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Cosmopolillas
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Caballero Bonald describe la Sevilla de la época de Cervantes como una urbe a la vez preclara y turbulenta, recóndita y extravertida, devota y disoluta, magnánima y codiciosa, lugareña y cosmopolita, calificativos que podríamos seguir aplicando hoy a esta ciudad de contrastes, de contradicciones dramáticas. Tanto es así que el dramatismo barroco se ha convertido en una de sus señas de identidad. Aunque conviene recordar que el dramatismo es un fenómeno subjetivo, pues para que un hecho sea dramático es necesario percibir elementos en conflicto y reaccionar emocionalmente ante ellos. El elemento dramático no está tanto en la ciudad como en el ojo de quien la contempla. Sevilla es y ha sido una ciudad de dualidades, de contrastes, pero la forma de percibirlos y, sobre todo, de reaccionar emocionalmente ante ellos, varía mucho de unos sevillanos a otros, de unos visitantes a otros. Mientras que una legión de poetas canta a Sevilla como a una mujer, Lorca afirma el carácter varonil de la ciudad. Es —nos dice— el hombre y todo su complejo sensual y sentimental. Es la intriga política y el arco del triunfo. Don Pedro y Don Juan. Está llena de elemento humano, y su voz arranca lágrimas, porque todos la entienden (en oposición a Granada).

Un elemento clave de la percepción es la proyección. La proyección es un mecanismo psicológico mediante el cual atribuimos al objeto de nuestra atención características o intenciones que no son suyas sino nuestras. Mientras más nos proyectamos más nos alejamos del objeto, más subjetiva es nuestra visión. Quien más se proyecta es quien peor se conoce, con una sola excepción: el artista. El artista desarrolla su obra a través de su proyección, de la profundización subjetiva de la realidad. La diferencia reside en que se trata de un esfuerzo consciente. Sevilla es una ciudad aclamada y denostada por personas necias —en el sentido de que se conocen muy poco a ellos mismos— y celebrada o sufrida por unos pocos buenos artistas. Algunos tan buenos que su obra ha llegado a formar parte inmaterial de la ciudad. Hay en Sevilla un jirón de niebla que el sol más claro no acierta a disipar. Se va de un lado a otro, pero nunca se quita; algo así como esas estrellas que ven ante sí los ojos confusos. Es Bécquer. ¿Es Bécquer? ¡Es Bécquer! (Juan Ramón Jiménez).

Otro elemento innegable es su belleza. Ah, pero la belleza confunde a los hombres. La belleza aparece como una promesa de felicidad. Pero en este terreno no se puede prometer nada. Para la belleza y la felicidad no hay más futuro que este presente. Las aceptas como son o las pierdes. Cualquier intento de retenerlas se convierte en un secuestro mortal. Hay quien lo entiende y hay quien no, esto divide a los hombres, y naturalmente a los sevillanos.

El problema, nuestro problema, no el de la ciudad, es el impacto que produce su belleza. Qué hacemos con una ciudad tan bella. ¿Venerarla? ¿Devaluarla o negarla? ¿Apropiarnos de ella como si de un objeto se tratase? ¿Idealizarla y conquistarla? ¿Aplazarla para después del trabajo y la vida real? O la peor de las opciones: permanecer inmaduros bajo su manto y, tatuándonos su nombre en el pecho, condenarnos al fracaso amoroso con otras ciudades.

Esta última actitud es la más engañosa porque se reviste de un sevillanismo militante y excluyente. Los que la encarnan forman una gran familia de “auténticos sevillanos” que, como los gitanos de la literatura o los negros de las películas, son todos primos o brothers. Con ellos sólo se puede estar dentro o fuera de la familia/territorio, no hay término medio, se entiende en seguida con una simple mirada y si no te enteras es que estás fuera. Su conversación está plagada de sobreentendidos como trampas que al pisarlas provocan sonrisas de complicidad entre los más listos. Claro que más que sentido del humor lo que tienen esos sevillanos es mucha guasa.

Me vienen a la mente algunas de esas grandes familias sevillanas, con sus largos veraneos endogámicos en Chipiona o Matalascañas: “las playas de Sevilla, chiquilla. Que la niña se ha echado un novio, pues nada, que se venga también”; con su virgen de Regla o su virgen del Rocío: “¡viva la Blanca Paloma! ¡Por Dios! ¡¿Hay algo más bonito?!”; con sus escudos futbolísticos: “¡viva el Betis manque pierda. Se-vi-lla, pan, pan, pan!”, que lucen el blasón de “somos lo mejor”. Y, claro, si somos lo mejor, ¿para qué cambiar?, ¿para qué conocer cosas nuevas? “Pero, oye, que si hay que viajar se viaja. A ver, ¿a dónde hay que ir? Podemos ir a Roma a ver al Papa con la Hermandad de nuestro barrio, a la boda de la niña de los primos que emigraron a Alemania o acompañar al equipo de nuestros amores por las ciudades de la Champion League”. O sea, viajar para seguir viéndonos a nosotros mismos, movernos para no ir a ninguna parte. Y así darle la vuelta al mundo contando chistes y cantando sevillanas de la noche a la mañana. Esa incapacidad de amar a otras ciudades es la que nos lleva, cuando viajamos, a convertirnos en cosmopolillas sevillanos.

Los sevillanos tenemos motivos sobrados para considerarnos ciudadanos del mundo. De “plaza universal” calificaba Lope de Vega a nuestra ciudad. Fuimos la capital del mundo conocido, la Nueva York del siglo XVI. En el mejor de los sentidos, al sevillano fino no le sorprende demasiado lo extranjero porque no lo considera ajeno. Y como todo auténtico conocimiento lleva implícito cierto reconocimiento sabe degustarlo y disfrutarlo.

No todo es folclorismo y dramatismo. Hay otros modos de ser sevillano, uno de ellos es el que tan sabiamente ha sabido recoger el profesor Rogelio Reyes trazando una delicada línea que une a Bécquer con Cernuda: finos, introspectivos, delicados, cultos. Y podría añadirse: amables, acogedores, tolerantes (como sólo lo son los que saben perdonarse a sí mismos), con un sentido del humor que no requiere de la procacidad ni el sarcasmo. Un tipo de sevillano que se interesa, como afirma García Montero, por la utilidad no industrial de la belleza, la sensualidad, la lentitud y el amor por la calle y que no renuncia a sus raíces romanas. La Roma andaluza que veía Lorca en la cabeza del sevillano Sánchez Mejías y, éste ya sí, auténticamente cosmopolita.Un modo de ser sevillano quizá un poco exclusivo, no digo que no, pero nunca excluyente.