Letras
Ensueño en la tarde

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La íntima necesidad de hallarse en un espacio culto y elegante, junto con el deseo de salir de las cuatro paredes habituales de su lugar de trabajo o de su casa para despejarse un poco, lo remitían regularmente a la biblioteca Darío Echandía, en el centro de la ciudad de Ibagué, como una vez más sucedió en la ocasión que convoca este relato. Recónditas maneras de dandy, o acaso unas ganas ingenuas de ser acorde con el recinto que lo esperaba, determinaron que eligiera para vestir un ceñido saco negro y corbata del mismo color. Mientras subía las escaleras en la entrada de la biblioteca, cambió sus lentes oscuros por otros de aumento para corregir su astigmatismo y disponerse a una jornada de labor intelectual.

Una vez puesto sobre la alfombra de la sala de historia del arte, literatura y filosofía, paseó un poco observando las colecciones para decidirse por una buena lectura. Cuando leía en la biblioteca y no pedía prestado el mismo libro para llevarlo a casa, prefería leer o releer ensayos breves, poesía o relatos, con miras a que, una vez terminado el tiempo de atención al público, no se viera fastidiado con una lectura sin concluir, como sucedía generalmente con las novelas y otros textos de largo aliento, los cuales acometía en casa.

Echó un vistazo a los estantes de literatura norteamericana y, entre otros libros, se fijó en una edición pequeña del relato Lo real, de Henry James. Recordó que más o menos tres años atrás lo había leído con singular interés. Luego se encontró frente a los anaqueles de literatura francesa, y tenía entre ojos los siete tomos en rústica de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, cuando se le ocurrió la idea de buscar información acerca de la vida y obra de Johannes Vermeer de Delft. Hacía algún tiempo que quería hacerse de mejores elementos para leer sus bellas y silenciosas pinturas. Además, concebía la idea de desarrollar un relato basado en el cuadro Muchacha leyendo una carta, por el que sentía una especial predilección.

Se dirigió hasta las colecciones correspondientes, y extrajo un gran libro de pasta color vino. Lo llevó hasta una mesa contigua, se sentó correctamente e inició la búsqueda.

Apenas hubo leído seis hojas del primer libro, sonó su teléfono celular. Como aún se encontraba solo en la sala, debido a la temprana hora, contestó allí mismo; no podía incomodar a nadie. Saludó cordialmente, pero cuando escuchó la contestación no reconoció la otra voz, aunque supo que era femenina. Segundos más tarde, la joven le recordó que era una de sus estudiantes, y como previamente habían convenido la semana anterior, lo llamaba para solicitar su ayuda con respecto a la elaboración de un trabajo requerido en otra de sus clases, literatura medieval. Él respondió que no había ningún problema; que sólo le dijera el día y la hora en que habían de encontrarse. Ella respondió que no tenía compromisos para esa misma tarde.

Su odiosa manía de ser complaciente, generalmente más de lo que deseaba, lo ponía en vilo de nuevo. O quizás era su incapacidad para decir no, o una condescendencia que a menudo se escapaba de las manos. Pero dado que ya había prometido brindar ayuda a su estudiante, negarse, pensó, hubiera sido una falta que quizás no alcanzaba a justificar su deseo de no ser interrumpido. Así que él le dijo que se encontraba en la biblioteca, y que podía pasar a buscarlo de inmediato. Ella finalmente le aseguró que lo haría en media hora, le agradeció y colgó.

Una vez retornó a la silla de cuero negro, pensó en aprovechar los treinta minutos antes de que arribara la distracción prosaica de la compañía. Pero apenas reinició la lectura, se dio cuenta de que no podía concentrarse como antes de recibir la llamada telefónica. Una súbita inquietud hacía que leyera más rápidamente. Se reñía pensando que no obraba bien, pero se sintió confortado cuando notó que estaba entendiendo el texto sin problemas. Pero minutos después, cuando aún meditaba en el asunto, concluyó mortificado que la lectura veloz, más que arriesgar una mejor comprensión, impide que lo leído se aferre con mayor fuerza a los dominios de la memoria.

Terminó de barrer los párrafos que le interesaban del libro, lo devolvió al anaquel, y extrajo otro, más pequeño, acerca del mismo tema. Pasadas varias páginas en que su vista oscilaba entre los comentarios de críticos renombrados y las reproducciones de la obra de Vermeer, una idea que le sugería la observación de los cuadros empezaba a crecer como una planta regada y cuidada regularmente; es decir, era corroborada por los libros que estaba seleccionando: La capacidad única del pintor holandés para llenar de significado y fuerza emotiva escenas aparentemente triviales de la cotidianidad de un hogar burgués —como cualquier otro—, de los Países Bajos durante el siglo XVII.

En los cuadros de Vermeer aparentemente no sucede nada, no parece que se tratara de contar una historia; más bien son capturados instantes íntimos, con tal sutileza que ninguna inclinación “perifrástica y artificiosa” —términos del natural Antonio Machado— contamina la sinceridad del artista.

Pero, si en los pequeños y modestos episodios de luz tenue de las pinturas de Vermeer no hay referencias propias de esos grandes hechos que se consignan en los grandes anales de la historia de las sociedades y su impredecible influencia a través del tiempo, fuera de duda está la belleza de las representaciones precisas de su estilo, con temas y motivos aparentemente sencillos como los cortinajes densos, las recurrentes ventanas a la izquierda de la composición, los cuadros apenas sugeridos de otros artistas, las bonitas criadas adelantando tareas caseras, los objetos de oro y bronce resaltando con su brillo de las mortecinas atmósferas, los personajes predominantemente femeninos, la perfección plasmada de la luz sobre las cosas, la caracterización de materias, o las doncellas que se comportan de manera sospechosa.

Su búsqueda entre los libros transcurría tranquilamente, sin sobresaltos, hasta que dio con dos posiciones, las cuales dedujo encontradas: un crítico afirmaba que las imágenes del flamenco son más que las cosas representadas para el espectador desprevenido que no alcanza a intuir la compleja propuesta contenida en las telas, y que algunas veces se traducen en sendos homenajes a las virtudes o a las flaquezas humanas, pero otro decía que la quietud pintada por Vermeer, lo arranca de cualquier asociación humana de valor moral.

La contradicción se hizo aun más aguda cuando su mente recogió dos reflexiones con respecto a la vieja discusión sobre los alcances de quienes se dicen no ser más que críticos de arte. La primera, recordó, estaba en una carta de Marguerite Yourcenar a Gabriel Marcel, donde expresa que sólo pueden ser críticos veraces quienes además se empeñan en creaciones artísticas propias. La otra es de Isidore Ducasse en Los cantos de Maldoror, y menciona que las aguas amargas del mar poseen el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes. Ambas ideas lo perturbaron porque de alguna manera ponían en entredicho la labor que adelantaba; es decir, guiarse por críticos para la comprensión de la obra de un artista.

En estas reflexiones se encontraba, mientras se resignaba a anotar algunas referencias físicas y estéticas de los cuadros que le interesaban, cuando fue tocado suavemente en el hombro. Antes de posar la vista en la persona que había llegado, intuyó de quién se trataba. Saludó a la joven con una sonrisa y la invitó a sentarse. Luego de las formalidades, se dispuso a escuchar las temáticas que le habían solicitado investigar a ella, para presentarlas en el plazo de dos semanas. Escuchando la voz entrecortada y tímida de la joven, le llamó la atención su aspecto. Estaba desprovista de maquillaje, y la ropa que traía no traslucía mayores intenciones, a diferencia del modo en que se presentaba dos días a la semana cuando asistía a sus clases de filosofía: llegaba pintada estratégicamente, y su vestimenta dibujaba muy bien las agraciadas formas de su cuerpo. Pensó entonces en los interesantes alcances de las circunstancias públicas sobre los comportamientos humanos.

Le indicó con gentiles maneras las salas, los anaqueles, los libros, los autores y las páginas que podían ayudarle a elaborar el trabajo —como lector de experiencia que era—, no sin sentir de nuevo el hastío que representa exponer nociones que para sí mismo son las cosas más importantes que existen —en este caso obras de forma justa y autores de un tiempo y un espacio— pero que sólo interesan a quien escucha como medios para cumplir con requisitos académicos e institucionales. Ella, mansa y diligente, como generalmente todo alumno ante las decisiones de su maestro, acometió sin dudar el itinerario que se le había trazado. Antes de marcharse, él le dijo que lo buscara en caso de inquietudes o temas difíciles o cuando hubiera acabado.

Después de despacharla, siguió pasando hojas y hojas observando con interés las reproducciones de las pinturas por algunas horas más, hasta que encontró el verdadero objeto de su búsqueda, en todo su esplendor: su querido cuadro de la Muchacha leyendo una carta.

Allí estaba ella, delante de una pared de sombras y matices perfectos, con su cabello recogido, de los que apenas unos mechones ondulados caen sobre su mejilla y rodean su oreja izquierda, su lindo rostro de perfil escudriñando las líneas de una carta de la que nadie, excepto ella, sabe su redactor y su contenido (un soneto, una oda, o simplemente una carta de amor), la vidriera que tiene la fortuna de reflejar su delicada piel, la ventana que comunica el pérfido mundo exterior con su reino personal e íntimo, ese en el que ella fragua toda la dulce abyección de que es capaz una mujer, las frutas que tendrán el privilegio de ser besadas y mordidas por su boca hechicera, la cortina que impide penetrar totalmente a su intimidad y la mesa en que presidirá las visitas de quién sea más encumbrado objeto de afecto, con el que se tocará las manos y se confiará y sonreirá y creará un lenguaje secreto.

Un lapso de tiempo indeterminado lo sumió en éxtasis la contemplación de la obra de Vermeer, hasta que llegó la estudiante de nuevo a referirle los resultados de su búsqueda bibliográfica. Él, ordenando sus ideas, respondió de la manera más didáctica a sus inquietudes, complementó algunos conceptos que consideró reducidos, trazó mapas conceptuales para hacer ágil la comprensión de las relaciones entre las partes del todo de cada tema, y precisó algunas recomendaciones para la presentación del trabajo final. Ella, mostrándose satisfecha, le pidió disculpas por haberle hecho perder el tiempo, le agradeció la ayuda y los consejos, y se despidió presurosa.

Solo otra vez, él posó de nuevo los ojos en la pintura y trató una vez más de penetrar su idílica sensualidad, pero minutos después, el encargado de la sala anunció con tosca y molesta voz que la atención al público había finalizado, y que mañana a las siete de la mañana se reanudaría el servicio. Suspiró hondo, y cerró lentamente el libro. Lo devolvió al estante y con pasos pausados cruzó los pasillos y salió de la biblioteca, meditando sobre la tarde que acababa de esfumarse y la forma de valerse del cuadro para escribir el relato.