Letras
El Club de Charles Turner

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Aquella mañana descubrió una pequeña cicatriz en su cuerpo; una breve formación que comenzaba a evolucionar en su piel y a la que no dio tanta importancia. Se puso de pie y, sin perder tiempo, alcanzó a ducharse, tomar unos panecillos y luego emprender un rumbo a la oficina. Sabía (entre muy pocas cosas) que debía trabajar en un nuevo relato. Con mucho cuidado, se sentó en el pequeño ordenador, y mientras aproximaba unas líneas, sospechaba que asistía a un mundo paralelo, algo que no comprendía y que distraía su atención. Estaba seguro de que a cada letra se unían pensamientos que ni él mismo escuchaba. Por eso trataba de concentrarse más, aun cuando aseguraba que estaba en condiciones extrañas que lo llevaban a perseguir esa nube de ideas ocultas, que ni él mismo podía atrapar.

Por un momento reflexionó, movió la mirada a su alrededor como buscando un punto de reposo. Se decía, en voz muy baja, que escribir, en verdad, resultaría una tarea temeraria. Descubría —a medida que pasaban las horas— que sobre aquel fondo blanco sus letras se convertían en un conjunto de señales, desprovistas de un sentido útil. Acarició la idea de rectificar algunas líneas, aunque se sentía impotente para sumergirse en aquel torrente que significaba su verdadero propósito. Era un extraño desafío al que restaba, en ocasiones, su importancia. Apenas lograba calcar unos párrafos, quedaba mudo ante el fluido silencioso de aquellas ideas que para nada tenían que ver con su interés por la escritura.

Comenzó a ordenar sus escasos pensamientos, esbozos, figuras y rasgos con los que pretendía alcanzar unas líneas imaginarias que cruzaban por su cabeza. Logró, sin darse cuenta, plasmar algunos párrafos estériles, que no representaban en ningún caso sus verdaderos intereses. Afirmaba, en medio de su impotencia, que aquellas imágenes que escapaban de su cabeza no eran otra cosa que una fugaz masa de recuerdos, vagos y vaporosos. Decidió, a pesar de la espesa bruma que entraba por la ventana, adelantar unos pasos, y sumergirse en el bullicio de la ciudad.

Aquella mañana no se enteraría de las últimas noticias, sino hasta pasada la tarde. Observó que había menos gente a su alrededor. Y, cuando se disponía a condensar algunos párrafos, advirtió algunas cartas desconocidas que, sobre la pequeña mesa, se mostraban muy cercanas. Decidió echar una ojeada a las que consideraba más curiosas. Comenzó por una que atrajo más su atención, en donde se contaba de una antigua civilización ubicada en territorios ignotos. Se entretuvo más de un día entero imaginando aquellos detalles que catalogaba como inverosímiles.

A muy pocas horas descubrió algunos números que creía relacionados con alguna información. Y para sorpresa de sí mismo, conjeturó algunas aproximaciones. Primero, separó fechas y acontecimientos. Una de las mismas se refería a una extraña aparición, ocurrida en una casa situada en las afueras de la ciudad. Allí, al calor de un juego de naipes, se ejecutaba una macabra apuesta; a las primeras señales del sol, uno de sus miembros encontraría la muerte. Se trataba de un club de muy pocos seguidores, que alternaban sus noches en medio de tragos y conversaciones. Los requisitos para su ingreso eran muy pocos, pero muy obligantes.

El primer rasgo que se exigía era disponer de una fisonomía caucásica, disponer de una predilección por la física y la alquimia, y situar su nacimiento en un mes poco proclive a las lluvias. Luego se iniciaban en un extraño ritual, cargado de antiguas creencias, que restaban a los astros su importancia y se dedicaban a placeres efímeros. El sitio de reunión era una sala discreta, adornada con bustos y retratos. Y para colmar su rara conducta, se sumergían en degustar platos insólitos. Una vez, después de enumerar libros raros y antiguos, se consumieron preparaciones alcohólicas.

Cada miembro debía disponer de un seudónimo para las presentaciones. Por eso, él, Charles Archer, cambió su nombre por el de Lucian Turner, consecuencia de su pasión por la obra de este gran pintor inglés. Se consideraba a sí mismo como poseedor de un espíritu tormentoso, que veía reflejado en aquellos paisajes y naturalezas violentas, cargado de colores fuertes y audaces. A cada reunión se preparaba una conferencia, que en ocasiones duraba muchas horas. Lucian Turner se dedicó a estudiar viejos manuscritos que conservaba, y con los que esperaba sorprender a sus colegas en las reuniones del club.

Un día martes, cuando apenas se iniciaba la noche, penetró en aquella construcción con la esperanza de ganar adictos a su causa, que no era otra que la de inspirar, tan sólo con palabras, la verdadera proeza del genial pintor. Debía, eso sí, cuidar cada adjetivo y cada verbo, con la idea fija de forjar en la mente de sus oyentes cada pieza, cada obra del artista. Sería (y ese era su propósito) como construir a distancia, atravesando la fina capa de sus cuerpos, y grabar muy dentro aquellas imágenes que le fascinaban. Creía, fielmente, en la posibilidad de estimular la mente a través de un lenguaje sencillo.

Esa noche, después de quedar al calor de unos candelabros dorados, inició su ansiada conferencia. Comenzó tratando de describir los primeros trabajos del artista. Se detenía, con mucha intención, en las evocaciones del mar; precisando, con una maestría incuestionable, aquellos rasgos de un paisaje violento, donde creía encontrar el alma de cada persona. Acentuaba, con su estilo característico, cada pasaje plástico, logrando mantener con firmeza descripciones de un mar turbulento y lejano, que cobraba vida como el corazón mismo. Afirmaba, en cada frase, el relato colorista y telúrico de una naturaleza avasallante, propagando en el ambiente la tesis de dibujos inimaginables del espíritu, que quedaban reflejados en cada una de sus obras.

Recordaba que, entre sus primeras obras, se encontraba una extraña reminiscencia del paisaje, que obtuvo gracias a una alquimia que derivaba de anotaciones en sus cuadernos, como una forma de plasmar imágenes de su niñez y de su geografía natal. Y aseguró, tras tomar una breve taza de café, que fueron sus viajes los que deformaron aquellas intuiciones pictóricas que reflejaban una pasión sin límites. Sus lienzos, aquellas piezas que cuidaba con mucho celo, se convirtieron en objeto de adoración y en instrumento para calcar el pasado.

Afirmó, para sorpresa de sus oyentes, que existía una copia legítima de estas obras en un viejo café de Praga; el Rudolfinum, un local de comidas y bebidas incrustado en severas fórmulas arquitectónicas renacentistas. Creía fielmente en una teoría acerca de un amigo del pintor que traficaba café de contrabando, traído de tierras americanas. Una tarde, en primavera, alcanzó a desplegar sobre la barra un lienzo que consideraba la obra más prometedora del artista, debido a su estudio pormenorizado del paisaje y los planos, y que además contenía, de manera muy evidente, esbozos de una cosmogonía particular.

El extraño visitante llegó a pronunciar aseveraciones que relacionaban un viaje secreto del artista a la ciudad de Praga. Y que, instalado en una antigua hostelería, se dedicó a concebir una obra maestra. Se encontraba en un estado casi de hipnosis, y aunque manifestaba una jaqueca severa pudo concluir su propio encargo. El resultado estaba a la vista, y el dueño de la cafetería, luego de fruncir el ceño, se quedó mirando la extraña proeza; aquellas líneas visibles que surcaban la pequeña y gran obra. Alguien, en medio de la tertulia, aseguraba que se veía, entre el dibujo difuso, el rostro de una dama.

Y el extraño visitante aclaró que fue por petición del artista que esta obra se conservara, y que no llegara a ningún museo o galería. Se le vio, durante noches, caminar entre pronunciadas baldosas, sumergido en una fiebre, mientras cargaba sus lienzos y se detenía a tomar brebajes para su salud. Consideraba, y esto era parte de su teoría, que el autor, debido a su interés por una obra póstuma de mayor envergadura, y su idea de un trabajo digno que no fuese afectado por la crítica. Creía que la crítica contaminaba las obras.

Exploró, con gran sabiduría, aciertos de unos esbozos para comprender rasgos de la materia y los colores, a los cuales les asignaba propiedades insólitas que lograba plasmar en borrosos diseños. Aseguraba, en medio de su conferencia, que lejos de materializar propósitos de sus seguidores lo único que lograba era dispersar figuras y asomos de una cruenta realidad; algunas personas de la audiencia encontraron que su teoría debía cobrar vida a medida que se encontraran nuevas señales en las visitas misteriosas que el artista realizó al café Blatouch, ubicado en Vezenska; una zona donde el invierno agota pequeñas flores que cuelgan en los balcones del edificio.

Suponía (y eso se deducía de sus propias palabras) que una noche, urgido por la necesidad de un sorbo de café, atravesó la estrecha calle, como tratando de disolverse en medio de los transeúntes, y sin perder tiempo penetró en un pequeño hostal; traía algunas ideas en la cabeza. Luego de pedir la carta, se quedó mirando a unos comensales que se encontraban cerca; su aspecto le llamó la atención. Miró, de lejos, un reloj de madera en un rincón, adornado de formas imprecisas que culminaban en arabescos, que suponía labrados a mano, aun cuando evidenciaban un desgaste muy pronunciado.

Elaboró, para sorpresa de muchos, una teoría muy complicada, basada en recuerdos efímeros e imágenes difusas. Según, el joven Turner padecía de desvelos, y a falta de sueño sufría de una realidad cada vez más complicada. Resaltaba que cada cuadro era consecuencia de telúricas imprecisiones, que plasmaba con una exactitud maravillosa. Así, por ejemplo, en “El naufragio”, cada espesa masa incolora reflejaba la turbulencia de su mente, que calca y que deja grabada, con una grandiosidad pasmosa, cantidades de agua que manifiestan una inconformidad, una pretérita ilusión de la realidad que buscaba grabar la mente.

Es más, en medio de aquella disertación, afirmaba que cada sospecha acerca de los colores, como algo innecesario en algunos lienzos, se debía a su creencia en la fuerza de sus pensamientos. Sin pensarlo, caminó por la discreta biblioteca tratando de encontrar algún volumen que reforzara sus palabras. Escogió, de pronto, un viejo tratado acerca del cielo y la imaginación, que contenía grabados y figuras que resultaron prohibidas durante la Inquisición. Les leyó, con lentitud, el “Liber Studiorum”, una publicación del siglo diecinueve que contenía grabados del artista, y que adelantaba premisas acerca de la perspectiva, algo que dominaba y que desarrolló en sus clases en la Royal Academia.

Según él, Charles Archer, el pintor sufría de algún tipo de represión, y eso convertía a sus cuadros en expresiones de una insatisfacción que dejaba muy al descubierto su parte romántica, la cual calcaba en sus acuarelas, donde quedaba afirmado su espíritu confuso, donde el paisaje se ofrecía bastante crudo, y que debía considerarse como una propuesta de sus sentimientos turbulentos. Arturo Grimm, oyente, se levantó para advertir que la teoría era casi una pieza perfecta, salvo por la falta del nombre de una mujer a la que éste consideró como su fiel deseo, su paraíso predestinado.

Claudia Marai, ese era su nombre; una delicada dama que anduvo por las callejuelas londinenses, y con la que llenaba cantidades incalculables de cuadernos, aproximando dibujos que, una vez concluidos, mostraba con cierto temor. Ella era la autora de cada detalle de su vida, y aunque no parecía cierto, tan sólo bastaba mirar sus óleos y algunas imágenes traídas de Italia. Una noche de diciembre, tras haber asistido a una taberna, se declara incompetente ante la vida y prueba un sorbo de veneno, y se le encuentra muerto en su vieja casa.

Su muerte fue considerada como algo normal, pero en realidad obedeció a su imposibilidad de alcanzar su máximo sueño. Es más, se guardó una carta en la que se aseguraba que un descendiente suyo, a quien no le fue confiado su oculto parentesco, sería el autorizado para indagar en aquellas premoniciones pictóricas, acuarelas, óleos y dibujos en los que dejó su más grande anhelo. Arturo Grimm conocía muy de cerca la historia, y ese escogido no era otro que el propio Charles Turner.

Al terminar su intervención, el conferencista, Charles Turner, se quedó pensando. Con cierta improvisación recogió sus libros y, sin despedirse, cruzó el ancho umbral de la sala. Unos días después, lo encontraron muerto junto al río. Tan sólo dejó una breve esquela en la que aceptaba su destino, ahora que el verdadero sentido de su obra estaba difundido. Arturo Grimm fue a su sepelio y pidió no se leyera ninguna palabra, tal como lo había predicho el propio artista Turner, en una carta póstuma que luego se quemaría en la pila bautismal de la Catedral de Saint Paul, ahora cubierta por una neblina y un inmenso aguacero.