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¿Quién mató a mi madre?, de Edgar Borges
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Con cierta frecuencia Edgar Borges es catalogado como un autor de novela negra. No diremos nosotros que no utiliza ciertos elementos del género, pero lo cierto es que tiende a su transgresión. Podríamos decir que todo comenzó en la Grecia clásica, pero eso sería aventurarnos demasiado (sí es cierto que el drama de Sófocles Edipo Rey contiene un asesinato, pero también lo es que carece completamente de misterio). Por lo tanto, la consideraremos un elemento precursor, de la misma forma que, ya más cercanas, consideramos a las novelas de aventuras del siglo XIX. Lo cierto es que las habilidades físicas de los protagonistas comienzan a ser sustituidas por capacidades intelectuales.

Diremos que Edgar Allan Poe fue el primero. Está aceptado que su obra “Los crímenes de la calle Morgue” constituye el nacimiento del género. Por primera vez, la narración sigue, no la secuencia temporal de los hechos, sino la de su descubrimiento. En este proceso de “resolución”, el lector va a ir poco a poco uniendo elementos, juntando los cabos sueltos que le proporciona el detective protagonista (Dupin en Edgar Allan Poe, Holmes en Arthur Conan Doyle, Poirot o Miss Marple en Agatha Christie), sin cuya extraordinaria y racional ayuda el descubrimiento se antoja imposible. Tenemos ya un misterio, y un detective para desentrañarlo. De este detective podríamos decir que vive fuera del mundo, ya que en la mayor parte de los casos utiliza puramente su intelecto para resolver el crimen (rara vez baja al terreno de lo puramente físico, de la violencia contra el criminal). A la manera de Mann (que tan bien plantea el conflicto entre vida y arte) el detective es un artista. Para tareas mundanas ya tenemos a sus acompañantes: un ayudante, incapaz y que constituye una especie de nexo con el lector. El ayudante establece con éste una dialéctica, a veces casi platónica (ya que es el detective el que en todo momento guía el diálogo y sus conclusiones, conclusiones que llegarán al lector a través de este ayudante). No podía faltar la policía, también inoperante en lo que a la resolución del problema se refiere y reducida a actividades puramente físicas: se encargará de ir al lugar del crimen, indagar inicialmente en el problema (demostrando su incapacidad) y en muchas ocasiones, se encargará de la detención final, reafirmando la idea de que el detective está alejado de lo físico.

“¿Quién mató a mi madre?”, de Edgar BorgesCon el tiempo se fue produciendo un acercamiento de este personaje al mundo, así como un cierto descreimiento en cuanto a la resolución del misterio únicamente por habilidades puramente deductivas (herencia de un positivismo que todo lo cifraba en la razón). El detective se hace humano; une a sus capacidades deductivas (no siempre gigantescas) sus propias virtudes y defectos, y cierto elemento emocional comienza a tomar forma. El interés ya empieza a desplazarse; no está sólo en descubrir el misterio que rodea a un crimen; está también en comprobar cómo son las gentes que viven en ese mundo criminal. Ahora el ambiente comienza a cobrar importancia: un ambiente que en la mayor parte de los casos es duro y así deforma al detective, al que vuelve violento en muchas ocasiones. Además de descubrir al criminal, hay que superarlo, no verse arrastrado por su modus vivendi. Tanta victoria es la detención como conseguir conservar un atisbo de ética (aunque sea muy personal, muy propia) en un entorno hostil. El detective no puede estar ya ajeno al mundo, pero no puede rebasar tampoco una línea (necesita seguir un límite).

En ¿Quién mató a mi madre? Edgar Borges explora a una persona, ya muerta, indaga sobre su identidad. Van a ser un libro y entrevistas con los dos hijos de la víctima los que usarán los detectives para tratar de echar luz sobre el asunto. La resolución del misterio se mezclará con una indagación de la identidad en la víctima (problema casi obsesivo en la literatura de Edgar Borges). El autor plasma aquí una serie de tesis casi estructuralistas (recordamos al recientemente fallecido Claude Lévi-Strauss): sólo podremos conocer a la Madre muerta a través de las relaciones con el resto de su familia, ella forma parte de esa estructura y sólo en ella la podemos conocer. El problema será que la visión individual de cada hijo no podrá ser más diferente (debido a la diferencia existente en el “ideal” de persona entre ambos). Así veremos a la madre como un ser excelso que odia lo vulgar, lo cotidiano, o bien como un ser odioso, precisamente por esa pretensión continuada de ser genial, de amar lo extraño, lo inverosímil. El contraste con la figura del padre, en este caso una persona muy convencional, se muestra entonces muy claro, e inundará toda la obra como una clásica lucha gnóstica entre bien y mal (pero la identificación variará según el hijo que hable). La madre y el padre serán personajes que nunca se harán presentes. Serán conocidos estrictamente por el testimonio de otros.

Especialmente interesantes se presentan las entrevistas y la presentación de escenarios. Como en la obra posterior del mismo autor (recordemos ¿Quién mató al doble de Edgar Allan Poe?) se presenta aquí un escenario que recuerda al teatro: es mínimo y por ello, vital.

La acción transcurre en una casa, y diríamos mejor que en la mayor parte de la historia, en una parte de la misma, una parte mínima y donde Edgar Borges presenta una serie muy escasa (e imprescindible a mi juicio) de elementos, que son altamente significativos y simbólicos. Entre todos ellos se destaca una pequeña biblioteca, que resultará fundamental para el desarrollo de la trama. En torno a la misma crece la figura de la madre, del padre, de los hijos, de los libros escritos por la familia, de los detectives. Aquella biblioteca (apenas una estantería) es un espacio generador de esta narración, casi (simbólicamente) de la literatura en sí.

Gran parte de lo demás es espacio vacío. De vez en cuando sabemos que algo está ocurriendo fuera de nuestro alcance (escuchamos sonidos) como si estuviésemos en una obra de teatro que pretendiese romper la cuarta pared, la del público, sugiriendo que hay una historia que discurre más allá de la historia misma, una especie de metahistoria. Como hay espacio vacío, también hay espera, un tiempo vacío que se sugiere al hablar de la cantidad de entrevistas que los detectives van a realizar, la idea de que todas ellas son necesarias para la resolución. Mientras no se finalice, toda acción ajena a la historia va a ser suspendida, eliminando cualquier atisbo de vida normal fuera de la resolución del problema: los personajes no viven, sólo tratan de resolver el misterio.

Lo intentarán, y verán que no podrán. Jorge Luis Borges habló de la historia como creación literaria y, por tanto, de una cierta creación de la vida en sí. Edgar Borges sigue la línea: aquí los derroteros vitales están indisolublemente unidos a la literatura (ésta es, por tanto, un ente creador). Y si la literatura es fuente de vida, también lo es de locura; la locura que se manifiesta en esos personajes beckettianos que siempre parecen resueltos a esperar un poco más; esperar por el fin de un proceso que, como el de Kafka, no lo tiene; esperar, en definitiva, condenados a ser siempre unos observadores del pasado de su madre muerta: ¿conseguirán algún día la redención?