Artículos y reportajes
Un buen boxeador

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Ilustración: Antar Dayal“La Patria es una mujer y él regresó para amarla
contra los que se desviven tan sólo por disfrutarla
y en vez de darle caricias lo que hacen es manosearla”.

Alí Primera.

La miseria por sí misma, a mi juicio, no produce delincuentes.
Muchos grandes seres han salido de ahí.

Desde hace tiempo perdí el fanatismo por el boxeo, quizás por eso actualmente dudo si vi alguna vez combatiendo en el ring al hombre de puños al que el diablo acaba de dar soberano revolcón.

Mi gusto por las peleas se quedó en la época de Antonio Gómez, Alfredo Marcano, Betulio González, Leonel Hernández, Cassius Clay, e incluso hasta los estertores pugilísticos de quien fuera considerado por muchos el mejor boxeador de todos los tiempos —en dura lid con el gran Alí—: Ray “Sugar” Leonard.

Alguien que me vea hoy, sentado la mayor parte del día frente a una computadora, con escasa disciplina gimnástica y poco dado a las tan recomendadas caminatas para la salud, dudaría que en mis días de niño y parte de adolescente mi pasión por el boxeo llegó al extremo de practicarlo, y salvando ciertas limitaciones de potencia física, de hacerlo aceptablemente, en lo que respecta básicamente a las técnicas defensivas: aunque lograba conectar también unos que otros jabs, uppers o ganchos.

La verdad, en aquel tiempo, el deporte era una actividad que copaba gran parte de mis horas. Lo mío era, fuera de la pintura y la música, un guante, una pelota, un balón de fútbol, una raqueta de ping pong, un tablero de ajedrez, y muchas veces, con un hermano cómplice o unos amigos entusiastas, unos trapos amarrados en las manos para amortiguar sobre el cuerpo de cualquier adversario nuestras ganas de sentir la victoria a través de un puño noqueador.

Llevé mis buenas manos, pero también sentí, a pesar de mi categoría pesada, la satisfacción de esquivar con ágiles quiebres de cintura, o con oportunos desplazamientos de torso, cuello y cabeza, potenciales golpes de mis contendientes. Gocé la improvisación, dada la dinámica de los combates boxísticos, de estrategias de ataque que en muchos casos culminaron en un balance favorable a mí, de cara a los zagaletones que fungían de jueces en aquellas peleas de muchachos que organizábamos en cualquier sala de casa abandonada, inspirados por las gestas del Morocho Hernández, Morochito Rodríguez, Lumumba Estaba, Fulgencio Obelmejías, Rafael Pantoño Oronó, Vicente Paúl Rondón o cualquier otro venezolano que buscase, en medio muchas veces de la miseria más abyecta, fortuna y/o caminos dignos en el rudo deporte de gran público, luces, réferis, cuerdas, campanas y cuadrilátero.

Pero las circunstancias que me trajeron a mi situación existencial actual, en la que casi todo el tiempo se me va en sobrevivir, demarcaron un alejamiento de todo aquel fuego deportivo del principio y me confinaron a una actitud de apatía que no sólo cubre la parafernalia boxística, sino que se llevó por los cachos también al cabezazo sobre la red de alguna arquería, al swing jonroneador, al mate sobre el verde tablero del ping pong, al enroque y al jaque pastor.

Nunca, eso sí, me pasó por la cabeza dedicarme profesionalmente al boxeo. Las garras de las artes y los oficios visuales me atenazaron de tal forma que a pesar de lo vapuleados que mis ojos llegan a la cama, todavía no he podido soltarme; por más que me rebusque algunos ratos de práctica guitarrística, con la ilusión de llegar algún día a llenar el carrito del supermercado con el producto de un par de sets de canciones en un sitio agradable donde la gente se complazca oyendo a un Pablo no siempre afinado y en tono.

Pero si yo me hubiera dedicado al boxeo, no tengo ninguna duda de que hubiera intentado obstinadamente ser el mejor. Nadie, creo yo, abraza semejante profesión con la predisposición de perder, lograr decisiones divididas o empates; sino lograr triunfos contundentes.

Y ser el mejor, de acuerdo a mi forma de verlo, es aplicarse, ataviado de su carga de fuerza y talento, a un estudio tenaz de la técnica boxística y a una preparación física, intelectual y espiritual profunda; como debe hacerse en cualquier área profesional que uno escoja. Porque el sentido de la vida, diría yo si me preguntan, es trascender el tiempo que nos toque, empeñados indeclinablemente en lograr la mayor cantidad de aprendizaje con la finalidad de ser rendidor para cualquier empresa que uno acometa, en el área laboral, sí, pero sobre todo en el área social, porque es disparatado y al mismo tiempo inútil lograr avances académicos, artísticos, políticos o deportivos, mientras nuestra vida social, nuestra proyección cotidiana hacia el resto de nuestros congéneres, carece de virtudes que enaltezcan al individuo en particular y al conglomerado humano en general.

Puedo ver hoy la vida como un gran combate en el que, como decía Carlitos González, el juego no termina hasta que se saca el último out, por aquello de que “yo las he visto más feas y se han casado”. Y si se trata de una vida larga, mayores razones para la aplicación de todos esos valores que nos vienen desde el principio de los tiempos y que repelen los embates de la fatalidad forjando en nosotros una personalidad de carácter; para ser talentosos, pero también honestos y justos: la paciencia, la tolerancia, la perseverancia, la humildad, la confianza, la mansedumbre, etc.

Sólo así, futuro psiquiatra, sólo así, futuro boxeador, sólo así, futuro presidente, obrero, médico, ingeniero, panadero, tornero, intelectual, heladero, buhonero, escritor, etc., podremos concluir los años con una faja y una corona de campeón merecidas.

Porque si algo demuestra el actual caso de la INDEFENSA mujer torturada y asesinada por su esposo boxeador, es que Bolívar, nuestro Libertador, era un hombre muy sabio, y que no nos queda sino remarcar con él estas palabras: el talento sin probidad es un azote.