Letras
En el lenguaje lascivo de los perros
Extractos

Comparte este contenido con tus amigos

Historia de las monedas

El olor dulce del tabaco aún sigue en mi memoria. El abuelo enrollaba su tabaco, colaba en la tarde su café y se reclinaba en un sillón para contarnos de la guerra, siempre la misma historia sobre las monedas enterradas en los muros del ingenio, la cambiaba o la inventaba cada vez y el tiempo parecía gravitar en humo y en la luz de la lámpara de aceite. Como el abuelo cambiaba la historia cada vez, la relativa ubicación de las monedas cambiaba cada vez. En aquellos tiempos mi padre agujereó las murallas con un pico, compró perros rastreadores de tesoros según él. Se sentaba como un chico a los pies del abuelo cada tarde y le encendía el tabaco con la esperanza de una revelación exacta del lugar, mas el abuelo con cierta picardía volvía a torcer la historia de las monedas y pasándose la mano por la blanca barba echaba la última bocanada de humo hacia el techo, decía unas palabras inconclusas sobre las monedas e inclinaba el rostro como si anduviera en profunda meditación y se dormía. Mi padre en aquellos tiempos salía a agujerear los muros, fumaba tabaco buscando una revelación, se inventó un aparato de buscar metales, creó un mapa, un plan de excavación, buscó ayuda entre sus amistades que se sentaban cada tarde delante del abuelo como si apelaran a un milagro, y la historia cambiaba y se repetía cada noche. El abuelo en persona visitaba las operaciones de búsqueda de vez en cuando y apuntaba con el bastón cada vez a una pared diferente a un montón de piedra diferente, por lo que movieron el sitio de un lugar a otro hasta aplanarlo y cernieron la tierra tantas veces que había un finísimo hollín que gravitaba como una neblina en todas partes y envolvía las casas y levitaba en las aguas de los ríos como una gelatinosa ceniza. Mi padre en aquel tiempo contrajo una tos persistente por lo que distinguíamos su regreso a casa cada tarde en medio de la densa neblina, con un pañuelo en la boca hablaba como un bandido en secreto de los planes y la proximidad del objetivo y se sentaba delante del abuelo cada tarde a marcar sobre el rústico mapa nuevos trazos. El abuelo tenía dos monedas de oro que suspendía en el aire y aseveraba entre bocanadas de humo “monedas como estas” y cambiaba la historia nuevamente o la conversación mientras todos le miraban sin entender. Una noche entrada ya la madrugada el abuelo habló sobre la posible ubicación de las monedas mientras todos dormitaban, sólo mi padre hacía trazos en el mapa que se había alargado como un pergamino romano y que enrollaba en un palo de escoba cuidadosamente, al día siguiente regresaron en la densa neblina vociferando los hombres de mi padre con una monedita entre los dedos, lo que alentó a todos en la región y se encendieron faroles y se hizo dos turnos de excavación encabezados por mi padre, se compraron nuevas herramientas para remplazar los amellados picos, como nadie dormía se usaron los bastidores de las camas como cernidores, sólo se extrajo de la tierra dos herraduras de mulo y todo tipo de chatarra, menos oro. Y después de un tiempo volvieron a reunirse junto al abuelo que ahora sostenía una moneda entre los dedos y aseguraba “monedas como esta” y hablaba ceremoniosamente como un patriarca y pausaba o demoraba las ideas o entraba en profunda meditación o sueño. Pasaron años en la tarea de las excavaciones y aunque no hubo oro se diversificó la búsqueda por la región de Santa Ana de La Viajaca debido a nuevas pistas, nuevas revelaciones, se usó el polvo blanco que cernían ligado con agua para pintar las casas, las piedras para hacer cercas que servían para demarcar los límites de las propiedades de la región, cambió la geografía y fueron removidos los muros todos del ingenio y el abuelo continuó sentándose todas las tardes a enrollar tranquilo su tabaco y hacer diferente la historia cada tarde mientras miraba complacido como quien encuentra el oro en la caída del sol sobre las montañas que antiguamente se escondían detrás de los muros del ingenio.

 

Del rey de los toldos lo heredamos

Un 29 de junio de 1856 salió por primera vez el apellido de mi familia en los periódicos, un fabricante de toldos de origen portugués puso el nombre de la familia en alto, tan en alto que salió de la Plaza de Marte de La Habana a las 5 de la tarde volando en su aerostático Villa de París y aún le estamos esperando.

La locura de conquistar el aire alcanzó a la familia desde entonces, desde entonces, los chicos nacían mirando al cielo, decían las parteras, y agregaban: “como genuinos descendientes del toldero”. Se dibujaron desde entonces globos en los bordados de las canastillas de los recién nacidos y cuadrúpedos que caían del cielo en paracaídas lanzados desde una nave aerostática, para acentuar el sello familiar se fabricaban biberones distintivos con agarraderas de madera en forma de globos, los chicos perseguían a otros chicos con los brazos extendidos en similitud de vuelo. Uno de los tatarabuelos se lanzó a 40 pies de altura desde la cima de una palma real sosteniendo dos pencas de guano debajo de los brazos y murió del trastazo o de miedo, nadie sabe.

Muchos años más tarde uno de mis tíos tuvo la brillante idea de hacer un avión de madera con un pequeño motor de turbina de agua, la idea se puso en marcha con la complicidad de todos de una forma u otra, se discutieron los planos y se propuso la constitución de los materiales de construcción, como no había medios de consulta se le preguntaba a los más viejos que vieron volar al bisabuelo: la forma que cayó, la distancia en relación al tronco de la palma y la posible inclinación del cuerpo, el mes del año y las corrientes de aire, se calcularon los detalles y se hicieron demostraciones reales con pencas de palma. Las mujeres cosieron las alas y el traje del piloto de un rústico cuero de vaca, hicieron una banderita para identificar el país. Los hombres cortaron la madera de ateje y le dieron forma a las aspas, montaron las vigas del cuerpo de la nave, la pintaron con una argamasa de polvo blanco de la tierra y resina de árbol, por fuera tenía la apariencia real de un aparato aerodinámico y de cerca tenía olor a vaca muerta, pero así se le fue dando forma a aquel disparate alado, se le colocó un letrero que decía “GuBaRoMa” en alusión a las dos primeras letras del nombre de los hermanos de mi madre, Gustavo, Bartolo, Rogelio, María, que después de muchas discusiones se cambió entonces a “Aéreo De La Viajaca” en alusión al nombre de la finca de nuestra posesión por si no caía en la región o caía fuera del país donde hablaran otro idioma, algunos hasta aseveraban que construirían un puente aéreo para traer pescado fresco a las fincas y llevar vegetales a otros mercados de las islas, lo que alentó a otros campesinos a apoyar el proyecto. Poco a poco se fue completando la tarea, toda la labor se realizó en el pico de una loma para poder propulsar el aparato con más facilidad. Los hombres trabajaban incansablemente, se puso una fecha de despegue y se completaron las tareas en tiempo, el último detalle fue la banderita del país hecha a mano que ataron a una vara de bambú y la clavaron a la cola del aparato con la esperanza de que le reconocieran otras tierras. Se dieron cita todos a la misma hora en el pico de la loma que años más tarde llegó a llamarse La Sobreviviente, el piloto lucía su traje de cuero rústico y olía a vaca en celo, algunos confiados en el éxito trajeron racimos de plátanos, yucas, calabazas por si se daba la oportunidad de empezar el comercio. Después de varios intentos arrancaron la turbinita de agua que era el corazón de la nave y el piloto oliendo a vaca aceleró el motor halando un cable que se había atado a un pie y todos se posicionaron para empujar el armatoste, el piloto dio la orden: CORTEN, CORTEN, CORTEN, y cortaron la soga que suspendía la nave y los hombres empujaron a un tiempo y de hecho despegó la nave al caer al vacío de la loma, y subió y dio una vuelta de trescientos sesenta grados y se desplomó loma abajo, el piloto colgaba del cable del acelerador por un pie por la parte de afuera de la nave como tirado por cordeles de marionetas, giraba y vociferaba mientras salían calabazas como bolas de cañón y yucas en el aire y pedazos de madera y cuero de vaca y humo y gasolina. La nave fue a parar a un campo de piña y se arrastró por unos cien pies. Después de largas horas de desmonte llegaron a la nave y encontraron al piloto aún vociferando, colgado por un pie con el cuerpo lleno de espinas de piña y aceite del motor y pigmentación verde de cuanta vegetación encontró en el descenso y olía intensamente a vaca, a estiércol de vaca. Lo bañaron en la tina de abrevar los animales, de lejos lo restregaban con una escoba de ramas de palmiche y lo tendieron encima de una mesa como a un mantel y le extrajeron las espinas entre todos como se apartan las impurezas del arroz y aún vociferaba CORTEN, CORTEN, CORTEN, y halaba el pie como si aún accionara el acelerador y extendía los brazos a cuanta cosa se ponía el frente de él y lo giraba como a un timón y hablaba desordenadamente de las variedades de frutas de la finca como un vendedor de paraguas y envejeció en un día y murió con una coloración verde hasta dentro de la boca y oliendo aún a cuero de vaca y lo enterraron en el surco que dejó la nave en el campo de piña en una caja que hicieron los hombres recolectando las tablas que se desprendieron de la nave y resaltaban las letras inscritas en las tablas ADA, único remanente que quedó del “Aéreo De La Viajaca” y las parteras desde entonces empezaron a nombrar a los recién nacidos que nacieran “como genuinos descendientes del toldero mirando al cielo”, con nombres como Adán, Adelfa, Adelfo, Adelo, Adela, Adrian, Adelina, Adolfo, Ada, Adin, Adonis y Adalberto... mi nombre.

 

Lo pusieron a dormir

Así mataron al abuelo. El abuelo tenia tantos años que ya había olvidado la fecha de nacimiento y el nombre de los hijos que tuvo y las historias que contaba. Se había encerrado en el silencio de su cuarto y gradualmente perdió la habilidad de caminar y después la habilidad de reconocer a la gente y finalmente toda habilidad humana. Alguien comentó una tarde: “Hay que ponerlo a descansar”. —A descansar de qué —me preguntaba, si estaba allí en su inmovilidad mirando al techo hacía tanto, sin hacer otra cosa, mirando al mismo punto, tal vez a alguna tela de araña o algún dibujo imaginario, pero mirando sin pestañar al mismo punto como quien vela el salto de una bestia feroz, o la entrada de la muerte por algún agujero del techo. “Ponerlo a dormir”, decían, como si fuera un perro enfermo y no había padecido de nada, sólo de vejez y estaba allí con la boca abierta sin emitir queja alguna; esperando tranquilo la muerte.

La tarde que lo “pusieron a dormir” trajeron muy temprano una caja de tablas con la misma hechura rústica de la caja en la que enterraron al piloto, como hecha por las mismas manos, y la acomodaron sobre una mesa del patio y allí se quedaron aguardando los enterradores en silencio. Ya le habían rezado tantas veces que las mujeres estaban roncas de la seguidilla de sus oraciones y tenían las rodillas peladas del suelo de cemento y los ojos hinchados de llorar a quien aún no había muerto y se hacía tarde y estaba allí aún mirando al mismo punto. Le trajeron entonces a un cura, de no sé dónde porque no había curas en Santa Ana de Viajacas, ni predicadores, pero trajeron un cura y estuvo a solas con él y le pidió que confesara y no hubo confesión, ni secreto, ni dijo cosa alguna sobre las monedas y se hacía tarde y en el patio los enterradores aguardaban en silencio.

Entrada ya la noche le pusieron colonia, trajeron agua y le mojaron los pies y las palmas de las manos y le embadurnaron la barbilla con jabón y le afeitaron y aún seguía allí con los ojos abiertos mirando al techo como resistiéndose a la muerte, como si dijera: “Espera, tengo aún cosas que decir”, mas no decía nada y estaba lejos como en profunda meditación o sueño y se hacía tarde. Pusieron entonces una sábana blanca sobre el piso de cemento y lo colocaron sobre el piso frío y se sentaron a esperar y finalmente en una exhalación se dejó llevar en brazos de la noche o lo arrastró la más súbita de las pulmonías sin decir nada y aunque hubiera dicho “Espera, tengo aún cosas que decir”, ya era tarde y se lo llevaban de prisa los enterradores.