Letras
Strangers in the night

Comparte este contenido con tus amigos

Con sus escasos once años, a Dianita le llamó la atención verlos bailar en el recuadro de una sola baldosa. Gerardo y Amalia eran novios y él la estrujaba contra su pecho. Ambos giraban en dirección contraria al disco que, vuelta tras vuelta, les regalaba Strangers in the night en la voz de Frank Sinatra. Tía Rebeca le había ordenado vigilarlos y, obediente, la niña los espiaba desde el rellano de las escaleras, agazapada detrás de una botija que fungía de macetero.

Amalia era hija única. Dieciséis años antes, Antonio, su padre —un respetable abogado, de rancio abolengo y cuantioso caudal familiar— había desposado a Rebeca, su madre —una niña sin fortuna pero “bien” de la sociedad iqueña—, a quien él le duplicaba la edad.

 

—Ya estoy cansada, mamá, de quedarme todo el tiempo encerrada entre cuatro paredes. Mis amigas salen todos los fines de semana —escuchó Dianita reclamar a su prima.

—Ahora, más que nunca, mi amor, debo velar por ti. Tu papi ya no está con nosotros y, antes de irse al cielo, me hizo jurar que te casaría con un buen partido.

 

La calurosa tarde languidecía y las nubes estrenaban nuevos fulgores. Como todos los años, en el mes de marzo, por las estrechas calles desfilaban los carros alegóricos, adornados con el producto de la cosecha. Tras los barrotes de su ventana, con dos afligidas uvas verdes por ojos, que destacaban en su piel canela, Amalia veía pasar a la Reina de la Vendimia, quien, en contraste con ella, regalaba sus sonrisas y derramaba felicidad, saludando a la gente iqueña, tan cálida como su clima.

“Yo también era la reina de mi papi”, le confesó en un susurro a Dianita, llevándose aburrida un puñado de paciencias a la boca, sin imaginar que, dos años más tarde, ella misma sería coronada en la plaza de armas como la protagonista de la fiesta y que su primita sería su dama de compañía.

 

—Mamá: Gerardo Pendavis me ha invitado a bailar.

—Ese chico no me gusta, Amalita. Tiene fama de donjuán y dicen que para metido en las peleas de gallos. Además, no es iqueño y tampoco conocemos a su familia, allá en el norte.

—¡Ninguno te convence, mamá! Si fuera por ti, ya estaría casada con un viejo. ¡O sería monja!

“Start spreading the news. I’m leaving today. I want to be a part of it...”. New York, New York fue la última pieza musical que Amalia y Gerardo bailaron en la discoteca. De regreso, en el coche, también los acompañó Sinatra desde una emisora radial. Estaba de moda y su voz se infiltraba en todos lados.

—¿Dónde estamos? ¿Adónde vas? —inquirió Amalia, alarmada. En vez de llevarla directamente a casa, el pretendiente había hecho un desvío inesperado.

—A Huacachina —le respondió. La joven se abstuvo de hacer otra observación. No se atrevió a continuar indagando. Ahora sentía más ansiedad que temor y le revoloteaban mariposas en el vientre.

Pero no llegaron hasta el oasis, como ella suponía. Gerardo orilló el carro en medio del desierto, se viró hacia Amalia y, sin más testigos que médanos y dunas, la besó y la envolvió entre sus brazos. Un calor inusual se apoderó del cuerpo tierno de la joven, se arrebolaron sus mejillas y, como un botón de rosa, poco a poco fue abriendo sus pétalos, cediendo a las caricias expertas del apuesto galán. Frank Sinatra quedó eclipsado.

 

—No comprendo, Amalia. ¿Tú y tía Rebeca partirán mañana a Nueva York? ¿Cuándo decidieron el viaje? ¡No me habías comentado nada! —reclamó Dianita, decepcionada de que no le hubiese participado sus planes. Se había creído más cercana de su prima de lo que, aparentemente, ella la consideraba. Se sentía defraudada.

Transcurrieron varios meses hasta que los familiares supieron de ellas. Rebeca envió una carta a la mamá de Dianita y Amalia le escribió a su prima una linda tarjeta. ¡La primera que recibía en su vida! (Amalita estaba perdonada). Les comunicaban encontrarse bien de salud y que Amalia se había casado con Gerardo Pendavis —¡oh, sorpresa!—, allá en los Estados Unidos.

—¡Salió con su domingo siete! —escuchó Dianita a su mamá comentarles a sus tías. No entendió cabalmente el significado de la expresión, pero maliciaba que estaría relacionada con la escena que había presenciado hacía algún tiempo, espiándolos mientras bailaban.

 

“¡Llegaron! ¡Llegaron!”, gritaron todos. Los esperaban con tejas y dulce de pallares colados, y una cesta repleta de dátiles y mangos. La casa se iluminó con la presencia de un bello bebé que Amalia llevaba en brazos. Era muy parecido a la madre, con los mismos ojos verdes y la piel tostada. Gerardo lo hubiese preferido blanco aunque tuviese la mirada parda. Nadie podría haber adivinado que ese hermoso infante, sietemesino al nacer, se había adelantado al mundo, sobreviviendo a una feroz pateadura que su padre le había propinado a su madre, siendo ella gestante.

Entre gran algarabía, el nuevo miembro de la familia fue bautizado con el nombre de José Antonio, en honor a sus abuelos, el paterno y el materno, respectivamente. La única nota disonante del bautizo fue puesta por Gerardo, quien se emborrachó en el almuerzo que siguió a la ceremonia religiosa y empezó a blasfemar contra Dios, la Virgen y los santos. También afirmó que todos los curas eran maricones y violadores, generando gran incomodidad en el párroco de la iglesia, quien —en pleno mes de octubre, en que se realizan la procesión anual y demás festividades del Señor de Luren—, había accedido a impartir personalmente el cristiano sacramento al bebé, sólo por complacer a doña Rebeca, fiel devota y generosa feligrés. Por ese motivo, el sacerdote —invitado de honor por excelencia— abandonó la casa antes de que sirvieran el almuerzo y sin despedirse.

—Gerardo no está acostumbrado a beber pisco, mamá —intentó excusarlo Amalia. Cualquier argumentación era vana.

 

—¡Ven inmediatamente o te rompo el hocico! —amenazó el esposo—. Una y mil veces te he dicho que, los domingos, en esta casa se prepara cebiche. ¡Estoy harto de los pallares, lo único que saben comer ustedes, los iqueños! —despotricó colérico, arrastrando las palabras por el alcohol.

—¡Por supuesto, Gerardo! La menestra es para el niño y para mí. Vete a descansar mientras que te preparo un rico cebiche —le respondió en falso tono conciliador, haciendo un esfuerzo para que la voz le saliera intacta. Temblaba por dentro, pero él no debía notarlo porque se crecería aun más ante cualquier signo de debilidad. Para alivio de Amalia, a su marido lo venció el sueño y se desplomó en un sillón.

En esa época, Gerardo, Amalia y José Antonio —quien era ya un púber— vivían en el segundo piso de una modesta casa ubicada en la calle Abraham Valdelomar, en los suburbios iqueños. Pertenecían al pasado los días de lujo y suntuosidad. Al cumplir Amalia veintiún años, no le había quedado otra alternativa a su madre, doña Rebeca, que respetar lo estipulado en el testamento de su finado esposo; máxime por la insistencia y presión que, permanentemente, ejercía la hija recién desposada. En consecuencia, una gruesa parte de los inmuebles, cientos de fanegadas de tierras —viñedos y algodonales— y miles de cabezas de ganado caprino, que habían conformado desde siempre la hacienda familiar de los Tejada, pasaron a nombre de la hija. Sin embargo, la administración de los bienes recayó —más por intimidación del marido que por convicción de la esposa— en el “señor” Gerardo Pendavis.

La herencia fue dilapidada en muy corto tiempo, entre pisco, cachina y mujeres; amén de plumas, picos y espolones galleros. Poco o nada de la fortuna fue invertido por Gerardo en Amalia o en José Antonio: ella ignorada y él ignorándolo. El niño, lejos de participar en las actividades de su padre, quien deseaba hacerlo “un hombre” y odiaba verlo débil, como su madre, se rehusaba a acompañarlo como lazarillo y, menos aun, iría a las peleas de gallos, que aborrecía con toda su alma por hallarlas violentas y crueles.

—José es demasiado sensible para esas cosas. No lo presiones —intercedió la madre.

—¡Lo estás echando a perder con tanto engreimiento! ¿Quieres volverlo maricón? —embistió el marido, indignado.

En cierta ocasión, Gerardo no sólo se impuso sino que llevó al límite al muchacho, insultándolo con ajos y cebollas y obligándolo a comerse su propio vómito. La cena consistía en tallarines con pollo. En realidad, el ingrediente principal del plato era un gallo que había muerto en combate esa misma tarde y que José Antonio, impactado, había visto en la cocina remojándose en un lavatorio con agua y sal. Fue tal la aversión que sintió al llevarse —contra su voluntad— el primer bocado, que las arcadas fueron incontenibles y eso despertó la furia del padre.

 

—No manejes. Esperemos hasta mañana —imploró Amalia, instada por Diana. Gerardo estaba visiblemente bebido y la esposa no sabía conducir.

—Partiremos esta noche a Lima —sentenció el beodo—. Necesito llegar con anticipación a la final del campeonato, para preparar a los gallos. El Caballero Carmelo no es un evento cualquiera. Don Aurelio me está esperando. Y dile a tu prima que no se meta en lo que no le importa.

 

José Antonio revuelve la papilla para enfriarla, carga un bocado en la cuchara y lo lleva hasta la boca de su padre, quien la frunce de medio lado, de la mitad que aún puede mover. Está hemipléjico, pero la parálisis no le impide torcer el rostro en clara señal de rechazo. Le desagradan el sabor, el olor y el aspecto de aquel revuelto semilíquido de puré de pallares, verduras y carne molida. José Antonio arremete nuevamente y lo obliga a tragárselo. El alimento es, sin lugar a dudas, concentrado y nutritivo. Con una toallita de felpa, el hijo le limpia la saliva que le chorrea por una de las comisuras de los labios. Gerardo, abatido como gallo con moquillo, tiene la mirada fija en un retrato de Amalia, coronada como Reina de la Vendimia, que yace sobre el aparador. José Antonio se da cuenta de ello, se acerca a su padre y le habla al oído casi susurrando:

—¿La extrañas, no? Yo también. ¡Qué bonita era, ¿verdad?! ¡Qué lástima que ocurriera ese fatal accidente! Y que ni siquiera llegaras a tu pelea de gallos... ¿Te provoca un pisquito o prefieres cachina? —remata irónico—. Gerardo entorna los ojos instantáneamente, como si un par de agujas amenazaran con punzarlos, al tiempo que echa el cuerpo hacia atrás, en reacción de autodefensa, con las limitaciones que le impone la minusvalía.

 

—¡Maricón de mierda! ¡Maricón de mierda! ¿Acaso le temes al verdugo? ¡No seas gallo topetón y sal al redondel, que con este gallo te has casado! —¡Pum! ¡Pam! ¡Tas!

—¡No me patees, papá! ¡No le pegues a mamá! ¡Au! ¡Ay! ¡No, por favor!

José Antonio se despierta sobresaltado, bañado en sudor. El corazón desbocado le galopa en los oídos.

—¡Tranquilo, José! Es sólo un sueño.

—Sí, el mismo y recurrente; la misma pesadilla... —reitera, extenuado.

—Desde esa silla de ruedas, él ya no puede hacerte daño.

—¿Hasta cuándo va a seguir torturándome? ¡Ni siquiera dormido puedo librarme de él! ¡Claro que me hace daño!

—Ven aquí, José. Recuéstate en mi pecho. “Strangers in the night —exchanging glances / Wondering in the night —what were the chances / We’d be sharing love —before the night was through...” —le empieza a tararear Salvador, arrullándolo.