Publicado originalmente en la revista Resonancias
La literatura latinoamericana se mantiene siempre en primer plano. A los grandes escritores que han marcado el boom editorial de los años 60, se agregan también otros, menos conocidos en Francia, pero relatando, cada uno a su manera, con una creatividad enriquecida por la relación compleja que los une al terruño y a Europa, paso obligado, descentramiento necesario para revisar sus orígenes. Héctor Loaiza, peruano y residente en Francia desde fines de los años 60, editado en París, México y Lima, es uno de ellos. Traductor, periodista y escritor, Héctor Loaiza se interesó en las prácticas chamánicas andinas, pero también en el arte, al publicar un libro sobre el pintor colombiano Botero, así como en la difusión cultural, como director de la revista electrónica consagrada a la América Latina, Resonancias.
La novela Diablos azules en el Cuzco, que aquí presentamos, se puede leer según varias perspectivas. En primer lugar, la trama, muy bien construida, que une las familias de un canónigo, de un terrateniente y de un indio radicado en la ciudad, a través de sus amores y sus hijos. Dejaremos al lector descubrir los vínculos complejos y las heridas profundas que marcaron sus existencias y que dejaron trazos indelebles en sus descendientes. Añadamos simplemente que las pulsiones sexuales y los remordimientos que atormentan la vida del canónigo y de los suyos son elementos de ficción, pero traducen tensiones profundas y reales que se encuentran aún en el mundo andino de nuestros días. La política todavía está presente, la esperanza de la cual es abanderada, y la cruda realidad a la cual se despiertan quienes creyeron en ella. En pocas palabras, sin insistir mucho en narrar lo “indescriptible”, el autor evoca admirablemente la represión militar y el encarcelamiento.
La descripción de medios sociales y de su evolución a lo largo del siglo XX es un segundo nivel de lectura de esta novela. Vemos evolucionar, en el Cuzco de principios de siglo, las relaciones complicadas entre indios y notables (que no se podría calificar de “blancos” puesto que son todos mestizos desde hace varios siglos), entre comerciantes gringos y cholos, mestizos del mercado y de las tenduchas de la ciudad, entre terratenientes y campesinos siervos. Pero la originalidad de esta novela es describir la ambigüedad de esas relaciones, evitando las consideraciones morales y el maniqueísmo propio a cierta literatura indigenista. El autor introduce otros parámetros más sutiles en este tablero social, como por ejemplo el hecho capital para un individuo de tener o no una familia, de ser o no un “huérfano”, un “pobre” perdido en la ciudad y reducido a mendigar una “adopción”, siempre frágil puesto que ella es amenazada por la muerte, la enfermedad o la indiferencia. “Como si el solo hecho de vivir le hiriera”, dice de uno de sus personajes, el desdichado Uriel. Ya que sucede también que las madres, cautivas de un combate contra prejuicios religiosos y sexuales, no sean siempre maternales, y que los padres, frustrados en sus ideales, se replieguen en sí mismos o se abandonen a la bebida. Los “diablos azules” del delirio alcohólico terminan entonces, implacables, por deshacer la tela que los hombres han tejido muy difícilmente para sobrevivir.
Por fin, un tercer nivel de lectura tiene por protagonista la ciudad del Cuzco, la antigua capital de los Incas que se despierta lentamente a la modernidad: el primer tren, el primer avión, los ecos lejanos de la guerra que devasta Europa, la introducción del fonógrafo, de las músicas populares, las aspiraciones de las nuevas generaciones, la descripción de las calles, los olores de los puestos del mercado, los “salones” como el célebre Buenos Aires de la Plaza de Armas, las nuevas costumbres sociales. El canónigo ve todas esas transformaciones bajo el ángulo de lo maravilloso y del milenarismo: el Cristo volvería a la tierra pero nadie lo reconocería. Roberto, el indio transformado en habitante de la ciudad, sueña con un mendigo barbudo, con las melenas onduladas, tal vez un avatar de Viracocha que él no reconoce tampoco después de haber roto con el universo de su infancia. En realidad, ambos tenían razón a su manera, pero se equivocaban en el desciframiento de los signos. El Apocalipsis llega en efecto en 1950 en forma de un terremoto que destruye una parte de la ciudad. Pero esta catástrofe también es purificadora, barriendo a su paso los “diablos azules” y las heridas del hijo de Uriel; el niño Fernando, probablemente, nuestro autor. La infancia se ha terminado y la luz cristalina de la ciudad suscita una nueva esperanza.
Sería torpe revelar las historias que forman parte de la obra; dejemos al lector el placer de descubrirlas y saborearlas en la versión francesa de esta novela profunda e interesante.