Letras
Una tarde cualquiera

Comparte este contenido con tus amigos

Hace una tarde preciosa, estamos algunos primos y yo tomando el fresco bajo la bugambilia. Cómo me gusta este rinconcito, los olores, sabores y colores que me transportan a mi infancia.

Entra la abuela, una anciana de pelo blanco, mirada azul perdida, entra cantando, siempre sonriendo, siempre haciendo algo. Me monta un beso en el cachete.

—Mi niña, pues, mira nomás cómo has crecido.

Se ladea con el peso de las bolsas.

—Deja, te ayudo, abuela.

—No, deja, quédense platicando, te voy a hacer tus frijolitos en olla de barro y tus tortillitas hechas a mano.

—Ay, abuela, por eso me gusta venir para acá, ¿y el abuelo?

—Ni sé... —dizque se va al cerro, desde que lo conozco se va al cerro a las ocho de la mañana y no lo veo hasta bien entrada la nochecita.

Yo lo vi temprano tomándose su coca y fumándose sus Alas en la tienda de la entrada del pueblo, pero para qué le echo leña al fuego.

—Está bien, abuela, la ayudo, a ver, déme esas bolsas.

—Mi niña, cómo pasa el tiempo —me repite esto cada que me mira. Me parezco a ella, eso dicen, pero más oscurita, como dicen de cariño, más morena sé yo. Las facciones al menos son las mismas. La mirada es otra. Yo la tengo ya viciada por la capital, no sé por qué les dio por irse a la capital, está bien, este es un pueblo seco olvidado de Dios, pero se siente familia aquí. Allá estamos solos, y los dos se van temprano a las bodegas y no llegan hasta tarde, aquí siento mi pasado.

—Niña, pues, ¿no me ibas a ayudar?

—Voy, estaba escuchando a tu cenzontle, abuela, ¿es el mismo del año pasado?

—Mira pues no... el otro tuvo un fin un poco, ya sabes cómo es el Santia, que lo agarra y lo lanza a la pared, lo encontré en la cama muerto.

—Ese niño hay que ponerlo en paz, abuela, te acuerdas cuando se le escapó el burro, corretiza que le puso el abuelo, lo fueron a encontrar allá por la presa.

Me sonríe, una lágrima se le sale —sigue mal tu abuelo, ¿sabes?, yo creo que se me muere—, miro sus manos pecosas, huesudas y llenas de venas como las mías, le tomo una, se la acaricio, no sé qué decir, ¿qué le dices a alguien que va a perder a su compañero de más de sesenta años? Nos miramos y por un momento suspiramos juntas.

—Ay, mira nomás, se queman las tortillas, ya sabes que al abuelo le gustan bien tiernitas. Mira, ve a la huerta y alcánzame unos limones.

Voy a la huerta y me encuentro al abuelo sentado a la sombra del limonero.

—¿Qué pasa, abuelo, otra vez fantaseando?

—No le digas que estoy aquí, me cree en el cerro, pero ya no puedo ir, me canso, mija.

—Sí, abuelo, no le digo.

—Se va a quedar sola, ¿sabes?

—¿Cómo sola? Con tanto hijo, nieto y familia, casi todo el pueblo es pariente.

—No creas, mija, uno se acostumbra a ese peso en la cama, le voy a hacer falta.

Me siento con él y nos quedamos en silencio mirando el huerto.

—Cómo me molió la remolona con este huerto. Pero si aquí no crecen más que piedras viejas, ¿no ves? Quiero mi huerto, quiero verde, extraño mi tierra, dijo ella. No es de por aquí ¿sabes?

Asiento, sigue...

—Le puse unas guayabitas, su limón, el ciruelo y el naranjito. Ni huerto es, cuatro árboles nomás, pero cómo los cuida, todas las noches viene y riega sus arbolitos, fue lo único que le di a mi vieja... Lo único que le voy a dejar.

—Eso y quince hijos, abuelo.

Suspira y no responde.

—Ve, anda que te debe estar esperando con esos limones. ¿Y tu papá? —me pregunta cuando me voy—. No lo he visto, niña, ¿qué será de él?

—Sí lo viste, abuelo, estuvo aquí hace poco, ¿no te acuerdas, Chago..?

No me responde, me voy y dejo una pequeña figura enjuta a la sombra de un limón.