Hay quienes —con justicia— admiran al Japón por su extraordinario desarrollo tecnológico; por mi parte, confieso que me atraen más de ese país —es decir, de su gente— la cortesía extremada, el coraje fundido con el estoicismo, el pudor recatado.
También están los que de esa cultura oriental han incorporado a sus vidas la afición por el sushi, o el cultivo del bonsái; yo, sin pretender menoscabar en modo alguno tales aficiones, me declaro admirador fervoroso de otros aspectos de aquélla, que procuraré referir aquí junto al fenómeno notable de su vigor y vigencia en nuestra cotidianeidad.
Suele afirmarse que donde va el imperio, va la lengua, y el aserto es ostensiblemente válido si pensamos en Grecia y en Roma, en España y en Portugal, en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, y si consideramos al término lengua como suma expresión de identidad cultural. Pero esta condición no se verifica en el caso del Japón, cuya expansión territorial fue efímera, y que, paradójicamente, gozó de la aceptación de los pueblos con los que había combatido sólo a partir de su descalabro político y militar. Y, aunque resulta evidente que la adscripción forzosa del país al modelo económico y político del denominado “Occidente” desde 1945, le dio una comunicación sin precedentes con las potencias vencedoras, esa circunstancia es insuficiente para explicar el éxito perdurable de la cultura japonesa en nuestros días. Éxito que no comparten —por ejemplo— otras culturas orientales de las que la japonesa es tributaria como la china y la coreana. Se puede afirmar que 1868 determina el ingreso del Japón en la modernidad, cuando el partido del emperador (Mikado) se impuso al partido feudal (Shogún): apoyado por los nobles, el nuevo emperador Mutsu-Hito se hizo dueño absoluto del poder y abrió el camino a una de las transformaciones más impresionantes y dramáticas que la historia recuerde. En 1889, el país ya se había dado una constitución y sesionaban sendas cámaras de pares y representantes, siguiendo el modelo de las naciones coloniales de la época. En 1894 batió a China y le arrebató la Isla de Formosa. En 1905 los derrotados fueron los rusos, y el Japón estableció su protectorado en Corea. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, a menos de medio siglo de su salida del feudalismo, el Imperio del Sol Naciente era contado entre las grandes potencias (conf. A. Malet y J. Isaac, La época contemporánea, Lib. Hachette, París, 1913, págs. 118 y ss. ).
El fin de esta era de progreso, riqueza y poder tendría abrupto final en el horror nuclear de Hiroshima y Nagasaki, que en la percepción de quienes nacimos promediando la década de 1950 era en nuestra infancia un espectro muy cercano.
Fue esa generación de niños occidentales, precisamente, la que consagró mundialmente al animé de manera sorprendente, y le dio un lugar de privilegio al lado de las producciones tradicionales animadas de Walt Disney y la Warner Bros. El responsable de esta consagración fue un pequeño robot llamado Tetsuwan Atom, al que supimos conocer en la Argentina de 1965 con el nombre de Astroboy.
Creado por Osamu Tezuka (1928-1989) a partir de un manga (historieta) de gran éxito en el año 1953, Astroboy fue hazañoso por espacio de 193 capítulos televisivos, de los cuales sólo 104 se difundieron en el Occidente. En el desarrollo de este personaje ya estaban presentes casi todos los elementos propios del género que explican las razones de su éxito y de su peculiar modo de ser: animación fundada en la economía de medios, rasgos faciales hibridados, ojos asombrados y enormes, montaje corto y nervioso, partición de la pantalla en acciones paralelas, empleo agresivo de la luz. Muchas de estas características no fueron sino la respuesta ingeniosa de los creadores a la precaria situación de la industria en la posguerra; sin embargo, la expresividad morosa de los animés superaba con mucho y desde el principio a estilos que le son más o menos asimilables, como, por ejemplo, las torpes transcripciones para la pantalla de El Capitán América o Thor.
Desde entonces, este tipo de historieta japonesa (cuyos orígenes se remontan al siglo XII según algunos, y según otros, al XVI, y que habría nacido como dibujos sobre tablas con las que las clases bajan satirizaban a los privilegiados de la sociedad), no ha cesado de expandirse y de diversificar su propuesta. Así, a los shonen manga de Astroboy y Mazinger, cabe agregar los shojo manga o comics de chicas, cuyo prototipo es Sailor Moon; y el animé hentai —que en japonés quiere decir “pervertido”, aunque sin connotación de disvalor sino como mofa gastada con quien se tiene confianza—, dirigido al público adulto consumidor de pornografía, y cuyo primer exponente fue, en 1984, OVAs de Cream Lemon. En el medio cabe todo lo que se pueda imaginar: deportes, aventuras, ciencia ficción, terror.
Independientemente de cualquier ponderación estética que del animé pueda hacerse, a los efectos de este artículo nos interesa destacar su éxito conseguido haciendo de la necesidad virtud, y nutriéndose con la tristeza de la humillación y la derrota. Todo lo cual se puede resumir en una ecuación sencilla cual es cultivar lo propio con dignidad, aun en las condiciones más desfavorables, y frente a competidores poderosos.
También la creación cinematográfica, la teoría del arte cinematográfico, debe mucho a la herencia cultural japonesa. Así, cuando Eisenstein definía el montaje:
La representación A y la representación B deben ser escogidas entre todos los posibles aspectos del tema que se desarrolla, y estudiadas de tal manera que la yuxtaposición —la yuxtaposición de esos elementos y no de otros alternados— evoque en la percepción y sentimientos del espectador la más completa imagen del tema (Sergio M. Eisenstein, El sentido del cine, Siglo XXI Editores Argentina, SA, 1974, pág. 57)
para ilustrar esta concepción del tratamiento del material plástico, y de su subsecuente comunicación visual, el gran artista ponía como ejemplo los jeroglíficos de la lengua japonesa en la cual el contraste entre dos imágenes-ideas —ideogramas— independientes, producen al combinarse una tercera idea diferente de las otras dos. De modo que un perro y una boca, por ejemplo, significan ladrido, y un ojo más agua denotan el llanto. De esta ingeniosa asociación de imágenes al servicio de la evocación surgió lo mejor del cine soviético de 1925 a 1945, el que, a su vez, influyó grandemente en todo el cine primero, y en el posterior desarrollo y evolución de las artes visuales hasta nuestros días. Si bien el origen chino de los ideogramas es evidente, no lo es menos la adopción y adaptación de los mismos desde comienzos de la era cristiana por los japoneses, según sus propias necesidades de habla y expresión.
En lo tocante a las letras japonesas, éstas comenzaron a gozar —aunque tardíamente— del reconocimiento mundial luego del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Yasunari Kawabata, en 1968, y a Kenzaburo Oé, en 1994. Sin embargo, antes de ellos se habían impuesto entre los lectores occidentales Ryonosuke Akutagawa (1892-1927) y, sobre todo, el torturado, contradictorio y magnífico Yukio Mishima (1925-1970). Los dos se suicidaron.
El primero fue autor de sorprendentes relatos que subrayan los elementos fantásticos de la vida cotidiana, las tradiciones literarias de su país y los recursos estilísticos asimilados de la narrativa europea de fines del siglo XIX. Cuentos como Rashomon, La nariz y El biombo del infierno se nos ocurren tan originales en cuanto a su desdén por la estructura tradicional de planteo, desarrollo y remate, como increíblemente cercanos a nuestra experiencia. Otro de sus cuentos, En el bosque, hizo famoso en el Occidente no sólo a su autor, sino a toda una cinematografía, gracias a Rashomon (1950), espléndida película de Akira Kurosawa galardonada con el León de Oro en Venecia, cuya estructura acronológica y disociada de la experiencia real palpita en películas tan diferentes como Citizen Kane (1940) de Orson Welles, y Rosaura a las diez, que en 1958 dirigió Mario Soffici basado en la novela homónima de Marco Denevi.
Ahora, si el paciente lector lo permite, quisiera permitirme una digresión para testimoniar la extraordinaria popularidad que ha ganado la poesía haiku entre nuestros contemporáneos. Un rasgo que parece propio del género, ya que, según se sabe, fue menester en el siglo XVI prohibir este ejercicio literario, porque los concursos de composición de haikus o hokkus apartaban al pueblo de sus quehaceres, y llevaban a algunos ingenuos a la ruina frente a los poetas profesionales (conf. Will Durant, La civilización del extremo Oriente, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1956, pág. 309).
Acortamiento de la tanka, forma lírica que alternaba versos de cinco, siete, cinco, siete y siete sílabas, el haiku nace y se consume en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas: más brevedad, todavía, por si hiciera falta, para un modo que es paradigma de una lírica que hizo su estandarte de la delicadeza, la levedad y la contención.
Matsuo Basho (1643-1694), es señalado como el más grande compositor de estas pequeñas y sutiles gemas; y en Japón se veneran poemas como éste:
La vieja balsa, sí,
y el ruido de una rana saltando al agua.
Un tallo herboso donde
quiso posarse la libélula.
Entiendo que ha sido Borges quien supo captar sus esencias, cuando escribió:
Algo me ha dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido
Y también:
¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?
Y, cómo no:
Lejos un trino.
El ruiseñor no sabe
que te consuela.
(“Diecisiete haiku”, La cifra, Emecé Editores, Bs. As., 1981, págs. 97-100).
Y así, mucho otros, con suerte dispar.
Pero, quien ha dejado la impronta más clara de su literatura, ha sido Yukio Mishima, tanto por la calidad de su obra como por su final patético y previsible.
Mishima perteneció a esa generación de hombres que estuvo dispuesta a morir por la Patria y el Emperador, pero que resultó impedida de tal renunciamiento por el fin de la guerra. La muerte hubiera sido preferible para este joven guerrero, quien con la difusión de la voz del monarca divinizado vio derrumbarse toda una concepción heroica, aristocrática y autoritaria de la vida. El vacío lo llevó a la literatura, principalmente, y al arte en general, como único camino purificador. Tempranamente, en 1948, escandalizó a sus lectores con la novela autobiográfica Confesiones de una máscara. Si bien la homosexualidad no era extraña a los samuráis (como a ninguna orden militar y religiosa o política, desde la “Cohorte Sagrada” de Pelópidas hasta las SA nazis, pasando por la Orden del Temple) esta descarnada confesión provocó no poco escozor. Era un hombre capaz de llamar la atención de los críticos tanto por sus ensayos en cine, pintura y fotografía, como por la creación de un anacrónico ejército privado (la “Sociedad del Escudo”) con el cual pretendió sublevar un cuartel en 1970. Fracasó, y se quitó la vida mediante el seppuku, y a él, y al camarada que no había podido culminar con el rito, un tercero les cortó la cabeza según manda el Bushido, el código guerrero que profesaba.
¿Buscaba la muerte? ¿Pensó, seriamente, que podría tener éxito, o su muerte teatral no fue más que la salida añorada de un mundo para el que no había sido criado y que no comprendía? En 1968, sus declaradas simpatías fascistas lo habían privado del Premio Nobel, pero también conspiraron contra su inserción en la sociedad su defensa de tradiciones perimidas, su odio a los partidos de izquierda, su conducta sadomasoquista apenas encubierta.
No es posible abarcar la personalidad de un hombre tan complejo y genial como Mishima en una nota como ésta, como tampoco resulta fácilmente accesible para nosotros, los occidentales, la médula de una cultura tan rica como la del Japón.
Pero el intento no será nunca infructuoso si es que nos disponemos a abordar otra realidad, o a contemplar la misma realidad desde un punto de vista diferente, sin las taras del etnocentrismo y el prejuicio. Porque esa búsqueda nos permitirá apreciar valores que no tenemos o que hemos perdido, o que habitando en nosotros no hemos sabido cultivar. Y, al mismo tiempo, será siempre el extraño quien nos develará nuestra auténtica dimensión humana de miseria, sufrimiento e imperfección.
¿No es verdad, Sensei?
Tal vez en aquel cuerpo de gigante se escondía un poeta, pero era crueldad lo que yo adivinaba en sus claros ojos azules. Los occidentales, en su canción de cuna Mother Goose, dicen que los ojos negros esconden malicia y crueldad; en realidad, el vulgar reflejo que resulta de un confrontamiento de las particularidades extranjeras, ¿no se debe de hecho a un descubrimiento de la crueldad?
(Yukio Mishima, El pabellón de oro, Ed. Seix Barral Argentina, 2002, pág. 99).