Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 23, del 5 de mayo de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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El río que nace en el mar y muere en el mar

Octavio Santana

La primera ocasión en que puse los pies en el extremo norte, orienté mi andar según los vestigios inequívocos de un parapeto militar. A solas en la absoluta soledad del entorno subí al dudoso muro y, empujado por la intuición, alongué mi carácter al borde de un descomunal precipicio. Rápidamente, la arrogante altura frustra con rabia el derecho que le dona su don de atalaya, y es que los furiosos fracasos verticales por lo común albergan a la bestia del vértigo. En la cima desenmascaré al instrumento del demonio que diluye la voluntad y simula una sonrisa en el fondo del peligro; aquel que resista el síncope y contenga la tentación de imaginarse pájaro, resuelve posar su espíritu en el íntimo abrazo de la costa con la apacible espontaneidad del brazo de mar estanco entre Lanzarote y el menudo litoral de La Graciosa; por semejanza, los lugareños llaman El Río a ese inocente juego de la Creación —juzgué, y no me confundí, que el efecto jamás desmayaría en la memoria de quien lo viera, pregunté a muchos testigos que asintieron con un destello en sus retinas. En épocas remotas, la geografía disciplinó aquí sus mejores garantías y la belleza que compuso enciende ahora el pozo oscuro de mis ojos. Un espléndido sol de media tarde cuajó de reflejos el capricho estético de una trama anciana y asoleó con dignidad mis frescas facciones. Interpreté el fenómeno a la manera de un simple gesto urdido en los albores del mundo; palabra que no pronuncié palabra —en los palcos al infinito procuro proteger sus escrupulosos silencios. Recuerdo bien estos recuerdos, ocurrieron con el verano apenas gastado.

Me conmovió la aparente fragilidad del pequeño barco que, hombro a hombro con la paciencia de su motor, cruza la calma del Estrecho —socorre el retiro de la minúscula sociedad del otro lado que logra el sustento de la pesca. El cielo honró el papel de techo raso que le confiere el Océano —tan al Suroeste de las Columnas de Hércules no oí de ningún capitel que aguantara la exorbitante hipoteca de las estrellas. Distinguí en el Atlántico que cierra por abajo el inmenso volumen vacío las tímidas fronteras de unas referencias montañosas —hermosas hijas de una catástrofe que desató su coraje oculto por las olas, sumergido. La isla más cercana maquilló de dorado su semblante con arena sahariana, y las de perímetro más breve dejaron al descubierto sus robustas armaduras de roca. Cuando suelen reunirse los narradores de leyendas en los sitios mágicos, el desleído azul de la bóveda celeste apela al preciso color que mereció su rostro al mediodía —nostalgia por contemplarse en el inquieto espejo líquido. Si quería —y quise— terminar en Las Palmas el placentero viaje que inicié jornadas atrás en los muelles de Barcelona, debía emprender —y emprendí— el retorno a Los Mármoles; el viejo "Ernesto Anastasio" pronto soltaría del noray el dogal que amarró en el penúltimo puerto de su travesía. En todas las oportunidades deleité mis ratos perdidos en los poemas zurcidos con las estrofas del caos. Como después de los exámenes finales convenía la distensión, frecuenté durante la carrera esa ruta de la compañía Trasmediterránea.

Al concluir mis estudios de ingeniería química en Sarriá, me di al premio de gozar una vez más de la increíble catedral del ocaso ¿acaso no cita de modo imperturbable su acontecer cotidiano con la imponente monotonía de la vasta levedad salada? En este saludable rincón de la analogía identifiqué a las gaviotas en pleno vuelo con las ideas aladas de juventud que todavía conservo a pesar del fardo de los desengaños —crecen continuamente con el tiempo. Me parece que entonces y allí extendí los codos delante del pecho, abrí de par en par las manos y resbalaron inadvertidamente la mayoría de mis "porqués"; en la alocada agitación llegué a retener por los pelos con las puntas de los dedos un buen puñado de mis "cómos". En el mismo pasaje al ensueño, hace unos cuantos años recuperé con ilusión gran parte del afán que siento por la filosofía, y sané con ganas los escasos desalientos que sufrí por culpa de la ciencia. Con el temor que padezco a las reformas —generalmente, significan pasos hacia lo peor— me aproximé al mirador ¡Con qué aire me satisfizo el genio de César!; fuera replanteó el antiguo empleo de vigía con el áspero material que encontró a la intemperie —recoge la historia—, y dentro del risco integró un magnífico observatorio teñido de blanco —triunfan sus tesis. Cierto que el suelo de madera obligó a las cúpulas a devolver el eco de mis pisadas, pero el trazo curvo de los túneles, las repisas empotradas, los helechos, las gigantescas arañas metálicas suspendidas en el espacio, los bernegales y las piedras lisas en las esquinas redondas sustrajeron mi honda atención del extraordinario panorama que impresionaba mis pupilas a través de los enormes cristales.

Hoy regreso con el petate de la experiencia bastante más cargado; del equipaje destaco la lección de reconocer en la convicción sincera de los pensamientos que corresponden a cada edad el verdadero valor de las acciones alegres y dolorosas, aceptadas e incomprendidas —los vientos que llevan consigo las libertades básicas ventilaron constantemente mi entendimiento. Un delgado y largo cuerpo ambarino carente de peso descansaba sobre las aguas momentos antes de que su incandescente cara circular tocase la recta del horizonte, ¡titánica rúbrica testamentaria de la luz! Periódicamente los dioses recompensan a las horas asesinas con el alboroto de los fantásticos matices del crepúsculo, y de inmediato castigan su traición con el hábito del luto; a partir de que las agujas en los relojes alcanzan el instante del hechizo, la noche comienza a digerir el día que acaba de engullir. Influido por la majestuosa escena casi sacra del postrer giro a lo insondable, incliné la cabeza y los Alisios somnolientos eclipsaron mi frente con negros cabellos. Mientras permanecí sentado y con las piernas colgadas del abismo, la razón y el corazón acordaron la paz; al alejarme de la privilegiada tribuna reparé en que únicamente los eternos contendientes habían firmado una tregua efímera.


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983