Letras
Morirse es vivir la otra fiesta

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Y todo el mundo
destrozado en la fiesta
mintiendo.
De hachazos.
Sin dioses.
En un parloteo inútil.

Hanni Ossott

Miércoles 22 de octubre de 2009

Cuando logré abrir los ojos, habían pasado unos minutos que se marcaron en el tiempo como la eternidad. Recordé muy bien lo que sentía Johnny con respecto al tiempo, sí, Johnny, el saxofonista de El perseguidor de Julio Cortázar, él decía que “si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...”; Cuando desperté, todo estaba más claro de lo que esperaba, y yo estaba exactamente en el sitio donde debía. Había pisado el acelerador, pero no como creí. Ahora mismo, puedo decir que conocí la muerte y sus recovecos y aquí estoy, perdiendo tonos, pero renacido. La velocidad aquella noche, me llevó solamente a un sitio, al sitio que me pedía, que me reclamaba: mi casa y luego mi hogar. Es muy simple ahora definir las diferencias, no es raro que entienda que ese hogar lo encuentro fácilmente con el método de la introspección, y que el punto donde convergen todos mis universos —mi álef— está saturado de un nombre maldito, de un apodo con nombre de mujer. Bajo ninguna circunstancia hablaré de ello.

Me he ido, hice mi maleta y sin dar explicaciones a cercanos ni extraños, me fui. No sé a dónde, es decir, sí sé, pero aunque compré mi boleto que dice: Italia, y estaré fuera 3 días, voy ahora en un tren que me lleva a todas partes y a ninguna, dentro de mí. Es obvio que perdí la expectativa. De cualquier forma, la literatura puede ofrecerme algo, todavía puedo sentarme en el borde del acantilado, sentir cómo las piedras van cayendo al vacío y burlarme del destino reescribiendo mi historia. He dicho que renací, y este es el nuevo despertar; tengo una idea descabellada, hay un eco punzante que me incita a ser otro, con nombre y apellido, ser otro. Mi huella se está marcando en otro lugar, y he aumentado hasta mi talla de zapato. Ahora, reescribo:

Mujer, te he quitado el nombre.
Te he desaparecido —pobre iluso— con dejar de nombrarte,

pero mi pensamiento es terco.
Es terco e irremisible.
Te describen completita mis palabras,
y tu ausencia es la que te nombra,

la que te da vida
chupándote toda mi existencia.
Aquí estoy, infalible,
buscando sin remedio
una cobija para tirarle a tu silueta,
que te destaque,
que te descubra

y que la luz que entra
penetrando tus pupilas,
sea el hilo asiduo que te perfora

hasta que la vida que me gastas
se me devuelva por los ojos.

Bruno Bastidas

 

Jueves 23 de octubre de 2009

Estoy cómodo, llegué a mi morada subiendo escalones pavimentados de recuerdos de aquella noche. La noche del acabóse, de mi oportunidad para volver a ser otro, lo que soy hoy. Una vieja vecina está gritando algo de una sábana, o de una cobija. Y me pareció esto como una post monición. Una casualidad grandísima. De la cobija que tapa al fantasma, acabo de hablar en el poemita que escribí la noche anterior. ¡Salvación! Estoy mirando ahora en la ventana, una más bien tipo francesa, amplia, más larga que ancha, pero que da para mirar el crepúsculo toscano a plenitud. Parece una foto “Kodak”. Pero estoy ladillado, siempre me queda esa sensación de ocio insaciable cada vez que escribo, y me ha costado unos cuantos años descifrar si es que necesito seguir redactando las rayitas cardiográficas que palpitan en la poesía, o es que necesito ver TV o escuchar música, porque tengo tiempo que no escucho nada bueno. Pienso en lavarme la cara, por costumbre solamente, a esta hora de la tarde en Maracaibo está haciendo mucho sol, y mi piel es grasosa. Imaginen los resultados. ¡Agua, agua! Bueno, ya está, le di conclusión a la manía. Me vi sin querer en el espejo, y cuando ya el reflejo de querer irme me había dado la vuelta —completé los 360º— noté algo diferente. Creo que ya he dicho que, antes de llegar, estaba un poco gris, y ahora estaba yo recuperando la tonalidad, tenía mejor semblante, y creo que casi lo vuelvo a perder del asombro. (Risas, jodiéndome a mí mismo).

Acabo de resolver algo, yo sé, yo sé que puede sonar cursi, excesivamente iluso, pero creo que me domina un espíritu. Sí, algo totalmente intangible. O es una actitud. Más bien la actitud de alguien, y su influencia, su mórbida existencia me devuelve la vitalidad. ¡Qué ridículo! Pero siento que, como la anemia, el monstruo que me quita la sangre me escupe luego un sabor de vida. No sé, no sé. Estoy infatigable, y ahora sólo me propondré a escribir:

Vas clavando tus uñas, carajita
Estoy vendado y a tu merced.
Hay un ardor en mis entrañas, y
Sólo me provoca verte la cara,
Ver qué rostro tienes, y
Quitarme yo también la máscara.

Es imposible, muchacha,
No me susurres promesas al oído,

Yo sé de tu poder, y lo único que puedes lograr
Es desenredar mis pensamientos
Porque para descifrarte
Siempre se me enreda la lengua.
Vamos, descúbrete y dame lo que sabes darme
Siempre razones y motivos para escribir de nuevo
De ti.

Bruno Bastidas

 

Viernes 24 de octubre de 2009

Anoche tuve un sueño realmente extraño, me levanté a eso de las 6:15 am, por el ruido de la señora de al lado, quedé retomando algunas imágenes del sueño pero ¡qué va!, pensé: duermo 15 minutos más y apuesto a que lo recordaré, tal vez escriba de eso. Eran las 6:32 minutos am, y como me había propuesto, me levanté. Pero no, la idea que yo tenía de retomar el cuento se dañó, se esfumó con las mismas imágenes del cuento. Cuando decidí echar cabeza de lo que había soñado, el sueño se había escondido en las recónditas callejuelas del inconsciente, creo. Traté de olvidar lo ocurrido y me dispuse a la rutina diaria. Cepillarme los dientes de arriba a abajo, refrescarme la cara con agua, y olvidarme de todo mirando por la ventana. Pero antes de eso, noté que mi piel tenía pequeñas heridas, no estaba seguro de qué, porque no sabía qué clase de bichos entran por las ventanas de Toscana a horas en las que ya el sueño había hecho su trabajo conmigo. De repente, recuerdo como por asociación las líneas del poema que había escrito ayer con mi pseudónimo de nuevo hombre. Leí el primer verso que dice: “Vas clavando tus uñas, carajita”, y por un momento pensé que todavía estaba dormido, me restregué los ojos con los dedos, buscando la clarividencia, y encontré lo mismo, la piel literalmente perforada —claro, ya cicatrizada, imagino que en el transcurso de la noche— por lo que parecían ser uñas. ¿Qué es esto?, ¿de qué estoy hablando?, ¿cómo puede pasar algo así?, y la post monición... No, no, no. Aquí pasa, algo. Será que las personas que me traen —por cortesía del hotel— agua en la mañana, le están colocando algo, sospechando que tengo fortuna o riquezas, y poder entrar furtivos a la habitación. ¿Pero cómo?, si yo lo que más aparento es ser un pelabolas.

En fin, uno no puede pasar unos días tranquilos en ninguna parte del mundo, porque siempre, siempre, algo jode la tranquilidad. Ahora me pregunto qué es más fácil de soportar: el malandrismo de Venezuela, o las inconsistencias en un hotel o en mi psiquis que deja marcas físicas en mi espalda y en mi capacidad para razonar y sacar conclusiones lógicas del asunto. Todo lo que parecía rosáceo está volviendo a su calidad de gris.

Escribo:

Estoy viendo señales por todas partes
He abierto puertas sin llave
Porque antes de abrirlas
Habían violado cerraduras
Sin armas.

Empiezo a cansarme de los colores
Sin forma

Sin sustancia
Sin la compañía dulce
Del abismo que siempre
Me consuela en sus brazos.

Creo que me desdoblo
Que pertenezco a otros mundos
Sin poder renunciar
Y que estoy condenado siempre
A morir entre tus brazos, musa.

Bruno Bastidas

Ha pasado ya la tarde, vi el crepúsculo de nuevo, precediendo al anochecer. Estoy agotado; estar solo, con una ventana, una cama fría, una vista bonita a todas horas y la sensación de que algo sacude y penetra las intimidades, me hace sin duda querer regresar a Venezuela, a mi Maracaibo, a la realidad que no se inmuta, que me hiere hondo, en el órgano más débil y el sentido más gastado. Quiero regresar y conseguirme de nuevo con Sylvia, volver a penetrarla y que ella misma me mande a los confines más vastos del infierno. Volver a ser yo con ella. Y que ella devuelva a mi palidez el sonrosado infernal del poder que me confiere. Mañana llego, sincero, a encontrarme con ella en mi hogar, en mi morada. Son las 11:24 pm. Me dispongo a dormir, y a soñar con mi encuentro con Sylvia, y conmigo, Ernesto.

 

Sábado 25 de octubre de 2009

Desde que pisé el Aeropuerto Internacional La Chinita, no dejé de esbozar una sonrisita estúpida que hacía que todos me miraran y me envidiaran. Así me siento. Hoy soy Ernesto, ayer fui Bruno Bastidas pero seguía siendo Ernesto, y bajo toda esta sonrisa madreperla de mis dientes manchados por el cigarrillo, se esconde la certeza de que nunca en realidad estuve solo. Que siempre Sylvia estuvo conmigo, en cada línea de los pocos poemas que escribí, en cada post y premonición que me hacía sudar con grandes escalofríos, en cada noche que extrañaba al tormento que me sacude, y la agonía hedónica que me producía el pensar qué opináis vos de eso que me taladraba los sesos y que ahora logré comprender: ¿pueden un hombre y una mujer ser amigos?

Te lo respondo:

He salido de las ruinas
Soy las huellas que devienen
De las cenizas que pisas.
Morir contigo es una fiesta, Sylvia
Vivir conmigo, no lo sé
Pero tal vez sea el peor invierno
Que pueda existir en faz alguna.
Me he despedido de los atajos
De las ideas que trascurren mientras no te miro.
Ahora, simplemente, veo mis ojos y te veo.
Miro mis adentros, y te veo.
Leo mis errores y te escribo.
Un hombre y una mujer no pueden ser amigos,
Sylvia, porque de tú ser una mujer
Te tomaría entera y te haría trizas.
Me bebería tu signo, tus constelaciones
Y tus estrellas.
Y dejaría de ti solamente el destello
De la creación.

Ernesto Navarro