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Condenados a la eternidad: George Orson Welles
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Si nos fuera permitido utilizar libremente la metafísica de Schopenhauer podríamos decir que hubo un tiempo en que los hombres éramos los sujetos de conocimiento del mundo, éste necesariamente el objeto y el cine, su representación. Tal estado de cosas debió durar unos treinta años, entre 1945 y 1975, coincidiendo con la transformación en el imaginario popular de la figura del director de películas. El estereotipo que de él se hacía en otras películas, en dibujos animados y en las caricaturas de las revistas de prodigiosa tirada en aquellos años se transformó en el artista casi absolutamente responsable de la creación; el señor irascible y autoritario de monóculo y breeches con duro e inevitable acento centroeuropeo (entrañable figuración de Otto Preminger y Erich von Stroheim) se transformó en el intelectual con pátina de genio. Antes de que los periodistas de Cahiers du Cinéma propusieran e impusieran el concepto, éste solitariamente se había formado a imagen y semejanza de George Orson Welles.

Se dice de él que fue niño prodigio, se dice que de adolescente recorría los pueblos de la rústica Irlanda haciéndose pasar por un famoso actor yanqui, se dice que en España fue torero con el mote de El Americano. Se sabe que a los dieciséis años comenzó a viajar por el mundo, que a los diecisiete ya era un respetado director de teatro y que a los veintiuno adaptó Macbeth en una puesta revolucionaria ambientada en Haití y representada por actores negros.

Se cree que gozó de más y mejores oportunidades que ningún artista de su tiempo, se cree que tenía un carácter extravagante y anárquico que le impedía llevar a cabo sus innumerables proyectos, se cree que era un hombre distanciado y frío de los gustos populares. Se ignora que fue un trabajador titánico, que luchó como nadie para edificar un arte genuinamente estadounidense y popular, y que hubiera trocado gustoso su bien ganado prestigio de polígrafo por un suceso cinematográfico capaz de contentar a los críticos y a los públicos masivos.

Como de cualquier hombre nacido de mujer, podríamos resumir la peripecia de Welles en ese puñado de prejuicios que reservamos para los demás: se dice, se cree, se sabe, se ignora. Pero, son pocos los creadores que han hecho de estos matices personales una arista común aplicable a todos los miembros de la sociedad. Por eso, al aproximarnos hoy a una figura de su talla son muchas las formas de abordarla que se nos presentan: desde cualquiera que lo hagamos, necesariamente fracasaremos en la composición de un retrato cabal, como él mismo lo postuló en Citizen Kane: no somos capaces de conocernos ni de conocer a otros. Pero existen aspectos de la vida de un hombre que permiten comprender siquiera algunas de sus circunstancias de modo de poder establecer un rol de jerarquías. Lo que pretendo decir es que no fueron sus lógicos defectos los que obstaculizaron su carrera de artista mayúsculo. No fue porque Welles fuera mujeriego, bebedor y manirroto que se malogró su idea de un arte accesible y exigente para las mayorías. Me parece, en suma, que su caída no fue inocente, ni aislada, ni casual.

Orson Welles es un símbolo del cinematógrafo, la forma que dio identidad artística al siglo que pasó y que comparte con su pariente la fotografía la ascendencia en la máquina, que a su vez define como nada al siglo XIX en que nacieron. Sólo por eso es que hablaremos de su obra en ese campo, pero sin olvidar que fue un actor genial, el descubridor del poder de los medios de comunicación masiva y el creador de la radio moderna, un director de teatro notable y el más imaginativo de los adaptadores de cualquier género.

Orson WellesEl 11 de noviembre de 1937, cuando subió a escena César, adaptación de Julio César de William Shakespeare a la actualidad política de entonces, fue cuando empezó todo. Con actores vestidos a la manera contemporánea y claras alusiones al fascismo, como el saludo romano y las leyes racistas de Núremberg, la primera producción del Teatro Mercury creado por el joven Welles y John Houseman conmovió al ambiente teatral y se convirtió en un éxito de público tan grande que sus detractores y apologistas se contaban por igual en todos los ámbitos de Nueva York. La popularidad de Welles, que ya era conocido por sus trabajos en la radio desde 1934, creció notablemente. Pero ese suceso no fue nada comparado con el escándalo que dio a la nación y al mundo el 30 de octubre de 1938, noche de Halloween memorable por motivos artísticos, sí, pero más aun por sus repercusiones sociales y políticas.

Después de tragarse Austria, después de la capitulación de Inglaterra y Francia en la conferencia de Múnich, Hitler había entrado en Checoslovaquia el 1 de octubre de ese año. Las democracias occidentales no veían o no querían ver, y para el ciudadano medio de los Estados Unidos, afectado todavía por los efectos de la Gran Depresión, la cuestión europea era algo lejano y ajeno. Pero el miedo instalado por la crisis económica y alimentado por los rumores de guerra estalló esa noche llevando a millones de personas a creer lo que un programa de radio les decía: los marcianos invadían la Tierra, los marcianos habían aterrizado en Nueva Jersey y ellos se enteraban de los horribles sucesos por los reportes de un periodista destacado en la imaginaria granja de Grover’s Mill. El crescendo dramático y el ingenioso montaje de la adaptación de la novela de Herbert Wells como si fuera una emisión ordinaria, no parecen elementos suficientes para explicar el pánico y la histeria colectiva. El genio de Welles había puesto de manifiesto —¿voluntariamente?— que la credulidad de las masas era fácil y peligrosamente manipulable por el poder si tenía apenas un toque de barniz de autoridad institucional. Lo que Goebbels había hecho en Alemania en una dictadura también había sido posible en una sociedad supuestamente informada y libre. Este descubrimiento asombró y asustó. Ningún medio de comunicación masiva, inventado o por inventarse, podrá llamarse libre de la impronta de aquella noche en que un joven de 23 años abrió la caja de los truenos y de los vientos.

Lo que siguió es conocido. La RKO, el más pequeño de los grandes estudios, le dio a Welles el contrato con mayor libertad para un artista en la historia de la industria como actor, escritor, director y productor. Con ímpetu renovador el recién llegado se dio a una tarea nunca vista de codificación y renovación de los medios expresivos del cine, e hizo historia una vez más con su inaugural Citizen Kane, estrenada el 1 de mayo de 1940. El expresionismo traído a los Estados Unidos por Josef von Sternberg y Fritz Lang, la fluidez de cámara de otro gran maestro alemán, Wilhelm Murnau, el clasicismo americano de Griffith para el desarrollo de relato, la utilización sistemática del plano secuencia de Wyler revitalizado por la dimensión sonora y la iluminación intencionada y puesta al servicio de la generación de climas se cuentan entre los méritos de esta película, la que más vocaciones cinematográficas despertó, según François Truffaut.

Contra lo que se cree, Citizen Kane fue recibida como una obra maestra y no perdió dinero. Pero los dolores de cabeza que le dio al estudio, la ojeriza de William Randolph Hearst, el boicot de la prensa de este magnate y la envidia generalizada del ambiente que le retaceó los premios de la Academia, contribuyeron a que desde ese momento el nombre de Welles se asociara al escándalo y al fracaso.

El contrato del realizador fue revisado para su siguiente proyecto, y The Magnificent Ambersons, adaptación de la novela de Booth Tarkington, llevada a la pantalla en 1942, resultó obra maestra cruelmente mutilada. En ella, Welles hace ganar en funcionalidad su formidable potencia expresiva para exponer la decadencia de las familias tradicionales del país ante el empuje de los industriales, en este caso del automotor. Aquí resulta nuevamente memorable el empleo de los efectos sonoros en función dramática, como en la secuencia del interior de la mansión Amberson, en la que valiéndose de la grúa, la luz y los desplazamientos del micrófono, consigue una síntesis admirable de cinematografía y dramaturgia.

Algunas secuencias de Journey Into Fear, suscripta en 1943 por Norman Foster, evidencian la mano del maestro, que a pedido de Franklin Roosevelt había viajado el año anterior a Brasil y México para hacer un documental que cimentara la “política de buena vecindad” inaugurada por la Casa Blanca en tiempo de guerra para la América Latina. Nuestro país, neutral en el conflicto, quedó fuera de la agenda de Orson Welles, quien sin embargo viajó a Buenos Aires en abril de 1942 para asistir a la ceremonia de entrega de premios de la Academias de Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina. No tengo noticia de registros fílmicos —que debió haberlos— de su visita. Una foto lo muestra junto a Alberto de Zavalía en una fiesta, oyendo cantar con ligero fastidio en su homenaje a Libertad Lamarque. Entre nosotros fue a comer a La Estancia, recibió un galardón por Citizen Kane y sufrió el acoso juguetón de Ángel Magaña, que le palmeó el culo en la boîte “Gong” para ganarle una apuesta a una chica. Estaba en el apogeo de su fama y, según recuerda el crítico Raimundo Calcagno (Calki), era un hombre irónico y despreciativo, atildado, pulcro, un verdadero angelote rubio de Raffaello Sanzio. Y baste con lo dicho para esta, no sé si oportuna, digresión.

It’s all true (1942), ligada a los avatares de la política, se fue de madre en tiempo y presupuesto. Los enemigos de Welles atribuyeron los tropiezos a sus aventuras amorosas, a su afición a las fiestas de Río y a la desmesura de sus planes. Lo cierto es que por la causa que fuere se malogró un proyecto de cine documental cuya repercusión para la cinematografía latinoamericana hubiera sido similar a la producida por Eisenstein en México la década anterior.

En 1946, en otro mundo, y tal vez para demostrarle a la industria su buena voluntad, dirigió un guión de su amigo John Huston: The Stranger. Aunque tal vez sea un filme menor, deben reconocérsele dos méritos por lo menos: mostró por primera vez un documental de un campo de concentración nazi en un filme comercial y fue en lo formal el campo de experimentación del contrapunto visual entre impresionismo y expresionismo frustrado por la incomprensión de los productores, y que alcanzaría realización plena veinte años más tarde en Chimes at Midnight. La película ganó mucho dinero, lo que permitió a Welles volver a dirigir con gran presupuestos y una estrella como protagonista, su entonces mujer Rita Hayworth. The Lady from Shanghai ha quedado como uno de los mejores filmes negros de Hollywood, a pesar de haber sufrido una poda brutal. Estrenada en 1948, fue un fracaso y algunos le atribuyen la culpa del ocaso de Rita Hayworth, a pesar de haber sido elegida para el papel por Harry Cohn, uno de los hombres más poderosos y respetados de la industria.

De los millonesque tuvoen The Lady from Shanghai pasó a contar los centavos en Macbeth, película de setenta y cinco mil dólares de la que le quitaron el control artístico y lo obligaron a cortar dos rollos; sin embargo, con lo hecho se las ingenió para plantear el tema fascinante de la pugna entre la vieja religión druídica y el cristianismo triunfante en las islas británicas. Para Orson Welles se hizo evidente que su carrera en Hollywood había terminado, por lo menos por el momento, así que decidió expatriarse.

Una vez en Europa, puso su enorme prestigio de actor al servicio de quien se lo pidiera, para poder vivir y para juntar dinero para sus proyectos teatrales, discográficos, radiofónicos y cinematográficos. Como aquí nos interesan especialmente estos últimos, nuestra próxima estación es Othello (1952), que bien pudiera asimilarse a una representación de la Pasión del artista. Dos años entre Marruecos, Francia y cinco lugares de Italia, filmando cuando podía o improvisando con genio y audacia, como en la famosa secuencia en el baño turco por carecer de dinero para trasladar los trajes, son algunas de las dificultades que tuvo que vencer para dar cima a su retrato barroco y fascinante de la tragedia del moro. Italianos, franceses y norteamericanos le negaron certificado de nacionalidad a la película, que tuvo que ser presentada en Cannes como producción marroquí. Sobreponiéndose a las limitaciones, ganó la Palma de Oro.

Orson WellesSin tiempo para celebraciones, Welles comenzó otro penoso periplo en procura de financistas para Mr. Arkadin (1955), rodada en varios lugares de España, Múnich, París y Roma. Los productores le quitan una vez más el derecho a editarla, y con lo que queda apenas podemos vislumbrar lo que hubiera sido esta reescritura de Citizen Kane en la que pretendió reeditar el éxito de su Harry Lime, aclamado en The Third Man (1949) de Carol Reed. Con todo, la fábula del escorpión y la rana, que Arkadin cuenta en el filme, se transformó en un clásico citado desde entonces en todos los planos de la intertextualidad cinematográfica.

Un dichoso malentendido permitió el regreso de nuestro homenajeado a la industria, en lo que sería la última de sus incursiones hollywoodenses. El asunto fue así. Welles había aceptado un papel en un proyecto para el que los productores querían a una figura que asegurara el éxito de taquilla. Entonces vieron a Charlton Heston, le preguntaron si quería intervenir y le dijeron que contaban con Welles; Heston contestó que trabajaría en cualquier cosa que dirigiera Orson Welles. El estudio, para, nada lerdo, le ofreció la dirección a Orson, pero sin pagarle más que su convenido salario de actor, cosa que él aceptó con la condición de poder reescribir el guión. El resultado fue Touch of Evil (1958), relato de corte policial sólo en el tono, pero que en realidad constituye una profunda reflexión sobre el abuso del poder.

El revolucionario tratamiento plástico de la obra fue una vez más arruinado por los productores, que entorpecieron con los títulos una de las secuencias más brillantes de la historia del cine, cortaron otras y agregaron escenas que oscurecieron la historia. Con todo, presentada en el célebre Festival de Bruselas que eligió paralelamente a las doce mejores realizaciones de todos los tiempos, Touch of Evil se alzó con el premio, lo que no evitó el despido del directivo que la envió a la competencia, ni que Welles nunca volviera a dirigir en su país. Puede decirse que fue una desgracia con suerte, ya que en los años noventa el filme fue restaurado y hoy podemos disfrutarlo casi como lo concibió su creador. Es el ejercicio de expresionismo más funcional y estilizado que se haya hecho jamás, tan distante de los decorados pintados de luz de Caligari como de algunos excesos de Citizen Kane.

Desde esa fecha hasta 1962, el director desempeñó algunas de las cinco mil veintiocho interpretaciones que se le han contado para cine, radio, teatro y televisión, y escribió centenares de proyectos para todos esos campos, la mayoría fallidos por falta de dinero. Pero a fines de aquel annus mirabilis dio a conocer Le procés, osada y espléndida transposición fílmica de la novela de Franz Kafka en la que lleva hasta las últimas consecuencias sus preocupaciones acerca de la hipertrofia del Estado y su avance sobre las libertades del individuo.

A pesar de haber demostrado una y otra vez, en las condiciones más adversas y precarias, su excepcional calidad de autor de filmes, Welles sólo pudo terminar su siguiente película, Chimes at Midnight (1965), tras dos años de lucha contra la escasez de medios de la raquítica industria cinematográfica española, aprovechando desechos tales como el vestuario utilizado en El Cid (1961) de Anthony Mann. Haciendo de la necesidad virtud, este atrevido montaje de varias obras de Shakespeare (Enrique IV, Enrique V, Ricardo III y Las alegres comadres de Windsor) y de las Crónicas de Inglaterra de Raphael Holinshed, centrado en la figura de sir John Falstaff, supuso el cierre de su trilogía shakesperiana y la culminación de los preceptos estéticos que animaban a su realizador desde hacía un cuarto de siglo. Su composición de Falstaff es una cumbre de la actuación, mientras la puesta al día del drama isabelino —vital, desprolijo, sucio— nos muestra por primera vez una época en toda la variedad de su esplendor y miseria. Las escenas de batalla sólo pueden parangonarse con las de Alexander Nevsky (1938), de Serguei Eisenstein. Nunca habían sido tan próximos los dos grandes genios de la cinematografía mundial.

En 1968 la televisión francesa le encomendó un proyecto que resultó el primer trabajo de Welles en colores. Una histoire inmortelle es un filme plenamente logrado, con cabal conciencia del medio para el que fue concebido, lo que se nota en el tratamiento del color, la trama intimista y el contenido montaje adecuado a las proporciones de la pantalla chica. Welles ensaya contemporáneamente las mismas soluciones que habían intentado para el medio en expansión Roberto Rossellini y Jean Luc Godard. Haber revelado las posibilidades cinematográficas de la escritora danesa Isak Dinesen no es el menor de los méritos de este telefilme, y así lo atestiguarían en su oportunidad los éxitos de África mía (1985) y La fiesta de Babette (1987).

La última obra estrenada de Welles en los cines es F for Fake, de 1973. En este documental revolucionario y fraguado se expone la diferencia que separa la mentira del engaño, partiendo de la falsificación de las obras de arte. Mentir para entretener, dice Welles, es la esencia del arte de todos los tiempos, desde que el primer hombre exageró una hazaña ante sus semejantes frente al fuego. El engaño, en cambio, busca sojuzgar al otro para dominar su voluntad. Woody Allen, en Zelig (1983), aprovechó estas enseñanzas con sabiduría y humor, y el recurso volvió a cautivar a las nuevas generaciones en 1999 con The Blair Witch Project. En 1980 hizo para la televisión alemana Filming ‘Othello’, tal vez una auto-reivindicación de la experiencia fallida de It’s All True. Lo que queda, inacabado o inédito, lo dejamos para el final.

Orson Welles¿Cuál fue la causa del caída en desgracia de Orson Welles? ¿Por qué la industria cinematográfica más poderosa del mundo despreció un talento como el suyo? Creemos que la respuesta a estos interrogantes debe prescindir, como dijimos antes, de las simplificaciones y las cuestiones puramente personales. No se debe olvidar que Welles apoyó explícitamente a la República española, que fue uno de los animadores del Teatro Federal, proyecto gubernamental para ayudar a los trabajadores desocupados del sector a causa de la Depresión y que hizo campaña política para Franklin Delano Roosevelt, llegando hasta a escribir sus discursos. Estas cosas no pasaban inadvertidas para Edgar Hoover, mandamás del FBI, que en fecha tan temprana como abril de 1941 dirigió este memorando al ayudante del fiscal general: “Orson Welles está asociado con las siguientes organizaciones de las que se dice tienen orientación comunista: Comité Cultural Negro, Plan de Padres Forester para los Niños de la Guerra, Oficina Médica y Comité Norteamericano de Ayuda a la Democracia Española, Comité de Artes Escénicas, Comité de Actores Cinematográficos, Comité de Coordinación para Levantar el Embargo, Nuevas Masas, Fórum de la Gente, Fondo Mundial de la Librería de los Trabajadores, Liga de Escritores Americanos, Unión de Estudiantes Americanos”.

La serpiente había puesto su huevo en 1938, cuando un grupo de parlamentarios conservadores, tanto demócratas como republicanos, fundaron la Comisión de Actividades Antinorteamericanas, de triste notoriedad en las décadas siguientes. Entretanto, como Hitler había invadido la Unión Soviética el 22 de junio de 1941, ese país fue incluido en la Ley de Préstamo y Arriendo de los aliados de los Estados Unidos: las simpatías hacia el pueblo ruso se multiplicaban. Pero el 31 de enero de 1943 el mariscal Paulus se rinde en Stalingrado y el Ejército Rojo inicia su marcha hacia Berlín. Aquella simpatía comienza a evaporarse, y la tensión aumentará de manera crítica a partir de la muerte del presidente Roosevelt el 12 de abril de 1945. El negocio del cine se puso en guardia para evitar problemas y desperdicios. El ejemplo más claro lo constituye The North Star, dirigida en 1943 por Lewis Milestone, y escrita por la notoria comunista Lillian Hellman, concebida como propaganda a favor del aliado soviético. En 1957 se reestrenó con otro título: Armored Attack, en el que se borraba toda alusión a la agresión nazi, se intercalaban tomas de la revuelta húngara de 1956 y el pueblo invadido se convertía en pueblo traicionado por sus líderes. De su duración original de 103 minutos quedaron setenta y seis.

Es altamente sugestivo que Welles, desde 1942, no pudiera dirigir hasta la terminación de la guerra, por lo que no parece aventurado afirmar que la derrota del “New Deal”, el proyecto político más progresista y tolerante de la historia de los Estados Unidos, que sacó al país de la crisis defendiendo a los más pobres y libró una guerra justa, arrastró en su caída no sólo a Welles, sino a toda una corriente de pensamiento y a una postura moral ante lo que debe entenderse por arte popular. Charles Chaplin, Jules Dassin, Joseph Losey, Herbert Biberman, Fritz Lang, John Huston, Carl Foreman y Bertolt Brecht, entre muchos, eligieron o debieron abandonar los Estados Unidos. Otros sufrieron la persecución interna hasta la cárcel o la muerte, como es el caso del actor John Garfield, a quien se ultrajó indecentemente declarando que había muerto en vísperas de colaborar con el maccarthismo.

Entre las muchas obras inacabadas e inéditas de Orson Welles se destacan The Deep (1967), Don Quixotte (1957) y The Other Side of the Wind (1974), obras que nos están parcial o totalmente vedadas por cuestiones económicas y familiares. La comunidad artística internacional tiene el deber moral de hacer cuanto esté a su alcance para que esos trabajos, así como los centenares de proyectos televisivos, cinematográficos y teatrales inconclusos del gran artista, se conozcan y difundan. Si eso sucediera, no es improbable que el arte popular todo recibiera una inyección renovadora de inesperada vitalidad.

Se dice que hay artistas capaces de abrir puertas y de cerrarlas, tan grande es la potencia de su genio. Welles es uno de ellos, con la particularidad anotada de que hasta después de muerto sería capaz de reabrir esas puertas.

Le procés se abre con una interpolación del relato kafkiano “A las puertas de la ley”. Como se recordará, trata de un hombre que envejece aguardado inútilmente que un guardia la franquee el paso y el acceso a la ley. A punto de morir, se entera por el feroz cancerbero de que esa puerta le estaba asignada a él, que hubiera podido abrirla con sólo quererlo y que ahora esa puerta se cerrará para siempre. No esperemos insensibles hasta que sea tarde ante una de nuestras tantas puertas de la ley, las que nos permitirían recuperar un legado artístico maravilloso.

George Orson Welles nació en Kenosha, Wisconsin, el 6 de mayo de 1915, y murió a los 70 años en Los Angeles, California, el 10 de octubre de 1985. Está enterrado en la finca rural “San Cayetano” de Ronda, Málaga, que fuera de su amigo el diestro Antonio Ordóñez, donde vivió el verano de sus 18 años.