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La lectura de los libros del apátrida y lúcido Gregor von Rezzori lleva a meditar sobre la cultura fascista de entreguerras, sobre los instruidos a los que arrastra la marea. El mismo Heidegger se dejó un bigotito hitleriano y dijo grandes barbaridades. Las vinculaciones con los malos se han considerado a veces episodios desafortunados, un flirt fugaz e irrelevante. El filósofo español Sacristán, antes de escribir la Introducción a la lógica y el análisis formal, cantaba “volverá a reír la primavera, que por cielo, tierra y mar espera...”, y montaba unos cirios tremendos en los cines que se atrevían a proyectar películas antinazis. “Fue cosa del destino” se ha dicho para quitarle hierro al asunto. Heidegger y Grass (conciencia moral crítica de su tiempo) ocultaron su pasado con gran habilidad. Pensemos en Hamsun, Montherlant, D’Annunzio, Pirandello, Azorín, Morand, Foix, Malaparte... En Eliade, Ionesco, Anton Webern. ¿La fuerza hipnótica de las grandes ideas de que hablaba Vasili Grossman? Cioran, el de las cejas espesas, odiaba a los judíos, los húngaros y los gitanos; creyó en Hitler. Roosevelt antes de ser presidente propuso que se redujera el número de judíos en la universidad. Y Churchill elogió en la prensa a Mussolini, seducido por “su porte amable y sencillo” y “su actitud serena e imparcial”. Hitler era alguien “competente, sereno y bien informado” y además “de sonrisa encantadora”. En cambio Trotsky “era judío. Seguía siendo un judío. Era imposible no tener en cuenta este detalle”. Eliot alude a los judíos despectivamente como “esa gente”.

Drieu es un caso curioso. Publica poemas en Littérature. Está orgulloso de ello pero no se identifica con la revista. Nada de lo que sueltan los surrealistas le interesa. Tiene gustos más refinados, otros intereses estéticos. Rechaza las tentativas de Action Française de incluirlo en sus filas: sólo se deja querer. No es gregario, no se ve como un activista, las masas le ponen los pelos de punta. Lo que le gusta son los espacios vacíos, los bosques y playas solitarias. Piensa que no han traído nada bueno las izquierdas republicanas ni el rancio nacionalismo de la derecha. No está ni con unos ni con otros, va errando entre diferentes opiniones. Es incapaz de unirse a cualquier facción sin sentirse impelido a hacerlo, a la vez, con su contraria. Siempre insatisfecho, acaba en el Partido Popular Francés, en el que tampoco se siente cómodo: aguanta poco. Es amigo personal de líderes marxistas. Estaría de acuerdo con Kundera: “Nada más idiota que sacrificar una amistad por la política”. Protegió a Sartre, que no le corresponderá. Se metía con los judíos pero les ayudaba, apoyó a los nazis pero llamaba idiota al Führer. El histrionismo del Duce le repugnaba. Buscaban su compañía Malraux, Ortega, Borges, Gallimard (jugó con dos barajas durante la ocupación, como Grasset). Su agitada vida sentimental le llevaba a la dispersión. Iba a las fiestas de la alta sociedad, vivía “la extenuante vida de los ociosos”. Es un enamorado del lujo pero se siente bien en la austeridad.

Incita a la rebelión contra el enfermo parlamentarismo. Escribe contra el materialismo, el productivismo y la pérdida de la tradición, en pro del gobierno de una élite vigorizadora, de una Europa unida. Publica un ingenuo Socialisme fasciste. Sólo ve el aspecto romántico, estético del ascenso nazi. Dirige durante la ocupación la NRF: le criticaban muchos que querían aparecer en ella. En realidad la resistencia cultural por esos lares fue muy relativa. Aragón y Troilet publicaban en la misma editorial de Céline. Sacha Guitry confraternizaba con los alemanes. Cocteau (y Marais) era el maestro de ceremonias de un restaurante lleno de cruces gamadas, al que acudían Milhaud y otros músicos. Chavalier (“París debe seguir siendo París”) y Trenet cantaban moviendo el canotié ante la Gestapo. Mistinguett bailaba en lugares a los que no podían entrar los judíos. Para no hablar de algunos fauvistas... Al desembarcar las fuerzas aliadas en las costas salieron, claro, de debajo de las piedras demócratas puros que iban a por Drieu, los miedosos se transformaron en valientes. Aragón se convirtió en el Robespierre de la depuración. El fiel Malraux, sin embargo, defendió su honestidad. Pudo huir a Suiza y no lo hizo. El embajador de España Lequerica le ofreció un visado pero no lo aceptó: los primeros falangistas, con los que se entendía, habían muerto. Quiso ahorrar el trabajo a los que tenían tantas ganas de acabar con él. Lo consiguió al cuarto intento...

Sus novelas tampoco tuvieron éxito. Gustaban más fuera de Francia gracias a Thomas Mann o Bertrand Russell, que apreciaron su valor. El fuego fatuo es memorable. Y también la versión de Louis Malle, con Maurice Ronet haciendo de persona demasiado lúcida que bebe y se droga porque se aburre de esperar, que es “incapaz de retener a las personas”, que recorre París en busca de amigos que le dejan la sensación de que no encaja en ninguna parte... Impresiona la secuencia final, con música de Satie. La película conmocionó al cineasta maldito Iván Zulueta y al autor, ya casi bendito, de este artículo.