Sala de ensayo
El pensador y el mundo

El pensador, de Auguste Rodin. Fotografía: Richard Nowitz

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De uno de los primeros filósofos en la historia de Occidente de quien se tiene noticia, Tales de Mileto, nos cuenta Platón a través de su famoso alter ego, Sócrates, en el diálogo titulado Teeteto, que caminaba cierta noche estudiando los astros cuando de repente se cayó a un pozo. Una mujer que dio con él en tan ridícula situación, comenzó a burlarse remarcando que siendo tan temerario en sus pesquisas celestiales, era incapaz de percatarse de lo que estaba bajo sus mismos pies. La ironía de la mujer es tan válida como inevitable el hecho que ironiza, porque ningún hombre puede tener al mismo tiempo un ojo sobre el cielo y otro sobre la tierra. Podríamos decir que la vida con los ojos puestos en el cielo sólo es posible a condición de retirarlos de la tierra, y quizás lo que para la burlona mujer resultaba una ironía, para Tales de Mileto se refería a una mera obviedad: ¿cómo iba a poder jamás mirar las estrellas si hubiera sido un observante más de la vil y agujereada cotidianeidad terrestre?

Pero antes de que sigamos adelante, esta vez a través de Aristóteles, Tales de Mileto nos ofrece otra anécdota que es la contrapartida de la anterior: cuenta el Estagirita que sacando Tales provecho de su sapiencia astronómica, pudo predecir una gran cosecha de aceitunas, por lo cual se apoderó de todas las prensas disponibles, y cuando por el éxito de las cosechas llegó una gran demanda de prensas, las alquiló sacando una enorme diferencia. Pareciera como si al tan etéreo filósofo, a quien no le tocaban las groseras cosas de este mundo, sí le hubiera tocado aquella burla que una mujer cualquiera le había espetado desde el borde de un pozo, y que si hubo algo que en aquel momento le impidió observar sus amadas estrellas, fue ese rostro odioso acaparando el cielo y riéndose a sus expensas. Pareciera como si la segunda anécdota hiciera una nota al pie a la primera, diciendo “no es que los filósofos no podamos tener los ojos sobre la tierra; esto no sólo que lo podemos hacer, sino que, si quisiéramos, lo haríamos mejor que cualquiera; el asunto es que no queremos hacerlo: no nos interesa”. Así, el orgullo del filósofo cicatriza y la vulgar mujer calla: cuando el hombre promedio pone los ojos sobre la tierra, evita caer en pozos; cuando el filósofo hace lo mismo, se hace rico de un día para el otro; o tal autoconsuelo se prodigaron las largas noches de Aristóteles... Lo cierto es que así como al contemplar los cielos Tales perdió vista del pozo, al contemplar sus aceitunas tuvo que haber abandonado al menos provisionalmente a sus queridas estrellas. Esta mutua incompatibilidad es la fatalidad del hombre promedio y acaso la tristeza secreta del pensante: se trata de aceitunas o de estrellas.

A fin de cuentas los objetos de la disyuntiva de Tales, aceitunas y estrellas, al menos tenían algo en común: ambos eran elementos de la Naturaleza, objetos tangibles u observables de que sus sentidos podían dar cuenta. Pero si un filósofo busca la verdad fuera de la Naturaleza, fuera de sus sentidos, en la pura razón, considerando a los anteriores no sólo un obstáculo a la verdad, sino hasta una tergiversación de la misma, para este filósofo la cuestión no será mirar esto o aquello, sino mirar o no mirar. Pues bien, la tradición insiste en que Demócrito, para resolverla, optó por una solución más drástica que cerrar los ojos: se los arrancó. Así, Demócrito —o lo que la habladuría de los siglos hizo del pobre Demócrito— lleva hasta el colmo, hasta la exageración, lo teatral o ridículo lo que se insinuaba con mesura en Tales: el mundo como obstáculo al pensamiento. O para reformularlo: para Tales el mundo era el obstáculo para su comprensión del Mundo; para Demócrito, el mundo, el Mundo, y todo lo perceptible, eran el obstáculo del Pensamiento. (Quizás el primero era más bien un científico y el segundo, un filósofo propiamente dicho, en el sentido que se nos inculcó desde Platón.)

Salteándonos unos cuantos siglos —que para quienes reniegan de las tautologías dogmáticas del escolasticismo, también en gran parte se saltea la verdadera filosofía—, nos encontramos con otra anécdota paradigmática del pensador sustraído de la realidad: la de Descartes en su horno. Se dice que Descartes, para poder pensar sin distracciones ni molestias, un buen día se metió en el horno de su casa. Para la mente contemporánea surge aquí una imagen absurda hasta lo caricaturesco: el cuerpo del pensador hecho una bola estrujada, la cabeza entre las piernas, con un dolor y sofocación que no podrían ser más antitéticos a la tranquilidad y desprendimiento necesarios para el libre flujo del pensar. Sin embargo, parece que a lo que se le llama “horno” era, para aminoramiento de nuestra risa, una especie de habitación calentada para hornear panes, de dimensiones bastante más grandes que las que el término trae a la imaginación contemporánea —para la cual modernizar es sinónimo de empequeñecer. Aun así, la fórmula se repite: para entender el mundo, lo primero que hace falta es alejarse de él. Se dirá que esto habla de la específica filosofía que está en juego, es decir, una que supone a la observación y la experiencia como prescindibles frente a los rigores autónomos de la Razón, la cual es cierto que no es de ninguna manera la única filosofía posible. Pero por más que un filósofo ponga todas sus fichas en la observación de lo que lo rodea y que proponga a la experiencia como punto de partida de todo raciocinio, sigue siendo un hecho que posterior a la absorción del exterior, a la recolección de datos, el observador se retira, se aísla para clasificarlos, sopesarlos, sistematizarlos, y en fin, pensarlos: la visita al horno no se cancela, sólo se posterga. Sin el horneo de la masa, la recolección de trigo no produce nada comestible.

¡Pobre Descartes! Cuánta razón tuvo al fin y al cabo en pensar que, en cuanto salido del horno, el universo circundante consistía en una infinidad de molestias y amenazas a la tranquila meditación, como la invitación a la corte de una reina sueca. A pesar de no haber recibido nunca ninguna invitación de una reina, puedo imaginar que pertenece a la clase de invitación que difícilmente se puede rechazar, es decir, que a duras penas le cabe el término “invitación”. También me atrevo a imaginar que Descartes hubiera preferido el calor y la paz de sus hornos a tener que viajar a Suecia para remedio del tedio áulico de una reina, quien acaso lo usaba para complacer su propia conciencia con la idea de que se interesaba en asuntos tan profundos —término que suele usar la gente superficial— como la filosofía. Como fuera, es sabido que esa visita fue la muerte de Descartes, y no por verse envuelto en una intriga cortesana, ni por haberse procurado una amante vedada, ni por emponzoñamiento, ni por el filo de una espada. No, al desgraciado Descartes lo mató una neumonía causada por el riguroso clima nórdico, inapropiado para su frágil salud, a la cual no debió haber ayudado demasiado el tener que levantarse regularmente a las cinco de la mañana para acudir a la biblioteca y discutir con la madrugadora reina de filosofía. ¡Qué dulce recuerdo habrá sido para Descartes en aquellas mañanas de hielo y sueño el viejo horno de la ciudad de Ulm! ¡Cuánto más gratificante meditar en un horno que parlotear en un castillo!

El último dato anecdótico que traigo es un tanto más insignificante que los de caerse a un pozo, arrancarse los ojos o meterse en un horno, pero no por eso menos descriptivo del carácter retraído y ausente del pensador. Y aunque tampoco nos llega de otro filósofo, no deja de venir de un pensador tan auténtico y dedicado como cualquiera de los anteriores: el escritor en cuestión, tan sagaz como su famoso detective, el padre Brown, para los intrincados silogismos, paradojas y abstracciones de la razón, tenía la costumbre de enviarle a su mujer telegramas desde incorrectos puntos de la ciudad bajo el siguiente formato: “Estoy en la calle X; ¿dónde debería estar?”. A lo que su mujer respondía: “En casa”. Aquí se repite la primera escena a que hice referencia: Tales de Mileto vuelve a caer a un pozo y depende otra vez del socorro de una mujer para salir. La diferencia consiste en que esta vez la mujer se ha vuelto la esposa de Tales de Mileto, y quizás a esta altura la distracción de su soñador marido ya no le causa tanta gracia, porque entiende que tiene todo el sentido del mundo que un mismo hombre sea un genio en las nubes y un perfecto tonto sobre la Tierra. Aunque G. K. Chesterton no se volvió rico revendiendo terrenos para el cultivo de aceitunas, en aquellas ocasiones en que se vio perdido en medio de la ciudad, habrá cometido otra proeza en el extraño cosmos de la realidad, los sentidos y la experiencia, que quizás le prodigó mucha mayor satisfacción: la de obedecer a su esposa y volver a casa. (Pero quién sabe si no fue precisamente en una de esas oportunidades en que, con su acostumbrado ingenio —mediante el cual decía las cosas más extrañas con el tono más familiar o las cosas más obvias de la forma más inesperada—, reflexionó que “la manera más rápida de llegar a casa es quedarse en ella”.)

El de Descartes en su horno y el de los ojos de Demócrito son ejemplos de actos voluntarios para predisponer el pensamiento, para recrear el contexto en el cual el pensamiento es más factible de emerger; en cambio, el del pozo de Tales y el desconcierto de Chesterton son ejemplos de lo opuesto: de estados que son consecuencia involuntaria del pensamiento intenso. Pero lo que reúne a los cuatro es la insalvable incompatibilidad ya mencionada entre el pensador y el inmediato mundo exterior. Propio al último es el constante movimiento, el cambio, cuando propios al anterior son la quietud y retraimiento expresados físicamente en la pose reflexiva por excelencia, aquella inmortalizada por el escultor Auguste Rodin: el hombre sentado, la mano sosteniendo la cabeza desde el mentón,1 la frente fruncida y la mirada perdida. El mismo Infierno puede levantarse en un terrible torbellino a su alrededor: que él no se dé cuenta a menos que el torbellino lo trague —como a Tales, como a Chesterton— no habla de su egoísmo, sino de algo que los otros llamarían distracción —porque se fijan más en lo que el pensador no piensa que en lo que piensa— pero que constituye para el portador mismo la razón de vivir, la causa final del Ser Humano, la fruta más jugosa para ese impulso irreprimible e inexplicable llamado pasión.

 

Nota

  1. Aunque seguramente sería interesante una inquisición fisiológica de la razón de este gesto particular, sería poco probable que arrojase una respuesta más pintoresca que la explicación errónea y romántica que inmediatamente viene a la mente: tanto pensamiento hace a la cabeza pesar más.