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El oasis y el páramo

¿Dónde encontrar
el eje de la vida
si todo está cumplido?
¿En el agua?
¿En las rocas?
¿En la simiente grave?

¿En el secreto peso de la luz
sobre tus párpados
recién tatuados por la luna?

No hay plegaria
que exceda los límites
de tus cuatro paredes temerosas
que el insomnio tapiza con sus lágrimas,
si no pones en ella
el fuego perenne de la Gracia.

Tres golpes en la puerta
no significan
que ha arribado el que esperas.
La luz en tu ventana
no es,
necesariamente,
el alba rumorosa
ni un farol en la noche desvelada.

Cada camino lleva consigo
el triunfo y la derrota,
el oasis y el páramo,
tu voz y tus silencios
en perpetua armonía.

No permitas
que el amor se consuma
como el agua dolida de una acequia
cuando arrecia el verano.

No hay certeza más honda
que el alma que te habita.

 

Ella nocturna

Ella exhibe sus alas
detenida en la bruma,
lujuriosa crisálida
entre puertos
de un mar exasperado
que ignora las señales.

Como un faro
de espejos inconclusos,
ella exhala su luz
en la noche
con ojivas de espuma.

El agua
es una pampa interminable
que engulle los reflejos de la luna
como peces incautos.

Mariposa nocturna,
ella camina sola
por la playa
que desnuda
sus pétalos ocultos.

Envueltos en la brisa,
los fantasmas
de viejos marineros
rozan sus muslos húmedos,
sus hombros,
sus pestañas
con codicia de nube.

La sangre
de la noche
se puebla de preguntas.

Ella cubre
sus senos ambarinos
con dedos de magnolia
y corre hacia su casa
vestida de salitre.
Cierra puerta
y ventanas
con prudencia
de alondra.

La ciudad
se desvela
ahondada de susurros.

El miedo
con mil rostros
le oprime la garganta.

Inmóvil en su lecho,
los relojes
le prestan sus latidos,
la luna,
sus linternas
de plata mortecina
hasta que el viento
exhausto
de rugir en su puerta
se echa a sus pies etéreos
como un perro con sueño.

 

El dolor que no emigra

La soledad
toma formas difusas,
ingrávidas,
anárquicas.
Usurpa
los sonidos remotos
de esa música
que viene de la infancia,
del éxodo fragante del invierno
que siempre
duele más en la memoria.

Quien parte no comprende
la vulnerable
piel de la distancia,
la herrumbre silenciosa
del corazón que espera
sin celo ni codicia
los ritos redimibles del amor,
el dolor que no emigra,
la certeza del llanto
que muestra sus estrías
su sed
sus cicatrices
en el sublime
atrio de la luz.

Hay un rumor lejano
de lentas cacerías.
Hay luces con sordina,
acalladas,
erráticas
como pasos inermes
en la noche
de espejos infinitos,
la memoria del fuego
y su tácita sombra,
su espéculo de niebla,
su jubón de nostalgia.

Entre los huesos yermos
del sueño que se fuga,
la tempestad oprime
las pieles de la aurora
con su espuma de ausencia.
La luna tiene miedo
de alumbrar cuando llueve.
Los faroles se extinguen
a ras del abandono.

Y cuando la mañana
ofusca las retinas de los parques,
los perros de la noche
que todavía husmean
en las calles sin dueño
lamen en las veredas
los vestigios de muerte,
los cúmulos de olvido,
los terrones de llanto.

 

Ella insomne

Cuando
ella regresa
de los laberintos
del insomnio
a caballo del viento,
y abre las puertas
de su casa
al alba,
la luz del sol
con su viejo mortero
deshace
las últimas sombras
que la noche
olvidó en los rincones.

Con los párpados,
la piel
y los cabellos
todavía tatuados por la luna,
ella desliza
sus pantuflas de lumbre
por las veredas
inmoladas al día.
Abril le prueba al barrio
las manufacturas del otoño
e inaugura los recintos del frío.

Ella entra al mercado
vestida de tumulto,
de cráter inconcluso,
de culpa y resolana.
La reciben
las frutas y los panes
con pulcritud de nube.

En el parque,
árboles sin memoria
la ven cruzar
sombría,
arcaica,
hospitalaria.
Se muere de abandono
ante la tarde con tentáculos
de agua luminosa.
Ella hunde sus pies
en el estanque
poblado de galaxias.
Llega a su puerta
en andas de los grillos
ocultos en el aire.
Luego,
extiende sus alas
de claustro
hacia el poniente
y en un vuelo de antorchas
y alondras sin recato
anida entre las ramas
brumosas
de los astros.

 

Poema II

Nutrirse de Girondo,
de Rimbaud,
de Cernuda.
Izar
la veleta del sol
como si fuera
una vela de navío.
Sobre la mesa de la sala
extender el papel
de escarcha o de rocío
y comenzar
la vendimia de palabras
en la crepitación de la conciencia.
Hurgar
entre las sombras
noche arriba,
hasta hallar
el esqueleto
del poema perfecto.
Recubrirlo después
con carne de gorrión
y plumas de alabastro,
ojos de jade
y corazón de péndulo.
Y cuando nada pase,
cuando el día se trague
hasta el último sueño,
replegarse en la penumbra
como un gato doméstico
hasta que,
en el ocaso,
los duendes reconstruyan
los sitios y las voces
de los mundos secretos.

 

Poema III

Ojos de alhucema
de vendimia
de álamo en celo.
Ojos de sinfonía planetaria.
Ojos de ser
de sol
de sal
de campo de exterminio.
Ojos de felpa
de solar
de aguardiente.
Ojos de aguamanil
y de aguatero.
Ojos de llovizna azul
y de navío.
Ojos de galaxia salobre
de néctar
de solsticio
de espejo con sordina.
Ojos de pluma de faisán.
Ojos de istmo
de archipiélago
de azor
de marejada.
Ojos de pasacalle
de linterna
de aljibe.
Ojos
incrustados
en la palma de mi mano
para mirar la aurora
cuando toco tu frente.

 

La marcha de los días

Si los pasos supieran
que el camino se esfuma
detrás del horizonte
no habría persuasión para el olvido
ni lámpara encendida
en el desván
del tiempo receloso.

La noche no se nutre
del viento y sus corolas,
sus pétalos incautos,
los erizados peces
de su cielo infinito.

No remontes tus voces
como el velamen roto
de tu fantasma errante,
como buque perdido
en las aguas voraces
de tu miedo más hondo.

La soledad condensa
la bruma pesarosa
de tus ojos salobres.

Si la luz te redime
¿para qué delegar tus cicatrices,
la faena de tus seres ocultos,
la retina azarosa de tu música
en las manos del mundo?

Sólo el amor expía
la marcha de los días.

 

No todo es soledad

No todo es soledad
en la hierba desnuda
si el viento testifica
que el silencio no existe.
Sólo un puñado
de ecos arrumbados,
la salmodia del humo
entre la brisa cómplice
y el rumor de los cascos
de ilusorios caballos.

No todo es armonía
rota como un cristal
agrietado en la lluvia.
La esperanza
es un puerto fugaz
en el oleaje
de todos los naufragios.

No hay un solo refugio
para quien se rebela
contra el tiempo y sus armas.

Resignada al olvido,
la luz me reconcilia
con lo eterno y lo efímero,
con mis días y mis noches
acuñados en la misma
fragua portentosa
que arrecia las tormentas
y apacigua en el mar las grandes aguas.

 

Las voces infinitas

No perturbes el sueño
con su avío,
su siembra,
sus dólmenes,
sus dogmas,
su fervor de verbena,
de paraíso intacto,
de arcilla,
de arboleda.
La inquietud no se fuga
como el humo sumiso
ni alimenta los pájaros
que profanan el viento,
el pan deliberado,
las semillas amargas,
los insectos,
el fuego.

El tiempo
que es monarca,
mendigo y alfarero
fatiga con sus grillos
el tedio de los puentes,
la pulpa del ocaso,
su secreto más hondo,
la íntima memoria
de lejanas batallas
libradas contra el miedo.
Es el dolor de ser,
de perpetuarse
en el leve linaje de la espiga,
en el áureo retablo de los días
y su bagaje de voces infinitas.