Entrevistas
Crispiniano Ayala define el amor

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Piojó. 12:00 meridiano. 40º centígrados. El bochorno aplasta la casa. Decidimos huir.

Jairo Enrique Jiménez, gobernador indígena mocaná, y Cristina Ayala, sientan al viejo en una butaca, lo sacan en vilo al patio y lo ubican bajo un guayacán.

—Mucho gusto —me saluda el anciano—: Crispiniano Ayala Cariaga.

—Háblele duro —me autoriza Cristina, su hija—. Está medio sordo, medio ciego y, aunque también parece medio muerto, le garantizo que está completamente vivo.

Todos mis esfuerzos fallan. La voz del maestro es un balbuceo pedregoso, desprovista de sentido para un oído sin entrenamiento. Y como es obvio que soy incapaz de encenderlo a gritos, le solicito a Cristina que sea mi intérprete. La mujer se acomoda a un costado del padre. Y emprendemos la entrevista.

Crispiniano Ayala es un hombre flaco, de tez blanqueada por la sombra y canas ralas. Tiene un ojo iluminado, el ciego. Y tiene el otro opaco, el vivo. Caminó con bastón hasta hace seis meses, cuando un resbalón en la sala le dislocó la cadera y lo confinó a la cama. Su cerebro trabaja en cámara lenta. Cada respuesta exige un minuto de reflexión. Pero vale la pena. Crispiniano fabrica su palabra con agudeza, ingenio y precisión. Ingredientes escasos por estos días.

La puntualidad geográfica de su primer párrafo, así lo demuestra:

—Estas son mis pelusas familiares. Nací aquí en Piojó el 25 de octubre de 1902 en la finca “El Coco”, zona de Las Perdices, en el puerto del Totumo, limítrofe con Galerazamba. Cuando eso, esto pertenecía a Bolívar.

Mi padre se llamó José Inés Ayala Fernández, de Sitionuevo. Y mi madre Ana Cariaga Caballero, piojonera necta, hija de Pedro Cariaga e Inés Caballero. Ambos raizales de Piojó.1 Y fuimos cinco hermanos: Inés. Julia. Virgilio. David. Y Crispiniano. Siendo yo el mayor.

Yo fui el hombre que lo único que aprendió en la vida fue el Padrenuestro. Esa oración me sirvió para graduarme con honores en mil oficios. Fui pescador, agricultor, aserrador, labrador de madera, hacedor de canoas, bateas, platones y barriles, tejedor de esteras y esterillas, fui algodonero y, como si fuera poco, constructor de casas. No casitas peor es ná, ¡casas! Levanté más de setenta, incluyendo ésta que, sin ser catedral, me ha visto bendecir más de una mañanita. ¡Se imagina usted lo que habría hecho yo de haberme aprendido el Credo! Hubiera descubierto las Europas.

 

Un cuento de misterio

—Se lo voy a confesá. El único servicio que me ha prestado la vejez es acercarme a Dios sin necesidad de profetas ni escaleras. Y la cosa promete mejorar porque cada día siento su grandeza más cierta. Es como si el tiempo me hubiera ablandao el corazón y puesto la fe a flor de piel. Un misterio.

—Hablando de misterios: ¿cuál fue el que más le quebró la cabeza?

—Respondo esa pregunta con una historia. Verídica, ¿oyó?

Siendo niño, póngame usted cinco años, agarré una barquita, me adentré a la ciénaga del Totumo y tiré mi anzuelo, esperando sacar un róbalo, un chivo o un cabezón. Bocachico no, por dos razones pendejas: no pica anzuelo ni se da en esa ciénaga. Estando en esas, no recuerdo la hora, me puse a desenredá un cordel, caí al agua, me golpié con algo y perdí el conocimiento. Ignoro qué tiempo duré fuera de mí. Cuando abrí los ojos, estaba mojao y con el pelo lleno de musgo, pero dentro de la canoa.

Jamás supe qué pasó, ni quién me sacó del agua. Inexplicable. A veces me acuerdo de la chanza y me pregunto: “Carajo, ¿qué vaina ocurrió ese día?”. Un enigma. Menos mal. Una vida sin secretos sería insoportable, terriblemente aburrida. Al fin y al cabo, el mundo gusta porque siempre hay lugares por conocer y hechiza porque tiene rincones que nos hacen mirar hondo. ¿No cree usted?

Al rato, respondiendo una pregunta que va lejos, el anciano saca un paisaje viejo del cerebro y lo pone a orear.

—¡Uf! La vida de antes era sabrosa —rememora—. Había tanta solidaridad que parecía que las cosas fueran de una sola persona. O todas las personas fueran dueñas de la misma cosa. Si usted tenía yuca, yo no padecía hambre. Si yo tenía leña, usted no comía crudo.

Y había obediencia. La palabra de un viejo era santa. Aquí estaban jugando doce pelaos, pasaba un vecino por aquella acera y pujaba: “¡Vayan a dormí!”. Y cuando regresaba al minuto, no había nadie. Ahora ni siquiera con mi terraplén de años me atrevo a espantar una gallina ajena que vea en el patio mío. Más demoro yo en decir: “¡Vayan a dormir!”, cuando ya me están callando: “No se meta en lo que no le importa, viejo del carajo”. Eso se llama malcriadez.

Otro reposo en el paisaje que nos pinta. Otra mirada a la lejanía para limpiar la pupila sana. Otras pinceladas. Algo surreales, pero muy sinceras. Como suelen ser los trazos del alma.

—Estoy orgulloso de la vida que tengo. Cuando niño un tipo sabidor me enseñó que el hombre nace con la palabra “ojo” pintada en la cara. El ojo izquierdo es una “o”, la nariz es una “jota” y el ojo derecho es otra “o”. “Ojo”.

A mí me quedó sonando el pormenor. Y caí en cuenta de que es escasa la palabra que no tiene ojo. Ojo tiene la aguja. La cerradura. El huracán. El agua. Y ojo tiene el mismo corazón. Cuando me percaté de eso, enderecé mi andar (que no era chueco del todo). En eso estriba la limpieza de mis días. No me he dado mala vida, ni manchado la existencia con pendejadas. Yo soy de los que expresa que la blancura de un hombre empieza por la boca. ¡Uf! El único galardón que espero del mundo es una opinión: “Crispiniano Ayala nunca se embadurnó la boca con el fango de su propia voz”. Eso sería bonito, por cierto. Yo escatimé las palabras de mi boca con la misma cautela que el prestamista suelta sus caudales. ¡Que mi paladar se llene de telarañas si alguna vez disparé una maldición! Quizá por eso duermo tranquilo. Un hombre de lengua larga sólo puede ser espada o látigo.

Y míreme las manos. Las puedo tener sucias de llanto o de barro, que es la misma vaina, pero no están manchadas ni con la sangre de ningún hombre, ni con la leche de ninguna yuca robada a nadie. Y esa tranquilidad se la debo a esos usajes, que no perdí con la vejez y pienso llevar conmigo cuando atraviese ese callejón largo que la gente de acá nombra el más allá.

 

Apología de la autenticidad

Escuche este cuento. Yo fui uno de los pioneros del cultivo del algodón aquí en Piojó y en Ibácharo. Corriendo el año 25 se presenta un amigo, compañero de siembras, y me aconseja: “Prepárate una cabuya de tierra, Crispiniano, que se vino el algodón”.2

Vengo yo, tumbo, quemo y amanso mi tierra. Y cuando saco la tarea, viene el tipo y me dice: “Ahora vamos a la Caja Cooperativa del Algodón”. Fuimos. Allá me preguntan: “¿Usted es algodonero?”. Se adelanta el amigo, y responde por mí: “Sí, señor. Él es agricultor. Tiene la tierra esperando”. Ahí mismo me ponen a firmar un recibo y me dan un platal.

Esa noche no dormí de la incomodidad. Al día siguiente, madrugué a devolver la plata. “Yo nunca he sido algodonero”, les dije.

El gerente de la cooperativa me mira y me pregunta: “¿Qué va a sembrar usted en su hectárea de tierra?”. Le digo: “Algodón”. El tipo se echa a reír: “Eso es lo que hacen los algodoneros, Crispiniano. Sembrar algodón”.

Volví a recibí la plata. Y sembré algodón. Pero había algo en el canto de la cabuya que me fastidiaba. Yo respiré tranquilo cuando por fin entregué el primer saco de algodón. Sólo entonces, después de varios meses de reconcomios, me sentí algodonero.

No hay nada más delicado que la palabra verdad. Usted le arranca un mamón a un gajo de mamón. Y no hay problema. Sigue siendo un gajo de mamón. Pero si descompleta un gajo de verdad, y ahí mismo se convierte en un gajo de mentira. ¡Uf!

El hombre auténtico es leal, honrado, correcto. A toda hora. No hay cosa más triste que desconfiar del compañero. Es tan alta la verdad que es la mamá de la autenticidad. Y es tan verraca la autenticidad, que hasta el tiempo le tiene miedo. ¿Por qué cree que la gente de estos pueblos duraba tanto? La bisabuela mía murió de ciento diez años. Y si alguien le hubiera escarbado la vida, habría descubierto que el origen de sus muchas tardes fue la pureza de los tiempos en que vivió. Autenticidad pura. En pasta. No había martirios que le echaran a perder sus comilonas. Ni amarguras que le espantaran el sueño. Una vida verdadera.

Ahora, dígame usted. ¿Qué pelao de estos tiempos llegará a los ochenta con tanta comidita de juguete? La leche no cuaja nata. La yuca no sangra. El guineo no mancha. Y el pollo se derrite al sospechar candela. Y si de esa clase de tentempié es que dependen los viejos del mañana, serán afortunados quienes lleguen a los cincuenta.

 

Sobre la palabra casa

Los viejos de antes eran expertos enseñando a sus hijos a vivir. En mi caso, las grandes lecciones me las dio la vieja Ana Cariaga, mi madre. Pero el talento de transformar esos consejos en canoa, eso me lo dio Dios. Que premia a cada mortal con cuatro onzas de virtú.

La mejor obra que salió de mis manos fue esta casa. Vara por vara. Terrón por terrón. Mi acierto más grande fue haberla ocupado con quien la ocupé. Y mi mayor triunfo fue haberla llenado con los hijos con que la llené. Vea, la palabra casa es el invento más bonito que hay en la tierra. Entre las maravillas del mundo (que sí las tiene), la más hermosa sucede cuando el corazón del hombre, estremecido por una mirada, pronuncia la palabra casa.

Al menos, eso fue lo que a mí me pasó. Su título era Nicolasa Pacheco y era india pura. Apenas la vi, sentí que estaba incompleto. Fue como recordar a las cinco de la tarde que aún no había desayunado. En Piojó había varias pelás de su edad, de pronto hasta más bonitas, pero ella fue la que me gustó. Y por ahí tomé camino. Yo tenía dieciocho y ella veintiuno. Tres años mayor. En vista de la mala fama que tenía su papá, el viejo Urbano Pacheco, mocaná atravesao, resolvimos amarrarnos por la iglesia. Atadura que no sirvió mucho, porque él siguió pilando el cuento de que mi barro blanco iba a desteñirle la raza.

La verdad sea dicha. Yo nunca soporté las costumbres de esa gente. Estaba bien que vivieran y practicaran lo suyo, pero tenían unas leyes agrestes que no compartía. Le doy un ejemplo caliente: cuando un hijo contumaz les reviraba, lo arrodillaban en la mitad del patio y le daban fuete hasta que se les cansaba el brazo, mientras el resto de la familia se mataba de la risa en los aleros de los ranchos. Otro dato. Pobre del cristiano que tropezaran en el camino a Ibácharo. Sin importar su condición, ahí mismo lo bajaban de la bestia y lo ponían a bailar al son de sus viejas tonadas. Les gustaba mucho inferir ese ultraje.

 

El amor es un momento que nunca se acaba

Siguiendo el cuento, el viejo Urbano resolvió arrancarme la hija. Y casi lo consigue en el año 22, cuando nos separó tres meses. ¡Ñércole! Me fui decepcionado para El Guájaro, donde amansé mi dolor tirando machete por esas soledades. Pero ocurre que la distancia es la gran escoba de la verdad. Barre todo lo que sea capricho, y pela la verdadera querencia. Un día, cerca de la oración, apareció en la trocha una santa encima de un burro, directo hacía mí. Me quité el sombrero, hinqué una rodilla y me hice la cruz ante la sagrada visitación, y la virgen María se identificó: “Soy Nicolasa”, me dijo.

Crispiniano intenta desenfundar una sonrisa, como un acto defensivo de la imaginación, pero su corazón no resiste el peso de esa espada, y se desparrama en sollozos. Alza un brazo y se aparta el agua de la cara.

—Cada vez que toco esas cuerdas, se me irritan los ojos —explica—. ¡Ah! ¿Por qué será tan amargo recordar lo que fue tan dulce? No debería ser así.

Se seca la nariz con el brazo izquierdo. Mira lejos. Coge aire. Prosigue.

—Fue una mujer ejemplar. Tuvimos nueve hijos: ocho hembras y uno varón, que nació ahogado. Mis hijas se llaman Dionisia, Ana, Iluminada, Paulina, Emilia, Julia, Hilda y Cristina. Mujeres de tierra buena y pepas dulces. Déjeme sacar la cuenta.

El viejo se lleva la mano a la punta de la barba y computa mentalmente, con los ojos cerrados. A los tres minutos, entrega el resultado: ocho hijas más setenta y cinco nietos, más doscientos cinco bisnietos, más ciento diez tataranietos y más dos chorlitos, eso da cuatrocientos. Número redondo. (Risas bañadas en llanto).

Si Crispiniano y Nicolasa en vez de cristianos hubieran sido un toro y una vaca, el viaje de ganado sería grande. Y escúcheme esto —recalca súbitamente—: si Jorge Eliécer Gaitán, mi ídolo, con sólo una pelaíta, proclamó que él era un pueblo, ¿por qué yo, con cuatrocientos cogollos, no puedo afirmar que soy un país?

¡Ay, Nicolasa Pacheco, bendita seas, mija! La pobre echó a volar en el 88, hace diecisiete años ya, pero eso para mí fue la semana pasada. Todos los días me conduelo de eso. Y todos los días me salvo.

—¿Qué es el amor para usted? —le pregunto.

—¿Qué?

—El amor, papá —remacha Cristina—: ¿qué es para ti el amor?

Silencio. Es la pausa más prolongada del reportaje.

El viejo se seca la salmuera del rostro, traga en seco y oprime los ojos. Luego hay un bache de cinco minutos ingrávidos. Por un momento temo que se ha dormido. Le echo un vistazo. Habría podido apostar que dormía. Y hubiese perdido. Tras aquella reflexión con cara de siesta, Crispiniano Ayala resucita para murmurar una de las más grandes barbaridades que haya pronunciado jamás a hombre alguno.

—El amor es un momento que nunca se acaba.

La frase me golpea la médula. Como una centella. Y me deja encandilado.

Me quito las gafas y miro a Jairo Enrique Jiménez, el gobernador mocaná. El pobre hombre, víctima de la misma grandeza, está turulato. Atónito.

—“El amor es un momento que nunca se acaba” —recita varias veces. Atrapado por la solemnidad.

Miro a Cristina, la hija. La mujer me sonríe y soba la cabeza de su viejo, con orgullo. Como diciéndome: “Éste es mi papá”.

¡El amor es un momento que nunca se acaba!

Punto. El reportaje terminaba. Llegaba el momento de clavar la tachuela final. Algo solemne había acontecido. Todo hombre sabe, adivina, reconoce y comprende, cuándo una verdad genuina resuelve una de sus búsquedas. Este era uno de esos casos.

Crispiniano Ayala Cariaga, hijo de Piojó, iletrado, medio ciego, medio sordo y medio muerto, armado con sus ciento dos años de pureza, había pronunciado una de las definiciones más portentosas y cristalinas del amor. Del amor. ¡El más oscuro de los enigmas, la más seductora de las utopías, el más evasivo de los horizontes!

Por fin el amor, esa fuerza que hace girar la tierra alrededor del sol y el sol alrededor del Universo. Ese misterio que hizo plantar pirámides en el polvo. Esa oquedad que hizo filósofos a los griegos. Esa patria del espíritu humano que Homero se atrevió a revelarnos. Ese apetito de ser que empujó a Moisés al desierto. Esa esperanza que le ha dado combustible a todas las religiones del mundo. Ese anhelo de vivir que hizo cantar a Scheherazade durante mil y una noches. Ese heno que todos los poetas de la tierra han querido morder y darnos a comer. Ese callejón insondable que Einstein procuró medir. Esa historia aún no referida que todas las novelas han pretendido contarnos. Por fin el amor, repito, encontraba definición. Una definición que tenía forma de arcano, medía nueve palabras y estaba conjugada en eterno presente.

—¡El amor es un momento que nunca se acaba!

Hago constar que esa frase, que nació en una boca profana de 102 años, exhibiendo los atributos del aforismo, le pertenece a Crispiniano Ayala Cariaga. Reivindico esa paternidad. Y se la entrego a todos los lectores del mundo, manifestando que posee derechos universales de autor. Tuve el privilegio de estar ahí cuando su creador la pronunció. Y son mis testigos Jairo Enrique Jiménez, gobernador mocaná, y Cristina Ayala, hija del patriarca.

¡El amor es un momento que nunca se acaba! Por eso estamos aquí. Y por eso mañana seguiremos estando aquí. Que no se olvide jamás.

 

Notas

  1. Piojó es un municipio de origen precolombino, de genuina factura mocaná. Durante la época colonial fue encomienda de Juan de Torregroza, Juan de Viloria y doña Constanza de Herrera. Fue distrito en 1857 y declarado municipio en 1905. Durante la Guerra de los Mil Días fue escenario de dos batallas y una ocupación militar. Efectivamente, el 9 de noviembre de 1898 combatieron allí las tropas revolucionarias de Plácido Camacho contra las del jefe gobiernista general Ramón Amaya. El 3 de febrero de 1900 las fuerzas del general Federico Castro Rodríguez chocaron contra las de Rafael Gaitán, general gobiernista. Y en 1901 Piojó fue ocupado por las fuerzas rebeldes de los generales Vicente Urueta y Plácido Camacho. Casa de la Cultura de Piojó, Monografía de Piojó (inédita).
  2. Es posible que esta bonanza algodonera tenga sus raíces en disposiciones del presidente Rafael Reyes, bajo cuyo gobierno la Asamblea Nacional Constituyente decretó la creación del Departamento del Atlántico. En 1905 este gobernante otorgó incentivos que iban desde exoneraciones tributarias hasta la libertad de importación de equipos e insumos para el montaje de empresas textiles. Entre 1822 y 1925 la industria textilera de Barranquilla estaba representada por once empresas, a saber: Tejidos de Punto Aycardi, Tejidos Obregón, Tejidos de Punto Henry Helm, Tejidos de Punto Campo y Carbonell, Driles de Hilos Mayans y Salazar, Hilados y Cultivos de Algodón, Tejidos La Nacional, Manufactura de Barranquilla, Tejidos del Atlántico, Industrial de Tejidos y Tejidos de Punto Campeny Rabat. Solano, Sergio (1993). “La industria textilera en el Caribe colombiano”, en Boletín Historial de Mompox, Nº 26, Mompox, pp. 149, 161.