Artículos y reportajes
La palabra que busca y el símbolo de las piedras
Dos anotaciones sobre la poesía última de Horacio Preler

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Mientras se aguarda la aparición de Mirra, sigue siendo Aquello que uno ama (2006) —presentada en coincidente celebración con los cuarenta años de su primera publicación, Institución de la tristeza (1966)— la última obra poética de Horacio Preler.

Considero como su poesía última, la de tres libros casi contiguos: Zona de entendimiento (1999), Silencio de hierba (2001) y Aquello que uno ama (2006). Estimo que las obras de 1999 y 2001 están hermanadas por un mismo momento poético —y de plenitud. Tal vez Aquello que uno ama abra otro momento o agregue una coda, porque algo distinto insinúan la explicitación del sujeto, uno, y el tono más melancólico por alejamiento de lo amado —aquello— que estructura la obra en un solo poema, constelado por 33 estrofas, que son, a su vez, poemas en sí mismas.

“(...) la poesía es una visionaria y arriesgada tentativa de acceder a un espacio que ha desvelado y angustiado siempre al hombre: el espacio de lo imposible, que a veces parece también el espacio de lo indecible” (Roberto Juarroz, Poesía y realidad). Cita aplicable a las dos obras de la plenitud, desde los títulos. Zona es espacio. Silencio, actitud consecuente ante el misterio y cautelosa de las seguridades del lenguaje.

Palabra final

Hoy hemos regresado de la infancia
casi sin darnos cuenta,
sin poner en los registros la hora de partida.
Regresamos del pasado
con la retina herida y el hueso carcomido.
Los dedos parecían dardos
tirados sobre un blanco perfecto,
marcas de la uña sobre la piel
y un hondo peregrinaje
hacia un lugar iluminado de la carne,
aquello que integra la miel y la leche
de la última palabra.

(De Zona de entendimiento)

 

Intrusión

Una palabra desconocida andaba por la casa.
Poseía un poder absoluto sobre las cosas:
podía romper espejos
y destruir la ventana opaca de la materia.
Hablaba de piedras de percepción
y discurría hasta el amanecer
en una lengua primitiva.
Descubrió paisajes delineados en la oscuridad
y tomó apuntes de una realidad innecesaria.
Finalmente encontró
el principio elemental de lo desconocido,
aquello que escapaba al límite de la razón.

(De Silencio de hierba)

 

11

La idea trabaja sobre la nada.
En el humilde ojo de lo oscuro
la penumbra encuentra
una morada transitoria.
¿Quién puso en el mundo la palabra?
El silencio tenía un infinito rostro
y el sitio elegido señalaba el lugar
donde se nace y se muere,
donde estaba encerrada la verdad.

(De Aquello que uno ama)

La palabra es hilo unitivo de estos poemas. En el primero, el poeta pareciera hablarnos de las huellas —retina herida, hueso carcomido, dedos como dardos, marcas de la uña— de un fracasado viaje del ser hacia el pasado, hacia la infancia, paraíso perdido del último poema de Zona de entendimiento o intento de detener la muerte con que el poeta la menciona comodeteriorado hueso, en Amor infinito. Infancia que no nos salva del tiempo ni nos recupera el paraíso. Pero, además, el hondo peregrinaje tampoco ha alcanzado en el poema la tierra que “mana leche y miel”, la prometidadel texto bíblico, la palabra final. Pero sí ha dado con un preciado fruto —la poesía, en el esplendor de las palabras— ese lugar iluminado de la carne.

Tal vez esa palabra buscada sea aquella intrusa que andaba por la casa, la de las facultades extraordinarias, tal vez la de los orígenes, dotada para comprender los símbolos de la creación / que no han sido hechos para nosotros, el “Borde” de Silencio de hierba. La palabra-deseo del hombre. Palabra dicha en pasado verbal, en el “había una vez” de la fantasía que se abre al milagro de las horas / y contiene los restos de la realidad en “El vaso lleno de luz”, también de Silencio de hierba. Evidentemente, no la misma de “La sombra de Dios”, primer poema de Zona de entendimiento, la de la naturaleza, que —ante la muerte de los hombres— retorna para habitar la última palabra.

Palabra de piel lastimada, palabra soñada. Pero, ¿Quién puso en el mundo la palabra? se pregunta el yo poético del “Poema 11”. Si los logros son precarios: nada, oscuro, penumbra; si antes de ella el silencio tenía la cara infinita y el sitioencerraba la verdad, ¿para qué, la palabra? Acaso, para que la verdad no sucediera en el encierro. No porque ella, la palabra, tuviera las respuestas, sino porque con ella se abre el horizonte sin límites de las preguntas de “Proceso impuro”; porque es ella quien pone en cuestión a la ventana opaca de la materia, la que procura reverentemente aquello que invocaba Hölderlin a las Parcas: pero si un día alcanzo / a expresar lo sagrado en un poema / bienvenido ¡oh sosiego penumbroso!

En este “Poema 11” de Aquello que uno ama, vuelven algunos motivos de los libros anteriores: zona, silencio; incluso, la penumbra del ojo, aunque con una conversión: la penumbra es la que encuentra una morada transitoria y el ojo de lo oscuro es el lugar, el dónde. ¿Qué podría señalar este cambio? Tal vez elhondo peregrinaje, ese propósito insistente que con el poema “Hablar” concluye Zona de entendimiento: dar a las palabras / una lumbre que nadie había advertido.

Piedras de conocimiento

Los días tienen un sentido práctico,
son un hacer de tareas inservibles
que la materia restaura a la materia acabada.
La tarde pasa sobre los objetos concretos
que el ojo mira sin pestañear.
Hombre original, sin instrumento alguno,
avanzando por antiguos pasadizos,
entre piedras de conocimiento,
mirando las pisadas ajenas,
los olores ajenos
entre las cosas vivas que moran en nosotros,
en la lenta aceptación de las horas.
En tanto, el día se aleja, silencioso.

(De Zona de entendimiento)

La palabra de Horacio Preler atenta está al misterio de la muerte, la que borra el camino de lo cotidiano, la que nutre la fuente de la desdicha, en Silencio de hierba; la que va desde el camino que todos hemos de hollar una sola vez del horaciano epígrafe, hasta la sabia entre los hombres del “Poema 33”, en Aquello que uno ama.

Pareciera finalidad del cada día, la de la materia que restaura a la materia acabada. El perceptible regreso de la naturaleza conforma estos versos del ya mencionado “La sombra de Dios”: Nuestros muertos queridos están bajo tierra / y nuestra muerte condiciona la herida del viento. / Pero la naturaleza retorna desde su origen, / tozudamente, / para habitar la última palabra. / La flor se deshoja cada día en tu mano / como si fuera la sombra de Dios. Percepción que reitera uno de los poemas más conmovedores de Silencio de hierba, “La mente imita”, del que cito la primera estrofa: Con las hojas caerá el primer otoño / pero todo volverá al momento inicial. / ¿Qué buscas, entonces, / alma extrañada, lejana, cubierta de silencio, / despertar temerario / de los pájaros de la madrugada? / Algún día serás recibida, alma mía, / como una flor reseca / y permanecerás, quieta, hasta el olvido. Aquella flor universal que se deshojaba en la mano, se ha tornado metáfora del alma individual con quien el alma poética dialoga.

Esta es la Zona de entendimiento, potencia del alma, alma que también es hierba, humana naturaleza: estamos hechos de hierba / como el relámpago de la oscura noche. Alma, la del uno del último título, la que nos comunica en el poema inicial: Lo opaco y lo transparente / son los nuevos sonidos de la noche / a partir de mí mismo.

El avance entre piedras de conocimiento del poema contrasta con los huesos, la carne, las pisadas, los olores —aquello que uno ama—, que viven y mueren en nosotros. Son las piedras quienes nos conceden ilusión de persistencia a los que habitamos esta zona sitiados por el agua y la tierra, / por la luz y las sombras, / de arriba y abajo; a los que rogamos “La luz clarísima” de Silencio de hierba: Día, danos una respuesta, / déjanos oír la voz del sol; alos que con ojo lisiado palpamos laobservación de Aquello que uno ama: Aquí abajo, allá arriba, / la oscuridad es la misma (“Poema 26”).

El hombre, el ser más menesteroso —que sepamos— del universo, reclama y clama por apoyos de religación. Si se dan en la palabra, algunos de ellos pueden devenir como símbolos al poeta, por obra de la repetición, intuiciones progresivas y metamorfosis. No pretende otra clausura esta lectura acotada, sino la de un esbozo de la transformación del símbolo elegido —mitad de título ya en aquella obra de 1981: El ojo y la piedra.

Primero las del verano, que la penumbra perderá en sórdidas imágenes. Después —sin que esto suponga un ordenamiento lineal— las de la infancia, hueso que el tiempo ratón desestima. Luego, las más firmes, pero no inamovibles, piedras de conocimiento. Si hasta anduvieron por la casa, aunque no quedaran, las piedras de percepción, fantástica plataforma para decir el mundo.

Todo esto —por cierto— es juntura de lector, pero no fuera del soporte de los poemas. Hay —habrá— otras junturas porque la poesía valedera es polisémica, múltiple de señales. Por eso también puede leerse en “Inscripciones”: en las piedras, el tiempo. Hasta resulta sugerencia una alternancia entre piedras y palabras: Sólo amamos las palabras sencillas del verano (“Otro día”); desde el principio de las cosas / huimos hacia el lugar donde la piedra / creaba los sueños ardientes del verano (“Proceso impuro”). Alternancia que abandona el juego, cuando “El cazador” de Silencio de hierba juntas las apunta en el poema; si no para confirmar una presumible analogía, al menos para mostrarlas unidas en el empeño trascendente del arte, otra perduración: Nadie labra su piedra en la oscuridad / ni detiene su lengua / cuando la palabra es su oficio.

Afirmó Horacio Castillo en “El poeta en las postrimerías”: (...) cuando la ruina se ha consumado, cuando ya no hay centro, el Espíritu debe recuperar su gravedad, convertirse él mismo en centro.

En dos poemas de Zona de entendimiento se explicita la parte simbólica del signo piedra, su concepto; ya no concepto, que entre versos anda: Su alma se sostiene / apenas apoyada en un hilo de luz (“Rostros”); El alma soporta la idea de la muerte, / sola en su misión, / apenas apoyada en la fragilidad del cuerpo (“Cuerpo y alma”).

¿Qué ser humano, incluso el urgido de apenas, no esperanza ante el atajo de la tarde, / una zona de entendimiento / que nos mira desde la eternidad?

Siendo, entonces, verbal atavío de una fundamental necesidad antropológica, el símbolo reaparece —como instructivo totalizador— en un verso del “Poema 18” del último libro: Transformar en piedra toda la tierra.

¿No consideraría Juarroz, de “visionaria y arriesgada tentativa”, a esta palabra que busca labrar las piedras de percepción y de conocimiento —en el templo de la gaviota fantasía— para que no claudique el esplendor de aquello que uno ama?