Letras
El asesinato de Borges

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Entonces la puerta se abrió. El salón tenía una ventana. En el centro había una mesa con seis sillas. Sobre ellos colgaba una araña encendida. Los seis hombres entraron en silencio. Alguno miró por la ventana y pudo ver el cuerpo deforme del árbol del cual colgaban unos murciélagos.

Eran cerca de las diez de la noche. La noche con su peso específico, con su olor a nada y a vacío, a fríos escombros de un día al acecho, rabioso y frustrado, detrás de los linderos del horizonte.

Los sobretodos sobre clavos en la pared, igual que los sombreros y las boinas. Los individuos tomaron asiento. Alguien sacó un cigarrillo. Las miradas eran de una intensidad vitral.

Más allá, donde doblaba la avenida hacia la izquierda, crecía la ciudad. Pasaban los vehículos, los noctámbulos, los anuncios eléctricos que llenaban los espacios de la oscuridad. Algunos pájaros se acomodaban en los lejanos ramales del parque.

Cómodos ya, elegantes como gárgolas, estirados como obeliscos, se aprestaron a exponer sus razones. El peso de sus exposiciones era casi glandular.

“Vos tuviste la idea, Roberto, hacéla clara, che”.

El tal Roberto (Arlt) se sacudió algo del anverso de la mano que parecía una mariposa muerta. Sobre una libreta colocada con femenina meticulosidad sobre la mesa, había garrapateado algunos signos. La ininteligible caligrafía pronto fue interpretada por su autor.

“He anotado algunos puntos de impostergable solución. El mundo ya ha sido creado y nosotros nos damos a la tarea de moldear algunas de sus sustancias. Somos poetas, somos soñadores. Sin embargo, tenemos delante una misión anegada de frustraciones, de sinsabores y dolor. Tenemos ante nosotros un personaje, en suma, diferente a nosotros. Ha sido dotado de la clarividencia, de la profecía, y es nuestro deber, por el bien del arte y la cultura de nuestro país y de nosotros, los aquí presentes, procurar por todos los medios posibles eliminar su figura y su legado, en estos momentos en que su presencia mítica todavía no ha sido trabajada por el tiempo y por el afán de los lectores”.

Todos se miraron. No había mucha sorpresa en sus rostros. Tal vez el peso de la hora les sometía como viejos perros cansados echados a la entrada de un callejón.

“Vos has dicho que era de vital importancia, querido. Ahora es el momento de convencernos de tal cosa. Decís que este sujeto nos hará palidecer, nos convertirá en meras sombras a sus espaldas y siempre se medirá la literatura de nuestro país con un antes y un después de él”.

Roberto debió conservar la calma. No comprendía por qué a estas alturas no había podido explicarse con claridad. Era un grupo de intelectuales comprometidos con sus propios egos, con sus vanidades, y no ha sido posible dejar sentado el peligro de la pisada tras la sombra del gigante que comenzaba a empinarse sobre el muro del tiempo.

“Sí. Esto les he dicho y les debo dar una prueba para lo que he de proponer, porque en este momento todavía podemos remediar este desajuste de la historia, este disloque del espacio. Este sujeto al que hemos conocido hace algunas fechas, a quien hemos concedido el privilegio de adelantar su influencia sobre los importantes círculos de intelectuales, en éxito, en relaciones, debe ser eliminado, me aclaro, muerto, asesinado”.

La frase quedó retumbando entre las cuatro paredes, tal vez alguna sílaba intentaba salir en fuga a través de un intersticio de la ventana o de la puerta, pero los atentos oídos lo impidieron, retuvieron el declive sonoro hasta ser instalado en la memoria.

Julio miró a Manuel, Ernesto a Adolfo y este a Tomás. Entre todos se levantó una especie de nebulosa muralla. Quedaban solos con sus pensamientos, a pesar de la filosa mirada de Roberto.

“Se imaginan nuestro esfuerzo desvanecido entre las sílabas de su nombre, nuestra creatividad e inteligencia eclipsados por el resplandor de este hombre, por la luminosa prosa que ejecuta, por la armonía y profundidad del verso, por la historia fantástica tejida con filosofía y sueños, por el relato ingenioso matizado por el color de la fantasía, por la mágica erudición. De qué valdrían esas noches de insomnio frente a un papel en blanco, esas patéticas jornadas de café escuchando las presunciones de los legos con aspiración, de la frenética y narcótica tertulia, de las agotadoras y estudiadas poses ante las cámaras fotográficas, ante las damas bajo cuyos pechos robustos arde la llama del deseo alentada por nuestro misterio, por nuestro enigma. De qué valdrían los intentos por alcanzar el laurel colgado del silencioso y lejano resplandor de las estrellas”.

Volvió a intercambiar miradas. Afuera se dejó escuchar un sonido ininteligible que de manera expedita se convirtió en una cristalería rota en los resquicios de la atención.

El ambiente se volvía más denso, como una pared de mampostería. Los relojes caminaban con lentitud y pesadumbre, pero ya había transcurrido una hora y media desde que habían llegado.

Los rostros se desfiguraban por las distintas formas de imaginar las situaciones. Las cejas levantadas, los párpados fruncidos, los labios apretados, hasta un cierto estupor se dibujaba en los rieles plateados de las pupilas alumbradas por el sudor que chorreaba por la frente.

Recordemos que es un ilícito concilio de escritores. Recordemos que sucumben a la tentación de la vanidad y el ego, atribulado por la posibilidad del anonimato o del olvido.

Ernesto aventuró: “Podríamos pensar, para justificar esta morosidad de inteligencia, que procede de otro mundo, de un universo de dragones y elfos, de sujetos acorralados en torreones de miedo. Su palabra podría ser ignorada o desacreditada por su extraño acento incrustado con declives europeos como el que no alientan los porteños. Deploremos su soberbia de creerse, con todo, superior a nosotros y a todos los mortales, a su burla y su cinismo, a su desprecio por la tierra abonada con la muerte por sus antepasados”.

Julio había encendido un cigarrillo y perturbaba la atmósfera, pero ninguno lo reconocería. Detrás del humo argumentó sobre la posibilidad de un accidente, de una caída en las escaleras de la Biblioteca o al cruzar la Avenida de la Independencia un espectacular contacto con un raudo coche. Tosía con cierta contención. En la espesa barba caían briznas de ceniza.

Manuel era uno de los más jóvenes. Sentía una ligera molestia en el costado. Asentía con la cabeza, pero su mirada evidenciaba algo parecido al extravío. De vez en cuando hacía anotaciones en una pequeña libreta. Su letra era ilegible y bajo una escasa iluminación apenas se percibían las hormigas apretujadas entre renglones sobre el albo lecho de las páginas.

A Tomás no le alentaba la menor disposición de acometer un acto de semejantes proporciones contra la vida de un hombre al que consideraba incapaz de subvertir el orden temporal. A él le había sido otorgada tal parcela cronológica y al otro, al sacrílego, al abusador, al acaparador, le eran deparadas décadas muy anteriores a su ejercicio literario, lapso suficiente para el olvido, para alentar su propia obra. Siendo solidario y respetuoso de sus camaradas guardó un gallardo silencio.

Entonces, Adolfo, que había mantenido una silenciosa ecuanimidad, abotonó su chaqueta. Una hebra de cabello sobre el pabellón superior de la concha de la oreja fue iluminada por la luz de la bombilla. Conocía más de cerca al hombre que le había dignado un trato cortés e inteligente. Una tarde se habían encontrado a la salida de una librería. Despuntaba ya el sol en lo alto. El sujeto traía en las manos un libro sobre leyendas germánicas. Algo de la portada causó sorpresa en Adolfo.

Preguntó al otro el nombre de la obra, tan exquisitamente desplegado en gruesa itálica sobre unos rasgos feroces, de hirsutas barbas y cabellos desordenados. Articuló con soltura un extraño nombre, silábico y estrafalario, ocultó la sorpresa que le produjo la extrañeza en el rostro de Ernesto.

Caminaron los dos hacia el parque de la Independencia, recordó. El cielo era alto y celeste. Algunos residuos nubosos ya se perdían en el borde del abismo horizontal de la distancia.

Al terminar esta referencia, Adolfo colocó las dos manos sobre la mesa como en busca de alguna impresión. Nadie dijo nada. Sin embargo, Roberto apresuró otra reunión para el día siguiente. Debían pensar mejor las cosas si querían lograr el éxito. El hombre debería morir de todas formas, concluyó con su voz de bebedor.

En ese momento, en su pieza, Borges salía de la penumbra de una pesadilla y por primera vez sentía el borrascoso lastre sobre sus pupilas que tiempo después le dejaría totalmente ciego.