Letras
Feliz viaje

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Valparaíso, 27 de enero de 1879

Primer día de tu ausencia.

Querido Martín:

Mírame como si estuvieras a mi lado, mírame con amor que yo haré todo lo posible por aguardarte con esperanzas, con ansias.

Esta mañana salí a caminar y recorrí los negocios de la recova del puerto. ¡Qué aromas! ¡Cuánta gente pululando por ahí!

Entré a un local donde se vendían artículos recogidos de los naufragios. Son trozos de vida que llegan a la playa volviendo de la muerte. Allí compré para ti dos fotografías. En una, ovalada y sepia, se ve a un hombre muy apuesto que mira la cámara con confianza, como tú debes mirar al futuro. Tiene uniforme de oficial de marina. Quizás la foto fue tomada antes de su viaje final. La otra es la fotografía de una dama peinada como hace 30 años. Ella parece ser una mujer muy seria, muy digna, y aparenta estar cumpliendo un deber. Ellos deben ser tu padre y tu madre. Invéntales nombres y prosapia y dales también una muerte apropiada, mis padres no deben sospechar nada. Cuando vuelvas, serás rico por tu esfuerzo y tendrás un pasado correcto, yo fingiré no conocerte. No temas, nadie de mi familia recordará, al cabo de 5 años, que eras el mozo que cuidaba las mulas en el corralón del mercado. Es más, nadie deberá recordarlo.

Te ruego que me escribas una carta por día, sé que el clima en esas tierras donde estarás es inclemente, que hay una selva impenetrable, que las nativas van semidesnudas, que el calor deja postrados a hombres y mujeres, pero escríbeme igual una carta por día y envíalas todas juntas en el vapor que llega acá una vez por mes.

En ese mismo lugar donde compré las fotos, he visto un pequeño cofre cubierto de plata labrada, pensé en comprarlo para guardar en él este inmenso amor que ya no me cabe en el cuerpo. Lo hubiera puesto allí y hubiese cerrado la tapa sin abrirla hasta tu regreso. Si eso fuera posible, podría seguir con mi vida habitual, con mis ritos hogareños, con la obediencia y la mansedumbre que debe tener una hija soltera de 30 años, añeja y solitaria, como creen mis padres.

Te necesito tanto, Martín. Me arrepiento de no haber aceptado tu proposición de marcharnos juntos a comenzar otra vida en otros mundos. Pero mi madre hubiese muerto de la vergüenza y no seríamos felices con esa muerte a cuestas. Mi padre es más práctico, me hubiera desheredado y te aseguro que el dinero es necesario para comprar la felicidad. Yo no sería la misma Berenice apasionada que conoces. No podría suavizar mi piel con la crema de rosa mosqueta, ni aromarla con aquellas esencias francesas que tanto te gustan. La pobreza, mi cielo, degrada el amor, lo reduce a mera relación carnal entre dos cuerpos agotados y sucios. No quiero eso para nosotros.

Antes de finalizar te cuento que me atreví a comer un camarón en salsa picante que ofrecía una mulata. Los había cocinado allí mismo, en un mínimo brasero y exhalaba su paila un olor tan gustoso, tan insoportablemente pecador, que infringí todas las reglas de la buena educación. Los comí allí, parada en la galería, con el calor y las moscas como música de fondo, manchándome los dedos que después chupé, uno a uno. Quedé con la misma plenitud que tengo después de hacer el amor contigo.

Te envío 24 besos profundos, intensos, y entra en tu boca mi lengua todavía perfumada a camarones.

Tuya, Berenice.

 

Valparaíso, 28 de enero de 1879

Segundo día de tu ausencia.

Amado Martín, hoy desperté a la madrugada, asustada, pensando que nos habíamos dormido y que no nos dimos cuenta de la hora. Sobresaltada miré a tu lado de la cama para avisarte que huyas mientras hubiera oscuridad. Pero no estabas a mi lado. Tardé en darme cuenta de que ya no dormiremos juntos por mucho tiempo. Tengo que darme valor, Martín, para no morirme en el intento de ser una doncella seria y obediente. Mi carne te llama y se me hace cuesta arriba esta castidad forzada luego de haber tenido contigo tantas noches gloriosas. Si no fuese que todavía estás en alta mar te haría volver, me arrojaría a las aguas saladas y violentas hasta alcanzar el bote que me conduciría hasta ti, aguardándome en la nave, ansioso también. ¡Cómo me duele tu ausencia, amor mío!

Ayer por la noche mi madre estuvo muy mal, parece que una peste traída desde el Oriente ha contagiado a mucha gente y ella, no sé cómo, la contrajo. El médico no dio muchas esperanzas, sólo dijo que debemos apartarla y hervir todo lo que haya estado en contacto con ella. Sulvina, su criada preferida, lloró mucho, dijo que su tía murió en la epidemia de hace cinco años atrás. Yo le ordené que saliera de la habitación de mamá.

Ahora te escribo desde mi recámara, a la luz del quinqué. Mi padre ha salido hoy muy temprano por negocios y yo estoy preocupada por el desusado silencio de este día con el alba iluminando por completo los rincones. Mi madre no da órdenes, mi padre no rezonga a los criados. Nadie se mueve aún, los helechos conversan, rama a rama, y dicen que la familia está muy extraña. Si supieran mi secreto ¡qué dirían los helechos!

Te extraño en cada centímetro de mi piel, eres como un círculo naranja en mi cerebro que late, late y late. Antes de vestirme las ropas serias y adecuadas he acariciado mis pechos como tú lo hacías, sé que podrían marchitarse si no se sienten queridos. Finalmente me vestí y salí a ordenar que la casa se ponga en marcha, todo está muy triste y no presiento nada bueno del hedor que sale del cuarto de mi madre. Te escribo antes de entrar allí, temo a la pesadilla de la realidad que me aguarda.

Trataré de olvidar que nos quisimos, al menos por algunas horas haré el intento. Tu amada Berenice.

 

Valparaíso, 5 de febrero de 1879

A miles de horas de tu partida
Mi bien amado.

Como verás esta no es mi letra, y yo apenas puedo dictar estas líneas. Quien escribe esta carta es Sulvina, ella aprendió a escribir y calló, no son ciencias adecuadas para una mujer, no son habilidades para que las ostente una criada. Ahora, al verme tan mal, tan desesperada y llamándote en mis delirios, me interrogó y le conté nuestra historia. Ella se ofreció a contarte lo que ha pasado por aquí en tan poco tiempo. Mi madre murió por la peste, mi padre huyó a nuestro fundo en el sur porque yo también caí enferma y él tuvo pavor del contagio.

No sé cómo he resistido hasta hoy. Los criados y esclavos han robado casi todo, en la casa se golpean las puertas con el viento que entra libremente, los animales también han muerto y mi canario ya no canta más. La ciudad está vacía, los cadáveres apestan en las calles y nadie se ocupa de enterrarlos en el camposanto.

Sólo Sulvina me es fiel y me lava, me alimenta con lo poco que puede conseguir y hasta trajo a un mapuche para que me cure con sus hierbas y sus palabras misteriosas. Creo que lo único que me sostiene viva es la esperanza en tu regreso, pero, si muero, le pedí a Sulvina que me arroje al mar. Mi cuerpo, envuelto en un sudario blanco como un traje de novia podría llegar hasta donde estés; podría mirarte sin alzar los párpados mojados y salados, el sitio donde vives; podría enviarte un beso último con mi boca mordida por los peces hambrientos. ¡Tantas cosas podría, amor mío!

Hasta siempre, tu amada Berenice.