobre ellos con el peso de las cosas definitivas e irrevocables. Archer sintió que le aplastaba como si fuera su propia losa sepulcral; en toda la amplitud del futuro no vio nada que pudiera levantar esa carga de su corazón...

    —Yo, al menos te amaba —consiguió decir (cap. 18, pág. 147).

  21. “¡Querida..!”, dijo Archer... y repentinamente el mismo abismo negro reabrió ante él y sintió que se hundía, más y más profundamente, mientras su voz proseguía, segura y optimista (cap. 19, pág. 161).

  22. No cabía duda de que May se limitaba a repetir lo que le decían; pero se acercaba a su vigésimosegundo cumpleaños, y el joven se preguntó a qué edad empezaban las chicas “bien” a hablar por sí mismas.

    “Supongo que nunca, si no las dejamos”, pensó, y recordó su loco arranque con Mr. Sillerton Jackson. “Las mujeres deberían ser tan libres como nosotros...”.

    Pronto le competería ya quitar la venda de los ojos de la joven y pedirle que mirara al mundo de frente. Pero ¿Cuántas generaciones de mujeres antes que ella habían descendido vendadas al panteón familiar? Sintió un ligero escalofrío al recordar algunas de las nuevas ideas de sus libros de ciencia y el muy citado pez de cueva de Kentucky, que había dejado de desarrollar ojos porque no los necesitaba para nada. ¿Y si, cuando pidiera que May abriera los ojos, se encontraba con que sólo eran capaces de mirar huecos al vacío? (cap. 10, pág. 75).

  23. Se preguntó qué habría dicho Mrs. Welland si hubiera pronunciado esas palabras en lugar de limitarse a pensarlas. Podía imaginarse la repentina descomposición de sus firmes y plácidos rasgos, a los que toda una vida de dominio de las pequeñeces había conferido un aire de artificial autoridad. En ello quedaban todavía rastros de una belleza fresca como la de su hija; y Archer se preguntó si el rostro de May estaría condenado a espesarse, transformándose en la misma imagen madura de una invencible inocencia (...). Esa inocencia que cierra la mente a la imaginación y el corazón a la experiencia (cap. 16, pág. 126).

  24. (...) alzó hacia él unos ojos tan desesperadamente transparentes (...). Había algo sobrehumano en una actitud tan arrojadamente heterodoxa, y, si no le hubieran presionado otros problemas, se habría perdido en la maravilla de la hija de los Welland instándole a casarse con su antigua amante. Pero estaba aún aturdido por la somera visión del precipicio que había bordeado, y lleno de nueva veneración por el misterio de la joven femineidad (...). Pero en otro momento May pareció bajar de su eminencia (...). Archer estaba demasiado decepcionado por la desaparición del nuevo ser que le había mirado tan profundamente desde sus ojos transparentes (cap. 16, pág. 130/131).

  25. (...) y a su primera fotografía de May, que aún conservaba su lugar junto al tintero.

    Allí estaba, alta, juncal, el pecho redondo, vestida de muselina almidonada, el sombrero de paja moviéndose al viento (...). Y tal como la había visto ese día se había quedado así para siempre (...) generosa, fiel, infaltable, pero tan falta de imaginación, tan incapaz de desarrollo, que el mundo de su juventud se había roto en pedazos y reconstruido sin que llegara a darse cuenta. Esta ceguera brillante y recia había mantenido su horizonte aparentemente inalterable (cap. 34, pág. 290).

  26. Viéndola así sentada, con la luz de la lámpara dándole de plano en la clara frente, Archer se dijo con secreta consternación que siempre conocería los pensamientos que se ocultaban ahí detrás, que jamás le sorprendería con un humor inesperado, una nueva idea, una debilidad, una crueldad o una emoción (cap. 30, pág. 247).

  27. —¿Sabes que... casi no te recordaba?

    —¿Casi no me recordabas?

    —Quiero decir... ¿Cómo explicarlo? Siempre es igual. Cada vez ocurres del todo de nuevo para mí (cap. 29, pág. 240).

  28. Archer, quien parecía asistir a la escena en estado de extraña imponderabilidad, como si flotara entre los candelabros y el techo, se extrañaba sobre todo de su propia participación en los acontecimientos. Mientras su mirada iba de un rostro bien alimentado a otro, veía a toda esa gente de inofensivo aspecto (...) como una banda de conspiradores mudos, y a sí mismo y a la mujer que tenía a su derecha como el centro de su conspiración (...) para todos ellos Madame Olenska y él eran amantes (...) con la tácita suposición de que nadie sabía nada, ni había jamás imaginado nada, y que la ocasión de la recepción era simplemente el deseo natural de May Archer de despedirse afectuosamente de su prima y amiga (cap. 33, pág. 280).

  29. Se trataba de una mujer joven y delgada, ligeramente más baja que May Welland, con pelo castaño, de apretados rizos que cubrían las sienes, sujetos por una estrecha banda de diamantes (cap. 1, pág. 16).

  30. La capa roja le daba un aspecto vivo y alegre, como la Ellen Mingott de los viejos tiempos (...). Archer se quedó unos segundos mirándola, los ojos deleitándose en el relámpago del meteoro rojo que desataba sobre la nieve (cap. 15, pág. 115).

  31. (...) su rostro estaba deslustrado, casi feo, y el caso es que él la quiso más que nunca en ese instante (cap. 33, pág. 279).

  32. Se levantó y paseó por la sala (...). Finalmente, se levantó y se aproximó a la vitrina ante la que se había plantado la condesa. Sus estantes de cristal estaban cubiertos de pequeños objetos rotos —utensilios domésticos apenas reconocibles, adornos, bagatelas personales fabricados en cristal, arcilla, de bronce descolorido y otras sustancias borrosas de tiempo.

    “Parece cruel”, dijo ella, “que, pasado cierto tiempo nada importe... como estos objetos, que fueron necesarios e importantes para gentes olvidadas, y ahora tienen que adivinarse con una lupa para terminar con una etiqueta: ‘uso desconocido’ ” (cap. 31, pág. 259).