Letras
Apuntes de memoria

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Tanto he esperado,
que ahora sólo olvido

Arthur Rimbaud

En realidad, no recuerdo qué me llevó hasta aquel lugar. Quizás fue un aliento, una corazonada extraviada, alguna nota melancólica de jazz. Tampoco recuerdo —si vamos a ser sinceros— qué era exactamente aquel lugar. A veces pienso que era un parque. Otras veces pienso que era una acera, de esas que son muy comunes para recordar. Pero... casi siempre creo que aquel lugar era un escenario, al menos así se sentía, aun cuando era acera, aun cuando era parque.

Sin saber cómo y de manera extraña, alguien prendía las luces, y yo encendía un cigarrillo. Tenía yo un sombrero teñido por el olvido, y un atuendo que seguía resonando a cliché, mucho más que las circunstancias del momento. Salía una bocanada de humo de mi boca, y entonces mi mirada extraviada se encontraba con una mano, esa mano, que me saludaba (¿o se despedía?) en... el parque.

Pero, ¿de quién era la mano? ¿Y quién me aseguraba que era un parque cuando yo mismo no estaba seguro de nada? Según recuerdo, o según creo recordar, me propuse un intento en vano, una especie de aborto, un esfuerzo fútil: descubrir en mi memoria a quién pertenecía esa mano.

Mi primer paso fue hacer una lista de los elementos que tenía que tener en cuenta en medio de mi nueva aventura. Sabía que no era la primera vez que veía a esa mano despidiéndose. No sé, tenía una sensación de déjà vu que me recorría el cuerpo. Quizás no era casualidad que hubiera llegado hasta aquel lugar. Quizás era una costumbre mía, o una malacostumbre que pretendo olvidar. Sé, o creo saber, si toda la publicidad y/o propaganda puritana tiene razón, que si uno intenta hacer un trabajo serio debe evitar el alcohol o cualquier otra cosa que lo desenfoque de su objetivo. Pero recordar cuesta tanto trabajo, quema tanta energía... que decidí pedir un trago en voz alta. ¡Whisky a las rocas con agua! Entonces me pareció que en ese mismo instante un mozo de blanco, negro y vino, aparecía en medio del escenario con una bandeja, y en ella mi trago. Cogí la copa con la punta de mi dedo pulgar y la punta de (¿los?) otro(s), en una pose que rayaba entre la comemierdería y la mariconada, una pose refinadamente ridícula, como a lo mejor lo sea cada comportamiento refinado. Si vamos a ver, sólo tratamos de disimular que no somos animales, pero la ilusión no puede crear una realidad —pensaba en eso mientras se me escapaba de entre los dientes una bocanada de humo. Y entonces un sorbo del trago.

El sabor de licor crudo, fuerte, me trajo mil recuerdos. Ninguno de ellos tenía que ver con aquella mano. Ninguno podía desarrollarse con cierta coherencia. Sólo aparecían fragmentos de sabor amargo. Sin embargo y finalmente, apareció uno que pretendía quedarse. Era yo, si más recuerdo, y estaba escribiendo una serie de anotaciones. Intentaba dar con el significado de algo que había olvidado. Cada letra plasmaba la futura acción y era dividida por pasos. Recuerdo esa primera escritura, aquella combinación de palabras que se plasmaban en un papel ya amarillento: mi primer paso. ¿Cuántos pasos habría dado para entonces? ¿Cuántos pasos he dado ahora para llegar aquí? A este... ¿parque? A este... ¿escenario?

¡Acción!

Alguien gritó y de momento yo sentía ganas de volver a mamar de la colilla del cigarrillo. ¿Será pendejo? —me pregunté de momento. ¿Qué puñetera acción ni qué carajos se puede ejecutar en este momento? Hay demasiadas palabras, demasiados pedazos de información, demasiados recuerdos como para recordar algo, como para poder actuar. Es tanto, que me quedo por horas pensando qué es lo próximo que debo hacer; sin hacer nada, sin moverme, sin pensar, sin actuar. Entonces me parece, y puede que sea el sorbo de licor el que esté hablando por mí en este momento, me parece que el tiempo pasa. Al menos ese era mi parecer. Creo que llegué a esa conclusión porque cuando alguien prendía una luz, se apagaba otra.

Sí. El tiempo pasaba. Pasaba y dejaba una huella. Era una marca que yo tenía que anotar de alguna forma. Era una pista. Saqué mi libreta y entonces me di cuenta de que había olvidado mi bolígrafo. De repente, así como si nada, apareció el señor Ramírez que, sin detenerse, caminó hacia mí con la mano extendida y me dio con qué escribir. Mis disculpas a todo aquel que tuvo que ser testigo de aquel espectáculo. Yo, mirando anonadado a la mano que sostenía el bolígrafo, mientras el señor Ramírez seguía caminando directamente, hasta salir de tarima. En algún momento volví mi mirada para ver la salida de Ramírez. Mientras, mantuve mi mano en al aire, sosteniéndola de la misma forma en que la recibí.

Día: ...

Hora: ...

Es un problema no poder recordar estas cosas. ¿Cómo se supone que descubra la mano perdida si ni siquiera puedo mantener mis apuntes con cierta coherencia?

Decidí que tenía que dejarme llevar y dejar de escribir tanto. Debía dejarme llevar por mis sentidos, digo, fueron ellos los que me guiaron los pasos. ¿Cómo era que se llamaba? ¿Café Boulevard? Algo así. Si más recuerdo vendían de todo menos café. En fin, tocaban un blues y yo encendí un cigarrillo (una sensación rancia me daba la impresión de que no era el primero que fumaba). No sé por qué me dio por alcanzar la grabadora que mantenía en mi bolsillo, como si estuviera verificando que no se hubiera ido. De momento, y así como si nada, empezó a reproducir mis notas, las cosas que había grabado en ese aparato hasta entonces. Debí haberle dado a play sin querer. De todas formas, no se podía escuchar nada que no fuera estática, espacios vacíos, espacios en blanco.

En realidad, no recuerdo qué se podía escuchar. Quizás... quizás fue un sonido, una silueta. Me parece haber visto la sombra, mi sombra, seguir mis pasos a través de la tarima. No había aplausos. No había sonido. No había nada, a no ser por un ruido enorme de silencio, y el peso de la expectativa. Todos hemos sentido eso en algún momento, aunque fuera en una obra de escuela, esos nervios de hielo, ese miedo a ser rechazado. Y, a final de cuentas, no creo recordar por qué tememos tanto al rechazo, a la soledad. ¿Acaso esperamos seguir escuchando ese latido tan cercano que se siente antes de nacer? En fin, con mucho esfuerzo caminé hacia el centro del escenario. Yo, y nada menos, era el centro de atención. Me senté, o eso creo, y en un ridículo traje comencé a tocar... ¿un piano?

Un dedo, un teclado, y se producía un sonido. Me pareció que cada suma sumaba cierto sentido, como cada pedazo de memoria. La operación aritmética adquiría significado mientras iba anexándose a los distintos efectos producidos por cada dedo que tocaba una tecla. Así, en un instante, sonaban imágenes en mi memoria, en mi cabeza. Aquella tonada que me cantaban de niño —me tarareaban más bien— y que ya no puedo descifrar del todo. Recuerdo unos labios, tradicionalmente rojos, y una media sonrisa mientras sonaba el canto. Tal vez, unas manos, me acariciaban cariñosamente, como yo acaricio a este piano.

Un sonido. Do. Y aparece una imagen, cada sonido es un recuerdo, cada momento una nota, cada nota una imagen rota en la memoria. Sol. ¿Quién recuerda el orden verdadero de las cosas? ¿Una mano se despedía, o saludaba? No recuerdo si llevaba un pañuelo. Había un saxófono, un intento de jazz que corría por las calles, un cigarrillo, y creo, si más recuerdo, que yo tocaba otro teclado. ¿O era blues? La. ¿Era esa la nota que daba cierto sentido? En realidad no creo que importe. ¿Quién recuerda la nota? Sólo bailaba la música, y me componía un sentido, cierta ruta a seguir. A ver, una mano, y yo intentaba algo, construir un no sé qué. Hacer una lista que descubriría algo. Siempre tenemos la sensación de que organizándonos le daremos significado a lo que nos rodea. Pero si toco otra tecla puedo cerrar los ojos y olvidarme de todo, olvidarme del mundo.

A ver, creo que ha pasado cierto tiempo desde que pensé algo. Sé que a veces me equivoco, que en realidad no entiendo cuál es el verbo que debo usar, cómo conjugarlo. Ah, pero sí creo que me llegué a levantar. Tomé un trozo de papel que parecía llevar conmigo hacía ya cierto tiempo. Tenía algo escrito, creo que decía algo como... en realidad, no recuerdo qué me llevó hasta aquel lugar. A decir verdad, tampoco recordaba qué me había hecho escribir esos apuntes. Una corazonada tal vez. Fue entonces, si más recuerdo, y en aquel momento, que me levanté (¿ya lo había mencionado?) y dejé el piano ya olvidado en una esquina.

Hubo, por un momento, un silencio que fue interrumpido por otro sonido del piano. ¡Alguien había tocado una nota! Casi salté del susto que me causó el sonido, creo que quizás, casi hasta grité. Otra nota fue tocada, en la oscuridad, en el silencio. Otro teclado fue tocado y me pareció que alguien escribía algo. Podía escuchar el silbar del bolígrafo sobre el papel, el dedo apretando alguna tecla. Una nota/una letra, y apareció un ojo. No recuerdo cómo pude verlo, si alguna luz fue encendida o no, pero había un ojo... y me miraba.

Estuve petrificado, mirando la mirada que me miraba. Así, pude ver el reflejo del ojo y vi entonces lo que el ojo veía; me veía a mí mismo mirándome. Estaba en un cuarto, encerrado, desconectado del mundo, sólo había ladrillos en las paredes, y entre tanta soledad, yo escribía como demente. Déjenme recordar los datos... a través del ojo me veía escribiendo como un desquiciado, encerrado, aislado, solitario, desconectado del mundo, y tratando desesperadamente de recuperar algún vínculo de mi humanidad por medio de las palabras. Estaba escribiendo las notas de lo que parecía una especie de investigación. En primer lugar, alguna mano se movía en un parque. La mano resultaba familiar.

Me pregunté por un momento qué demonios escribía. Ah, pero pasaron unos segundos mirados en el reloj de mano cuando pude ver que desembozaba unos apuntes. Había ciertas notas, tecnicismos, sobre la hora y la fecha. El resto parecían garabatos sin importancia, sin sentido. Una mano era la sospechosa de provocar cierta sensación en mí, cierto recuerdo. Había pasado un momento, y unos pasos me seguían. Alguien intentaba erradicar toda la información, que a fin de cuentas ni existía ¡porque yo no la recordaba! ¡Ah! Pero recuerdo a la Sra. Bondoir con su mirada frívola, y su torpeza al despedirse. Seguramente estaba nerviosa. Soy bueno para armar estas pistas. Al menos creo serlo.

Y entre el humo estaban sus labios rojos. La trompeta de jazz volvía a sonar. Creo que entonces ella dijo algo como...

—¿Buscabas a alguien?

Pero, ¿quién puede recrear una oración? Quizás los escritores, y yo sólo trato de recopilar pedazos de palabras, o sea, soy todo menos un escritor. Si hubiera sido... ¿algo? No recuerdo qué era lo que iba a ser.

Quizás.

Quizás.

Quizás, quizás, quizás. ¿Había una canción que se confundía así?

La olvidé.

¿Qué puedo decir con esta memoria? Prácticamente nada. En algún momento me dio por escribir todo para recordar. Ahora se me olvida escribir lo que tengo que recordar. ¿Qué es la memoria ahora? Tal vez un momento de embeleso, de nostalgia. Sin embargo —pensé—, sin la memoria no somos nada. Punto. Animales con instintos, pero es la memoria la que nos hace apreciar la vida, quererla, desearla, tratar de evitar la muerte para volver a enamorarse (de una mano), un beso, aquella mirada, aquellos labios, aquella caricia... aquello que nos enseñaron y aquello que nos conformamos con seguir. El recuerdo es lo que nos motiva, aquel momento de embeleso. Mas cuando uno se pierde en el recuerdo no se hace nada. Podría apostar que ahora recordar no significa tanto, no da ni para tener cierto sentido. Puedo hacer algo y lo olvido en menos de lo que puedo recordar hacer el siguiente paso. En esas circunstancias, para qué... ¿Qué estaba diciendo? Ah sí, quizás.

Quizás nunca se pueda ser... nunca se puede recrear algo. No nos podemos ni recrear a nosotros mismos... pobres... ¿griegos eran? Esos que hablaban de sombras y cuevas... no recuerdo... yo estaba pendiente a la ventana cuando lo discutieron en alguna clase olvidada.

Entonces me veía escribiendo, pero mis notas no descubrían nada, no había caso ni misterio, sólo notas. Sólo palabras. Sólo letras en aritmética imperfecta. Elementos que trataba de sumar, para hacer cierto sentido. Pero si recordaba los labios, olvidaba la mano, si recordaba el humo, olvidaba el rostro. Ah, el rostro, el retrato era... cianuro y canela. Sus ojos me penetraban, como si me quisieran desvestir. Luego un ruido impertinente. Alguien, que no recuerdo que hubiera salido de las sombras, decía... algo. La mujer —creo que ya doy eso por hecho— volvió nuevamente su mirada hacia mí, tomó una última bocanada de humo, la dejó salir, y se fue entre las sombras. Todo esto lo escribí como un demente, apartado del mundo. Y cerré el ojo.

Si más recuerdo, una sombra se movió detrás de mí. Volví la mirada pero nada parecía distinguirse entre tanta oscuridad. Abrí los ojos y la sombra se hizo silueta. De silueta pasó a ser cuerpo, un cuerpo reconocible, una persona. Iba caminando hacia mí y, penetrado por el miedo, me hice a un lado. Entonces, creo que siguió caminando derecho, como un zombi. Así, de la nada, apareció un espejo en su camino, por ende, otro cuerpo se reflejaba, y ya éramos tres. Busque mi pequeña libreta (¿o era grabadora?) de mis bolsillos para hacer los apuntes concernientes. Ya ni recordaba cuál era el misterio, si alguno. Alcancé la libreta, pero dejé caer el papel cuando vi que la persona que caminaba hacia el espejo siguió caminando hasta disolverse en él, hasta formar una sola persona.

Olvidé de qué escribía. Acaso, creo que era de una mano, una mano que se sacudía y bailaba por el aire. Era una mujer. Tenía labios azules y ojos grandes, tan grandes que parecían comerte la piel. Yo escribía sus características en alguna libreta perdida. No recordaba la razón. No la recordaba a ella. Una mano aparecía en los escombros de mi memoria, lo que queda de ella. Recordaba ese sabor ajeno, esa piel olvidada, ese sabor a país extraño. Al menos intentaba hacerlo, y mientras mi pluma permanecía en el aire, derramaba sus gotas.

Ambas... eran... una... persona. Ambas eran una. La mano se despedía. Sus ojos estaban ensombrecidos por un ligero azul tenue. Sus labios se movían, pero yo no prestaba mucha atención. Sabía lo que iba a decir mucho antes que apareciera allí. Lo había leído en el guión. Yo tenía subrayada una despedida como destino. Esa era mi estrella, mi señal y mi camino. Un adiós sin despedida. Una despedida improvisada. Una separación siempre olvidada. La mujer decía que ya no sentía lo mismo. Yo sentía sus palabras. Esa era la confesión final del delito, y sus manos estaban manchadas en sangre.

Di una vuelta y dejé caer el cigarrillo. Di una vuelta y busqué unos cigarrillos entre mis bolsillos. Di una vuelta, y todo parecían vueltas y vueltas y vueltas. Cerré la puerta, olvidando decir algo, saqué mi libreta, y olvidé apuntar lo que había sucedido. Todo estaba en blanco, y en medio de mi coraje por no recordar nada, enterré el bolígrafo en la palma de mi mano.

Ahora tengo una marca, pero no recuerdo por qué, ni qué significa. Lo más probable sea el símbolo de alguna lección que no he aprendido, algún error que volveré a cometer una vez más, y otra, hasta simular un infinito.

Había un intento de historia, un érase una vez que ya no invoca a nada, que se ha perdido en el camino. La escritura te empuja a intentar dar sentido a las cosas que pasan alrededor, a esa música, esa mujer... pero nunca lleva a nada, sólo termina por amontonarse y su sentido no tiene sentido, amarrada como está entre tachones, polvo y un amarillo que señala el tiempo perdido. Alguien me preguntó alguna vez cuál era la moraleja. Creo que en algún momento la hubo. De lo que recuerdo, puedo decir que no me quedé con la chica. En todo caso, sólo con partes de ella, con fragmentos. No hay un final feliz ni recompensa para el héroe.

Entonces mis pasos me dictaron otro camino... que ya no recuerdo. La música se fue perdiendo, pero el sentimiento de tristeza y vacío siguió conmigo. Sin saber cómo, alguien apagó las luces. Una pequeña chispa interrumpió la oscuridad... y yo encendía un cigarrillo.

A la memoria de Antonio