Artículos y reportajes
Felisberto HernándezLa letra y el garabato
Un señor que miraba raro y bello

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Sí, leer por encargo suele fatigar; por eso, quienes vivimos de hacerlo no tenemos por costumbre echarnos una, sino muchas canas al aire. Eso fue lo que me ocurrió con este libro. Andaba entre los anaqueles de una biblioteca pública buscando un mamotreto que debía reseñar y, justo cuando lo hallé, se me ocurrió mirar hacia el lado. Ahí estaba la pequeña golosina: La casa inundada y otros cuentos, de Felisberto Hernández —una selección de siete relatos propuesta por Cristina Peri Rossi, con dibujos de Glauco Capozzoli y prólogo de Julio Cortázar. Entonces pensé: “Primero el gusto y después el susto”, así que solté mi trabajo y agarré aquella edición de 1975.

Lo de Felisberto (Montevideo, 1902-1964) es al mismo tiempo raro y bello; quiero decir, su manera de mirar el mundo. Quizá porque sus apreciaciones sobre la vida están regidas por algo muy cercano al desvarío y, no obstante, pleno de verdad. Al recorrer sus páginas, uno se percata de que en estos cuentos aparecen perfectamente fundidos lo cotidiano y lo insólito. Estamos ante una escritura que se regodea en la digresión y se recrea en la ironía. En primer término, los relatos siempre se pausan para acotar esas percepciones inusitadas —de gestos, vestuarios, acciones, objetos—; en segundo, dichas glosas derrumban cualquier asomo de solemnidad para instalarnos en el extrañamiento o en la risa. Nunca esperábamos que las cosas pudieran ser como las cuenta él. Bien lo dijo Italo Calvino en su momento: “Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie”.

Entre su ingenioso expediente de recursos, hay auténticas ocurrencias. Como aquella de andar buscándole biografía a los objetos. En esa preciosa obra maestra titulada “El balcón”, el narrador se sienta a un comedor que está dispuesto y nos dice: “Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligaría a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último, los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones”. Ahora bien, en la grata desfachatez lúdica de Felisberto, incluso la identidad es algo que está siempre al borde de diluirse o de huir; de manera que, entre los muchos seres extraños que pueblan su mundo, el propio cuerpo es uno más. Así le sucede al protagonista de “Lucrecia”: “No sé por qué pensé que aquel hombre era yo y que yo tenía que seguir en sus asuntos. Pero pronto me sentí caminar”. O al de “El acomodador”: “Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida”.

La mayoría de los cuentos que integran este volumen presenta una estructura similar. Quien cuenta la historia —por lo general un pianista itinerante, como lo fuera Felisberto durante buena parte de su vida— es invitado a una mansión, o casa, o convento. Allí este personaje es atendido con mucha hospitalidad mientras nos va relatando las cosas inauditas con que se topa y los dramas de sus anómalos anfitriones. Esto lo vemos en “La casa inundada”, “Nadie encendía las lámparas”, “El balcón”, “Lucrecia” y “Menos Julia”. En los otros dos cuentos que completan el ejemplar, “El acomodador” y “El cocodrilo”, se nos narran las inusitadas enfermedades que sufren sus respectivos protagonistas. El primero ha desarrollado la destreza de ver en la oscuridad a través de una rara luz que emana de sus ojos, y ahora no puede evitar entregarse a la “lujuria de ver”. Al otro, un concertista de piano devenido a golpes de fracaso en vendedor ambulante de medias femeninas, le sucede algo inexplicable: jugando con un niño, finge llorar —pronto este gesto se le convertirá en una infalible estrategia de ventas—; sin embargo, luego perderá todo control sobre el llanto y éste acabará convirtiéndose en su inexorable destino.

Tan pronto como concluyo este exquisito libro, lo regreso a su estante. Me propongo retomar mi trabajo; pero, cuando cojo el volumen que debo reseñar, éste se me zafa de las manos y cae al suelo estrepitosamente. No puedo evitar pensarlo. Se tiró porque está molesto conmigo, por haberlo llamado “mamotreto” sin conocerlo siquiera. Y tiene razón. Lo recojo, lo acaricio con mi pañuelo y le presento excusas. Animismos aparte, esto es lo justo: el mundo se ve de otro modo después de leer a Felisberto.

Hernández, Felisberto. La casa inundada y otros cuentos. Editorial Lumen. Barcelona, 1975. 147 páginas.